Hace unos días en la inefable Delegación de Igualdad de la Diputación se presentaron unos talleres de educación sexual dirigidos a niños de Infantil y Primaria. Además del talante adanista tan propio de esta reciclada izquierda (“talleres pioneros”, dijeron, como si nunca se hubiera impartido educación sexual en España) en dichos talleres se pusieron en duda varias cosas que van desde ‘el amor romántico’, -pues su ejercicio es foco de violencia, según estas iluminadas-, hasta la potestad de la familia en la responsabilidad de la formación de sus hijos. Es muy significativa la pregunta, no retórica, que la directora del llamado Instituto de las Mujeres (sic), Antonia Murillo, hacía en la presentación de estos talleres ‘vanguardistas’: “Si no somos las instituciones públicas quienes garantizamos el derecho a la educación sexual ¿en manos de quién queda?”
En efecto, tanto la educación sexual como la propia educación en demasiadas ocasiones quedan en manos de las instituciones públicas, de la escuela, o como mal menor, de los abuelos o cuidadores a domicilio. Habría que resaltar cómo los medios digitales también sustituyen a los padres e incluso a los grupos humanos tan necesarios en el proceso de socialización. Este es un mundo de niños pegados a una pantalla, de niños a los que se les roba la infancia porque se delega en el móvil, de niños con padres sin tiempo ni ganas en ellos, de familias que no hablan entre sí ni se comunican. El caldo de cultivo perfecto para la desestructuralización familiar y personal, para la ausencia de valores que sean andamio esencial en el caminar de la vida, para criar gente infeliz, quizá con otras habilidades, pero sin un rumbo cierto.
Desde hace décadas en España la gente se ha acostumbrado a culpar a la sociedad de los males propios: la droga, la corrupción, las rupturas familiares, la pérdida de empleo… Y es que si la socialdemocracia había colectivizado los logros y el bienestar, en buena lógica al ciudadano se le educó en la ausencia de responsabilidad personal en los fracasos y las consecuencias negativas de su comportamiento. Con la unidad familiar ocurrió lo mismo, cuando los padres delegaron en la escuela la educación en vez de la formación académica e intelectual, que también, por cierto, se debería estimular en la familia.
De aquellos polvos, estos lodos. Lodos que han crecido debido a la era digital. Uno de los datos que esgrimían desde la Diputación para justificar estos talleres es el temprano acceso a la pornografía que tienen los niños en la actualidad. Pero no se equivoquen, porque su preocupación no es moral sino ideológica, ya que entienden los formadores progresistas que se aprenden “modelos machistas” a través del porno. Y en las verdaderas razones para gastar dinero público en talleres de este tipo están las de ingeniería social, proponiendo y fomentando nuevos modelos de familia, numerosas y extravagantes identidades sexuales y de género y sembrando la semilla para la ‘sociedad nueva’ que la izquierda y el comunismo en concreto siempre buscan.
Y eso lo hacen ninguneando a las familias, a los padres y madres, a los que por obligación y derecho deben educar a sus hijos. Ocurre que muchas han abandonado esa obligación aunque después acaben lamentando las consecuencias. Siempre denunciaremos las injerencias estatales y administrativas en lo que por ley natural corresponde al individuo o la familia. Pero también es hora de que muchas familias asuman su responsabilidad si no quieren, entre otras cosas, ver convertidos a sus hijos en marcianos improductivos, malcriados niños que no tuvieron a sus padres cerca cuando los necesitaron.