Aquellos bautizos


Los padrinos adquirían un protagonismo más destacado, al menos a la vista de los que entonces éramos chiquillos

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Estampa de un bautizo. /Foto: LVC
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Estampa de un bautizo. /Foto: LVC

Allá por las décadas de mediados del siglo XX los bautizos se dejaban casi siempre para los días festivos o sus vísperas y, salvo muy raras excepciones, tenían un carácter individual, no como en la “moda” actual en la que, a pesar de haber cada vez menos niños, se suele agrupar a varios a la vez en una única ceremonia. Aunque eran mucho más sencillos que en la actualidad, los padrinos adquirían un protagonismo más destacado, al menos a la vista de los que entonces éramos chiquillos, que solíamos aguardar fuera en la puerta de la iglesia esperando que a la voz de «aquí, aquí…» echasen un buen puñado de monedas al aire. Si eran personajes conocidos del barrio había más posibilidades de que disfrutaran de todo aquel “jaleo” lanzando más monedas para su lucimiento… y satisfacción de los que las esperábamos. Las monedas por lo general eran de «perra-gorda» (10 céntimos de peseta) y «perrillas» (5 céntimos). De forma excepcional se solían echar monedas de «dos reales” (50 céntimos). Algunos también lanzaban unos caramelos mentolados muy populares que se denominaban «Saci”.

La celebración posterior tampoco era, ni mucho menos, como las de ahora, y se limitaba si acaso a un pequeño refrigerio en la intimidad de la casa de vecinos. Una botella de vino de a litro, unas cuantas cervezas y unas pocas de viandas solían constituir todo el convite, y quizás algunos caramelos y golosinas para los más pequeños. Tras la celebración, al despedirse todos en la puerta de la casa, los chiquillos que aún esperaban estoicamente utilizaban sus últimas artimañas para que el padrino, quizás más feliz con el vino bebido, echase el “resto”. A veces hasta se “provocaba” con frases habituales como «inoino, la madrina no tiene pelos en el chomi…» o «olla, olla, el padrino no tiene pelos en la po….”. A pesar de su trazo grueso, a nadie sentaban mal y muchos padrinos solían tener ya preparada la calderilla extra para este momento de fin de fiesta. 

Los bautizos de los niños expósitos

Eran aquellos bautizos en los que la criatura aparecía en todos los registros como “de padres desconocidos» y eran bautizados normalmente con el nombre del santoral religioso del día. Solían ser sus padrinos los sacristanes, algún cura coadjutor o un «propio» de la misma parroquia. Lógicamente en este tipo de bautizo no había monedas al aire ni nada por el estilo, pues las cosas no estaban para regalar nada.

Luego estaban los bautizos en donde se conocía sólo el nombre y el apellido de la madre, que se responsabilizaba en todo del niño. Los padrinos eran por lo general familiares próximos de ella.  Tampoco solía haber motivo de festejos. En los registros oficiales aparecen estos niños registrados «Como hijo de otro… con citación del nombre de la madre».

Bautizos por todo lo alto

Es natural que todo el mundo busque en ocasiones dejar su sello de distinción, y los bautizos no son una excepción. Pero esa posibilidad estaba muy limitada “del Realejo para abajo”, por lo que en San Lorenzo la más absoluta sencillez era la norma habitual. No obstante, como excepción a esta regla recordaba José Bojollo, el eterno sacristán, los bautizos de los hijos del célebre farmacéutico del Realejo don Fernando Kindelán Ortiz (1900-1992), que por el interés de un familiar a la que familiarmente denominaban «Babele» tuvieron lugar en San Lorenzo. La pila de bautismo era recubierta en estas ocasiones de alcurnia hasta el suelo con un elegante faldón hecho de encajes que llevaba la propia familia. Con aquel exorno daba la sensación de que se trataba de una ceremonia propia de la nobleza. A la salida, con tal de no oír las palabras “groseras” de la chavalería para incitar al padrino a ser espléndido, tiraban el dinero de una vez y en forma abundante para que no los siguieran. 

