He sido atropellado en dos ocasiones. La primera vez una señora, móvil en mano, cruzaba un paso de cebra a tres metros del paso de cebra, por la parte donde no hay rayas del paso de cebra. Iba hablando con su marido, que estaba frente a ella, en la otra acera. Cómo se comuniquen hoy en día los matrimonios no es cosa mía, aunque este era un matrimonio talludito de antes de las redes sociales. Incluso de antes del desarrollismo y Benidorm.
Yo iba en mi coche a 15 Km por hora, tomado una curva cerrada y vecinal de barrio obrero en domingo. Había fútbol y policías locales, lo cual no es garantía de que ganase el Córdoba ni de que el tráfico fuera fluido. En un momento dado sentí un golpe y vi cómo la señora se abalanzaba sobre la parte delantera de mi vehículo francés. Los franceses suelen provocar atracción o repulsa, según uno sea más o menos español, por lo que deduje que aquella Charo kamikaze podría ser una independentista de barrio. De la asociación de vecinos o del consejo de distrito, que van por libre o por lo que diga Juan Andrés de Gracia, porque no reconocen la autoridad bellidista.
El caso es que me llevé un susto morrocotudo porque además la señora rebotó y cayó sobre el bordillo de la acera, la misma que había cruzado sin mirar, móvil en ristre y por donde su santa voluntad decidió.
Se levantó por su propio pie, siguió echándole la bronca al marido por el móvil hasta cuando lo tuvo cara a cara y yo me quedé en una furgona de la policía local declarando que, tal y como yo lo había visto, el atropellado fue mi vehículo.
Al cabo de los meses fui a juicio, un policía local que me identificó como periodista desafecto al régimen capitular del anterior mandato declaró contra mi coche y la señora, que de repente se convirtió en voluntaria de una ONG, cobró una indemnización por los daños sufridos – collarín de atrezo- y por el tiempo que no pudo emplear dándole de comer a los perritos de la protectora. En el lateral del vehículo quedó un bollo de recuerdo que nadie me ha arreglado.
De hecho ha crecido el bollo porque el otro día me salió un chico millenial, o de la generación Z o de la camada de tolais sin fronteras y atropelló mi coche por el mismo lado. Iba en patinete, eso que los políticos denominan vehículo de movilidad personal y yo identifiqué como me cisco en tus muelas de dónde cipote has salido, modelo recargable con autonomía de 5 horas. La cosa no fue a más porque estaba parado mirando incautamente a ver si venía alguien por mi derecha, por aquello de respetar un stop y tal. Pero por la izquierda me vino un misil que hizo un malabarismo marciano después del golpe y cayó de pie y atusándose el cabello. Sin casco. Sin papeles. Sin leer libros. Sin varear olivos. Sin gramática. Un ejemplo del futuro de nuestras pensiones.
Alguien dijo: “Hay que ver que casi mata al muchacho del patinete”. Y me di cuenta de por qué tenemos los gobiernos que tenemos.