El marqués del Cucharón


De apariencia muy formal, compaginó como nadie la seriedad y las ganas de vivir

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Cruz de Mayo en la Beatilla (1957). /Foto: LVC
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Alfonso López Garrido ‘El marqués del Cucharón’. /Foto: LVC

Personaje popular y singular de nuestra Córdoba, de nombre Alfonso López Garrido, era hijo de Antonio López Rincón y Manuela Garrido Carrillo. Nació el 1 de noviembre de 1905, circunstancialmente en Guadalcázar, porque allí se encontraba destinado su padre, guardia civil. En muchos documentos aparece citado como Alfonso, y en otros como Ildefonso, aunque en realidad dichos nombre son equivalentes. Recuerdo que en los listados de su empresa, la Constructora Nacional de Maquinaria Eléctrica (Cenemesa), figuraba como Alfonso. En los pocos años en que llegué a coincidir con él nos llamaba la atención por su elegante figura, su cuidado bigote y su seriedad que impregnaba todo lo que hacía.

En 1910 fue destinado su padre a la capital y vivió en las calles Cidros y Enrique Redel pertenecientes al barrio de San Andrés, en donde por aquellos tiempos un hermano de su madre, Ildefonso Garrido Carrillo, era el párroco. Estudió en las Escuelas de San Andrés a las que entonces se entraba por la calle Hermanos López Diéguez. Posteriormente debió de asistir a la Escuela de Artes y Oficios, pues en su madurez demostró una gran habilidad para el dibujo artístico, llegando incluso a participar en algún concurso para confeccionar el Cartel de la Feria de Nuestra Señora de la Salud (1933).

Poco antes, con 25 años, Alfonso había contraído matrimonio con Josefa García-Sotoca Mengíbar, y se trasladaron a vivir a la calle Hinojo. Su boda se celebró en la parroquia de San Andrés, y acudió un plantel importante de amigos, como Juan Rodríguez Mora «El Duque de la Mezquita», y Miguel del Río, «El Cateto Andaluz», que serían sus grandes amigos durante toda la vida.

Sus amigos de la peña «Los 99″ le apodaron “El Marqués» por su estilo y forma de vestir, con aquel tipo alto y elegante, un atuendo impecable y unos zapatos color marrón que eran auténticos espejos. Con sus amigos se hizo destacar en aquella Córdoba que lo que necesitaba era distracción y alegría. La peña “Los 99”, que tenía el añadido “del silencio», en 1935 se ubicaba en la clásica taberna «Casa Pastor» de la calle Duque de Hornachuelos. A las preguntas de un periodista de por qué lo «del silencio» contestaría que -porque muy cerca de la taberna había otra peña o grupo de amigos que se denominaban «Los sonoros», por las fiestas y las algarabías que siempre montaban-. Su peña destacó en aquellos cortos años de su existencia tanto en la Feria de Córdoba como en las romerías, destacando aquella Romería de Linares a la que acudieron los 99 componentes montados en sus ataviados «jumentos” junto a las carretas en las que iban bellas mujeres, excepto en una donde iba el imprescindible barril de vino, donación que hizo a la Bodegas Cobos. Los elegantes caballistas iban abriendo aquel cortejo que fue presenciado por muchas personas de Córdoba. Fue muy festivo el recorrido desde San Lorenzo al Jardín del Alpargate, ya que la calle María Auxiliadora estaba tan llena de gente como si de un día de Semana Santa se tratase, con gente de las Costanillas, San Agustín, San Juan de Letrán, calle Montero…, gentes humildes que sabían mucho de recuas de borricos, y de fiestas y entretenimientos simples, alegres, que hacían más llevadera la dura vida, y por todo ello aplaudían sin cesar.

Su hijo Ildefonso, que en paz descanse, decía que lo del «Cucharón» se lo unieron a lo de «Marqués» en una Feria de Sevilla de 1936, al sorprenderse por verle entrar una vez y otra en las casetas con su enorme cucharón de madera. Y efectivamente, en la prensa de 1938, donde son entrevistados Miguel del Río «El Cateto Andaluz» y Alfonso López «El Marqués del Cucharón», ya hablan de su peña y del simpático «cucharón» de madera.