Hay que citar también por su esplendor el bautizo de un hijo del popular «Marchena el de la Arena» (Antonio Carrasco Martín) celebrado el día de la Fuensanta de 1961 en la iglesia de San Antonio de Padua del popular Zumbacón. Fueron padrinos de aquel chiquillo el popular «Carriles» y Antonia Orosco, ambos famosos personajes del mercado de San Agustín, que se preocuparon de formar a la salida del bautizo una comitiva nada menos que de coches de caballos. Llegaron solemnemente los coches adornados a la plaza de San Agustín y allí se preparó una gran celebración. Los Saiz Alijo, los Pinturas, los Pizarro, los Paco Arenas, los Valle y demás comerciantes de la plaza procuraron que no faltara ni “gloria”. Hasta el tabernero de “La Paz” dispuso tabaco “Celtas” y “Peninsulares” y Antonio Romero aportó una cantidad importante de «pinchitos morunos» de aquella época.    

Se echó por alto, además de monedas, fruta, caramelos y mil cosas más Hasta hubo varias actuaciones de artistas de Córdoba que se ofrecieron para tal evento. Al final el simpático «Marchena», ante el “fiestón” organizado, dio las gracias con las lágrimas en los ojos diciendo: «Esta Córdoba bendita me acogió y este barrio de San Agustín me ha hecho muy feliz». Faltó poco para subirlo en hombros.

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Billete de 25 pesetas. /Foto: LVC

El bautizo de los camarones

Luego, claro está, estaba la gran mayoría de bautizos menos aparatosos, donde la categoría se medía sólo por lo que se “estirase” el padrino. A este respecto se salió un poco de madre el bautizo en agosto de 1961, en la iglesia de San Andrés, de José Manuel Sánchez «Pipo» (dueño de la copistería “Calco» en calle Alfonso XIII), sobrino del popular Rafael Sánchez Ortiz «Pipo».

Y es que su padrino fue, nada más y nada menos, que Manuel Benítez «El Cordobés», actuando de madrina una prima del recién nacido, Rosa María Sánchez, hija de «Pipo». 

Este padrino llegó a echar hasta algunos billetes de color azul de «cinco duros”. Para dar más teatralidad al asunto, el torero los partió por la mitad y arrojó desde al balcón de la casa nº 1 de la calle Ocaña. Aquello fue el disloque de unos buscando a otros para formar el billete completo. «El Cordobés» utilizaba entonces un Renault 4-4, de color verdoso, el mismo que aparcó ante la admiración de todos en San Lorenzo cuando vino al entierro de la madre de Antonio Jiménez del Rayo, el hombre que desde Educación y Descanso tuvo mucho que ver con su promoción como novillero por toda la provincia.

Esta casa de la calle Ocaña era donde Rafael Sánchez «El Pipo» tenía su cocedero de mariscos, que luego solía vender en la famosa Marisquería «El Puerto», de la no menos famosa calle “la Plata”. Un hermano soltero suyo llamado Salvador, quizás por no ser menos que nadie, no tuvo otra “idea” que salir también al balcón. Mientras, «El Cordobés» echaba y echaba monedas y billetes, a él se le ocurrió arrojar cangrejos y cartuchos de camarones. Evidentemente, lanzados desde arriba, ningún camarón quedó dentro de su cartucho y se desparramaron por toda la calle. 

El bautizo ‘republicano’

Antonio Mármol, que fuera dueño de la «Imprenta Sur», me refirió lo acaecido al célebre industrial y pintor «Navajitas» de la calle Abéjar. Éste era gran amigo de dos ilustres personajes republicanos (y también masones) de la ciudad, don Vicente Lombardía, dueño de los «Laboratorios Besoy, en San Pablo, y de don Eloy Vaquero Cantillo, apodado «Zapatones», director de la Escuela Obrera del Arroyo de San Lorenzo y primer alcalde en la II República. Ambos organizaron en abril de 1932 una chocolatada en la citada Escuela Obrera a la que asistió Antonio Mármol que era entonces sólo un alumno, y desde entonces formaron una amistad inquebrantable en el tiempo.

