Cabinas


El Ayuntamiento por fin inició la retirada de estos modestos y accidentales monumentos urbanos

Pasa un pequeño camión atravesando Ronda de los Tejares con un cadáver sobre el remolque. Es una cabina telefónica ajada, envuelta entre sus propios cables, tumbada como si hubiera sido abatida por un francotirador. Es el disparo certero del tiempo que la dejó seca e inútil hace varios años, disecada como un egipcio antiguo, como un testimonio congelado envuelto en pegatinas de fiestas de estudiantes y pintores a domicilio que ofrecen sus servicios.

El Ayuntamiento por fin inició la retirada de estos modestos y accidentales monumentos urbanos dedicados a una época en la que fuimos de otra manera. Los vecinos en general y los chivatos de las redes sociales en particular han insistido mucho en el desmantelamiento porque les resultaba violento mirar los armatostes inutilizados, y en estos tiempos en los que ya no se usan cabinas telefónicas, todos somos más sensibles a la estética, condicionada por esos asesinos de cabinas que son los teléfonos móviles. Los móviles no solo han acabado con las llamadas a pie y estáticas de las esquinas de una calle cualquiera sino que han fotografiado y denunciado a las viejas cabinas como intrusas de un tiempo y unos lugares que ya no son. “Quítenlas, que nos molestan”, parecían decir los celulares por boca de los vecinos violentados. Muchos de esos vecinos usaron ayer las cabinas, como quien dice,  para llamar a una novia, a una madre, a un hijo o a un jefe. Pero ya no lo recuerdan. Es la prisa con la que vivimos hoy que nos borra hasta los recuerdos. La memoria era un músculo sano cuando había cabinas porque recordábamos los números de teléfono de nuestra novia, de la casa familiar, del trabajo y de información, por si teníamos que llamar a una delegación administrativa o a un particular. No había protección de datos pero sí pudor, porque en las cabinas nos encerrábamos y convertíamos ese espacio en el lugar sagrado para nuestro interlocutor y nosotros. Cuando proliferaron las semiabiertas, se solía moderar el tono de voz porque a nadie le debería importar lo que estuviésemos hablando. Ahora le hacemos fotos a nuestros feos pies para mostrar al mundo que estamos en la playa. Se fueron las cabinas y perdimos el sentido de la intimidad aunque nos hayamos vuelto más sensibles al mobiliario urbano, en el que ya no hay lugar para las cabinas momificadas mientras tragamos granito rosa sin rechistar y marquesinas marcianas que no nos acogen a sagrado mientras llega el autobús, y las inclemencias del tiempo nos golpean porque no entienden de diseño.

En ese pequeño camión por Ronda de los Tejares viaja un testimonio, cientos de ellos, hacia un desguace sostenible que cumple con la normativa europea. Es el cadáver de lo que fuimos cuando la vida era otra, en la usábamos el teléfono para hablar, para llamar a nuestra gente, para dar un aviso, para decir te quiero. Ahora ya no hay cabinas y tampoco hablamos. Ya no las usamos porque es el teléfono el que nos utiliza a nosotros.