No obstante, yo recuerdo perfectamente que en el año 1952, presenciando el paso de la Romería de Santo Domingo por lo que se llamaba el «Molinillo de Sansueña» (actual glorieta del Calasancio) pudimos ver a este hombre tan aparentemente serio, con apenas 47 años, montado en su borrico, con los pantalones arremangados hasta sus rodillas y portando una enorme cuchara de madera al hombro; su rostro serio no se movía nada, ni tan siquiera su señalado y bien cuidado bigote. La imagen que intentaba representar era un canto desenfadado al buen humor, una imagen bucólica de aquel “marqués» montado en un pobre borriquillo. La prensa hizo un buen alarde de comentarios, y creo sinceramente que todos los que lo vimos pudimos decir entonces que era sin duda «El Marqués del Cucharón». Luego, para completar aquella singular caravana, iba un gran grupo de murga, cantando, saltando, y hasta haciendo piruetas llenas de humor, que mi madre nos decía que se les parecía a aquella famosa «Murga Regaera» que tan buenos ratos hizo pasar a los cordobeses de otras épocas, con su humor, sus criticas y su alegría de vivir.

Por otra parte, “El Marqués” era un gran aficionado a la fiesta de los toros, y me recordaba su hijo que mantuvo una gran amistad con la saga de los «Zuritos», y también con el banderillero el «El Frasqui» y el picador «Mazzantini». Con todos ellos solía alternar en las tabernas próximas a Santa Marina o la Fuenseca, un entorno en el cual muchas veces hacía de improvisado «cicerone» para enseñar estas partes más auténticas de Córdoba a la gran cantidad de amigos que tenía de otras ciudades.

En el Diario de Córdoba de 10 de julio de 1936 la peña “Los 99″ envía una carta para indicar que, con el fin de evitar algunas interpretaciones erróneas, sus componentes dicen haber registrado este nuevo nombre abreviado de «Los 99», desligándose totalmente de lo que fue la anterior peña «Amigos del Silencio»,

Además de las peñas, “El Marqués” se movía como pez en el agua en el terreno cultural, y en el de las cofradías de Semana Santa, esto último, por su antigua relación con la Hermandad del Resucitado de Santa Marina, de la que en 1927 formó parte de la Junta Directiva que intentó a toda costa volver a impulsarla.

«El marqués», en Cenemesa

Su empresa de siempre fue la Constructora Nacional de Maquinaria Eléctrica, Cenemesa, donde entró a trabajar nada más terminada la Guerra Civil en 1939. Había trabajado antes en unos talleres eléctricos ubicados en la calle Reyes Católicos propiedad de don Dionisio Alonso Delgado, un ingeniero industrial muy introducido en el tejido social de Córdoba por su relación familiar con don Benito Arana, el que fuera director de la Electromecánica. En esta sencilla empresa llevaba el trabajo de administración, “marketing”, si es que se podría mencionar ya esta palabra, y en general todo lo relacionado con ofertas y facturación. Posteriormente fue trasladado por el mismo empresario, con el que tenía una gran relación, a una fábrica de jabones denominada «La Pastora» que fue inaugurada en San Cayetano, muy cerca de donde llegó a estar el «Bar San Cayetano», que era llevado entonces por Ramón García, padre de Pepe García Marín, dueño del «El Caballo Rojo», y con el que también mantuvo gran amistad “El Marqués».

Hablando con su hija Manolita, ésta me contó que su padre entró a trabajar en la Cenemsa porque un alto encargado de la Electromecánica, de nombre Gerardo, lo recomendó a los directivos de aquella entonces incipiente empresa, entre los que estaba su primer director, Juan Seguela Nougue (1930-1939), joven ingeniero que también provenía de esa cantera inagotable la Electromecánica, y que le asignó un puesto de secretario de dirección, por sus conocimientos y por las “tablas» que demostraba tener para moverse en aquella Córdoba donde la empresa necesitaba abrirse camino.