Ya en décadas anteriores a esos turbulentos años treinta, la gente que se consideraba muy «liberal» o “progresista” solía demostrarlo ante la sociedad no bautizando a sus hijos. Bien es verdad que aquella actitud no tenía que ver en muchas ocasiones con sus propias creencias, religiosas o no: simplemente se trataba de no aceptar la “costumbre” ya que se consideraba como una “imposición”. 

Por eso, unos años antes de esa chocolotada, de los doce hijos que tenía “Navajitas” los nueve primeros estaban sin bautizar. Sin embargo, por los consejos y ruegos de la Condesa de Colomera, o de Hornachuelos, clientes suyos, y de su amigo, el citado boticario don Fernando Kindelán Ortiz, accedió a bautizarlos. Se llamaban Amador, Manuel, Rafael, Mercedes, Josefa, Rafael, Dolores, María y Luis, siendo bautizados todos a la vez el día 3 de enero de 1922 por el párroco don Salvador Roldán Requena y apadrinados por la propia Condesa y su hijo don Lope de Hoces, según aparece en el registro del Libro de Bautismos  nº 53, de la parroquia de San Lorenzo. en los folios del 1 al 4.   

«Navajitas» era un hombre “liberal” en el amplio sentido del término que intentó ser coherente con sus ideales, por lo que nunca obstaculizó la posible religiosidad o no de sus hijos. Eso explica que su hija menor, Carmen, que falleció en 2012, estuviera muy integrada como catequista y colaboradora en la parroquia de San Lorenzo. Después de la guerra, ya cuando su amigo Eloy Vaquero se encontraba en el exilio, todos los años en las Navidades le enviaba un «pastel cordobés» que encargaba en la “Confitería San Rafael”. Quien lo hacía llegar a su destino era la «Agencia Garrido», que se encontraba en la calle Alfonso XIII, en el local donde hoy se encuentra «Jamones Calixto».

Bautizos con anécdota final

Rafael Espejo Jiménez (1928-2020), hermano del “cantaor” recientemente fallecido “Churumbaque”, nos contaba una anécdota muy graciosa de un bautizo celebrado en 1946 al que siendo joven fue invitado, y que es fiel reflejo de las vicisitudes de aquellos años.

En la calle Agua, en casa de «La Estraperlista», vivía un tal Pepe Nieto al que todo el mundo apodaba «El de la nariz colorada». Disfrutaba con ser el que aglutinaba a la gente joven en torno a la antigua fuente del Jardín del Alpargate. Pepe Nieto era una excelente persona, pero dado a ciertos excesos, porque lo mismo decía que era capaz de comerse «kilo y medio de pan de higo» que “de ir a Madrid andando” para ver actuar a su hijo que actuaba de corista en el Teatro Calderón. Así que este hombre tuvo a bien invitar a la mayoría de los jóvenes de su barrio cercano para comer y bailar en la celebración de un bautizo en casa de los hermanos «Bibi», familia muy acreditada en hacer molduras de escayola, que era todo un lujo por aquellos años cuarenta.

El bautizo fue a la caída de la tarde y se celebró en San Lorenzo, y después de los «aquí, aquí…” correspondientes, se fueron a una sencilla casa situada en la esquina de las calles Queso y Frailes. En el patio sonaba una vieja gramola que ponía los “bailables” para que la gente joven se arrancase a bailar, si bien muchos de ellos estaban más pendientes de que apareciera por allí algún familiar importante o el propio padrino del bautizo para que diese el grito de “¡ahora!”, que era la palabra clave para indicar que ya podía pasarse a la sala del convite. Podían ver que ésta estaba preparada con su mantel de papel blanco, y encima platos con trozos de chorizo, morcilla, algo de queso, salchichón, patatas fritas y algunas cosas más. Había también un lebrillo de sangría como bebida principal y casi única. 

