La imagen de una estantería vacía en una tienda de alimentos siempre impacta, porque el desabastecimiento de las cosas de comer siempre asusta. En la guerra de Yugoslavia se usaban estas fotografías como referencia de la situación que atravesaba la población, y ahora, entre la pandemia y la huelga del transporte, se ha convertido en una realidad para las generaciones que no conocieron las décadas posteriores a la guerra civil.
Entrar en un supermercado en la última semana es echar en falta productos que ahora no llegan al último eslabón de la cadena de consumo o que han desaparecido de los lineales por ese efecto pánico tan consustancial al ser humano que, precisamente, no suele ayudar en situaciones como ésta. En las cajas de las grandes superficies se ha visto salir a personas con una cantidad tal de leche que es imposible que la pueda consumir una familia antes de que caduque.
Según el momento histórico, las epidemias y las guerras generaban hasta casi nuestros días unas situaciones de desabastecimiento que había que suplir con ingenio y capacidad de sacrificio. Almudena Villegas es doctora en Historia y una experta en gastronomía que lleva unos años investigando sobre la alimentación durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
Del segundo de estos periodos ella destaca la figura del médico estadounidense Ancel Keys, quien investigando los efecto de la alimentación en las enfermedades coronarias descubrió los beneficios de la dieta mediterránea que se dedicó a divulgar como sinónimo de una vida sana. Vivió 100 años.
Keys, como explica Villegas, ayudó a diseñar programas de nutrición en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, ya que los recursos alimenticios eran destinados al ejército y la población tenía que suplirlos de otro modo. Propuso una fórmula denominada ‘jardines de la victoria’, consistentes en que cada uno cultivara en su casas sus propias hortalizas en el primer hueco que tuviese a mano y así «ahorraron el 40 por ciento del consumo de verduras en el comercio», nada menos.
Los puestos reguladores de alimentos
Casi en los mismos años, España sufría los efectos de la guerra civil y de la contienda mundial. 1947 es conocido como ‘el año del hambre’, pero la carestía de alimentos venía de antes y aún duró varios años más. Las cartillas de racionamiento fueron la herramienta usada desde el plano oficial para el control de los alimentos y el estraperlo y el ingenio de los españoles fueron la respuesta de los españoles para sortear esta situación.
Éste es uno de los grandes momentos de la creatividad en la gastronomía, que Almudena Villegas centra en la figura de la madre, porque «creatividad es cuando la gente no tenía azúcar o pan y quería celebrar la Semana Santa, entonces se inventaban lo que fuera para hacer unas torrijas».
Es el periodo de esplendor de las tagarninas o las vinagreras, que tantas hambres han calmado en tiempos de desabastecimiento. También de las almortas, «una semilla que se usaba para hacer gachas en el campo y que usada recurrentemente produce problemas graves de visión».
En el caso de Córdoba, las dos décadas siguientes a la guerra civil fueron de carencia, y a la vez de carestía disparada, de determinados alimentos. El Ayuntamiento se propuso poner fin a estas situaciones y cuando había problemas con un determinado producto activaba los denominados ‘puestos reguladores’ que lo vendían a su precio normal hasta eliminar la especulación.
Como ejemplo curioso, la carne alcanzó precios prohibitivos en 1952 y la población dejó de consumirla. Para que esto no se agravara, el Ayuntamiento puso a la venta el 2 de mayo 5.000 kilos de carne ballena, todos ellos provenientes del mismo animal, capturado en aguas de Marruecos por la empresa Ballenera del Estrecho. Su sabor parecido al de la ternera y los consejos de consumirla estofada, mechada o frita en adobo no sedujeron lo suficiente a los cordobeses, por lo que la experiencia no se volvió a repetir.
En noviembre del mismo año se disparó en Córdoba el precio de la patata. Durante todo el año se había vendido el kilo a 1,50 pesetas y en esas fechas subió hasta las 2,50 pesetas. El Ayuntamiento compró una cantidad ingente de patatas, pero la adquirió lejos de la capital y el cargamento tardó 20 días en llegar y en este tiempo el precio bajó hasta las 1,40 pesetas. Algo parecido ocurrió años más tarde con el precio de los huevos, que se trajeron de Bélgica y de Holanda para que no faltase ese producto en los hogares más populares.
Una de las mayores aportaciones de los puestos reguladores en la mesa de los cordobeses fue la introducción de la carne congelada. Fue en 1962, en pleno desarrollismo económico, cuando la carestía de la carne fresca hizo que se sustituyera en el mercado por la carne refrigerada o congelada. Esto, en un primer momento, no gustó a los cordobeses, ya que el aspecto del producto no tenía nada que ver a lo que estaban acostumbrados.
El Ayuntamiento tuvo que realizar una labor didáctica para concienciar a la población de que esta carne, una vez descongelada, recupera su aspecto, así como que aunque venga de lejos reúne todos los requisitos sanitarios, por lo que su bajo precio no debía ser motivo de sospecha. La operación dio resultado y en 20 días se vendieron 39.000 kilos de carne congelada.
Las huellas de la carestía
Estas carestías marcaron a la población que, como explica Almudena Villegas, supo «aplacar con poco el hambre de muchas personas». Estas generaciones fueron frugales y nadie se extrañaba de que «en las casas donde se lo pudieran permitir un día hubiera lentejas y al día siguiente puré de lentejas».
El ‘boom’ de la alimentación se produjo en la década de los 80 del pasado siglo. Nace en el norte, llega a Madrid y de ahí se extiende a toda España. «Fue muy bueno porque puso la alimentación en primera fila» y provoca también que «haya comida para todos a tan buen precio».
Pero este sueño se ha desmoronado con la crisis, la invasión de Ucrania, la huelga del transporte y otros elementos más. El momento es difícil y Almudena Villegas apunta que «estamos viviendo la historia en primera persona, por eso duele, porque estamos en una bisagra del tiempo, asistiendo en directo a un cambio de época, por una parte fascinante y por otra doloroso».