Para sorpresa de todos los que impacientemente miraban y miraban de reojo hacía el sitio de donde vendría la ansiada voz de «ahora», la única voz potente que se oyó fue la del viejo casero de la casa, de nombre Federico, que desde arriba gritaba fuera de sí, como loco: «¡¡la olla, la olla…!!”. Alguien se había llevado de la cocina la olla del cocido. La vieja gramola se calló y nadie se lo explicaba. Unos se miraban a otros y la sorpresa, y la incomodidad, inundó aquel patio atiborrado. 

Antes de que el bautizo terminara ,”Paqui”, apodado «Gato grande», llegó diciendo que en el lugar conocido como la «Redonda» (Ronda de la Manca), muy cerca de la “Alberca de los Porras”, unos cuantos chavales, al parecer del Barrio Gavilán, habían dado buena cuenta de la olla y se la habían dejado allí tirada vacía. Según decía, al pasar por la puerta de la casa en donde se celebraba el bautizo no les llamó precisamente la atención ni el ruido ni el gentío, sino un olor intenso a tocino rancio, y por eso, aprovechando el baile y la confusión, se llevaron la olla con el cocido que ya estaba guisado y listo para comerse esa misma noche.

Para finalizar, quiero recordar un bautizo que se celebró en San Lorenzo unos diez años después, por el 1956 y en el que me vi involucrado. 

El padrino se había portado muy bien a la salida de la iglesia pues lanzó bastantes monedas y hubo para casi todos los que estábamos allí.  Por entonces yo era monaguillo y sabía la casa a la que pertenecía el bautizo. Visto el buen precedente, deducimos que allí la «despedida” final sería impresionante, así que nos apresuramos a correr hacia allá, que quiero recordar era la casa nº 7 de la calle Humosa.

Nos metimos por Ruano Girón, Cristo, Velasco, Montero, Montañas, y en un periquete nos encontramos en la puerta de la citada casa. Nos llamó la atención que la puerta de la calle estaba entonada. Allí esperábamos a que llegara la «comitiva» unos cuantos chavales del barrio, como Manuel Torres. Francisco Medina, José González, Miguel Blancart, Enrique Luque y yo, entre otros. Pero el tiempo pasaba y nadie aparecía por allí, por lo que empezamos a estar un tanto sorprendidos por la tardanza. 

Miguel Blancart Moreno, posiblemente el mayor del grupo, y el más impulsivo, entreabrió la puerta de la casa y sólo pudo ver a una mujer mayor que regaba las macetas con su lata y su caña. Pero también pudo ver en el centro del amplio patio una mesa larga, con un tablero y un mantel de papel blanco. Nos contó lo que había visto y algunos nos atrevimos a asomarnos también. Pudimos ver que, efectivamente, se trataba de una amplia mesa… sobre la que había platos de patatas fritas, salchichón, queso de cerdo, algo de queso manchego, morcilla, y ya no recuerdo más. 

Como la comitiva seguía sin llegar, Miguel Blancart, “esmayao” como estaba siempre, tuvo la tentación de entrar al patio de la distraída mujer que regaba y coger un poco de salchichón y patatas. Lo mismo hizo uno, luego otro, y otro, hasta que le tocó el turno a un tal Enrique Luque al que llamábamos «El León Sordo» por lo despistado que era. Nada más entrar, por precipitarse y querer coger algo de varios platos, tuvo la mala fortuna de engancharse y dar un tirón del mantel tirando la mayoría de los platos al suelo. Ante el ruido y el follón que se formó salimos todos de allí pitando, cada uno por donde pudo.

Luego nos enteraríamos que los padrinos, que habían venido de Barcelona para bautizar a un sobrino, quisieron eternizar aquel momento en «Foto León», en la plaza de Mármol de Bañuelos, y esa fue la razón de que se demoraran tanto. Lo cierto y verdad es que nos quedamos sin posibilidad de «despedida» … y en el fondo todos lamentamos de corazón la «fotografía» que se encontraría la alegre familia del bautizo al llegar a su casa y ver la mayoría del convite por los suelos.