Después llegaría de director otro joven, don José Vela, que estuvo hasta 1942, al que le siguió don Cristóbal Sánchez Mayendía, hijo de la famosa soprano Consuelo «La Mayendía», que también aprovechó su gran experiencia durante su primer mandato (1940-1946). Luego vendría don Darío de Carlos Bonaplata (1947-1956) ingeniero cordobés que inició las ampliaciones construyendo la fábrica de Transformadores al otro lado de la vía de Málaga. Posteriormente sería director don Francisco Redondo Repullés (1956-1959), que construyó la nave de Herramental y la fábrica de Aparellaje. Quizás el que mejor supo sacar lo mucho que “El Marqués» llevaba dentro, tanto en su trabajo de secretaría como colaborando en el Grupo de Empresa con sus aportaciones literarias y de ilustración en la revista cultural que se editaba en los días de la Feria de Nuestra Señora de la Salud.

Finalmente, como secretario de dirección volvió a coincidir otra vez con Cristóbal Sánchez Mayendía, pero ya no fue lo mismo, quizás también porque los tiempos eran otros. Fue relegado de su puesto de secretario de dirección al principio de los sesenta, y lo destinaron, casi al final de su vida laboral, a lo que ya se pudo llamar por aquellos tiempos tan convulsos socialmente como el «Cementerio de los Elefantes».

Su trabajo en la fábrica

El secretario de dirección trabajaba en un departamento muy próximo al despacho del director. Allí era donde se recibía y gestionaba todo el correo de la fábrica. En la Secretaria de Dirección se abría, y una vez clasificado según las fábricas o servicios, el personal subalterno de que disponía la citada secretaria lo distribuía a sus lugares de destino. Igualmente se recibía todo el correo de salida y después de franqueado se trasladaba a Correos. También atendía a la visitas y de él dependía la centralita telefónica.

La Secretaría era el lugar clave donde también estaba el teletipo que se comunicaba con la casa central de Madrid, y que era el medio telemático por donde entonces se transmitían datos de ofertas e incluso se recibían los precios de cotización del cobre y otros materiales.

Con Alfonso López Garrido “El Marqués” llegué a hablar laboralmente sólo un par de veces, entre otras cosas porque yo estuve desde primera hora muy relacionado con los talleres, y además los últimos días de su estancia en la fábrica coincidieron con el periodo de mi servicio militar, así que cuando volví ya se había marchado (1967). Pero sí le llegué a verlo muchas veces montarse en el autobús y bajarse en la parada del Campo de la Merced, y alguna vez que otra veía como se paraba en «Casa Paco Cerezo» que entonces estaba en la esquina de la Puerta del Rincón, enfrente del cine Isabel la Católica.

La primera vez que llegué hablar con él sería en 1965. Recuerdo que mi jefe Rafael Carranza Guzmán me había pedido que valorase unos trabajos realizados por el personal de Servicios Generales, en una colaboración que les había pedido la empresa constructora Obrascon S.A. que llevaba a cabo la ampliación de la fábrica de transformadores (1964). Al parecer le habían pasado un cargo excesivo por cortar simplemente unos hierros del forjado.

Tal fue el «cargo» que se pasó a Obrascon S.A. que hasta llegó a intervenir en el asunto un tal señor Benjumea, que era el Consejero Delegado de la citada empresa de construcción, dándose además la casualidad de que también pertenecía al Consejo de Administración de Cenemesa por lo que le trasladó la queja personalmente al director de la fábrica de Córdoba.

Por todo este jaleo tuve necesidad de ir a la oficina de Servicios Generales, que estaba en el último rincón de la fábrica, detrás del Economato. Y allí en aquel pequeño despacho me encontré a Alfonso López Garrido, «El Marqués», que con gesto serio intentaba buscar los bonos de trabajo del personal que había realizado dicho trabajo. Mientras los buscaba le expliqué lo que había pasado y me contestó: «¡Qué fatiga, qué vergüenza!, que hayan tirado la cara y la credibilidad de la fábrica por los suelos». Y es que en el código del honor de aquella persona no entraban las trampas ni los engaños.

Se marcharía de la fábrica a los 62 años de edad, dejando una gran estela, aparte de su desempeño estrictamente laboral, en sus grandes colaboraciones culturales con el Grupo de Empresa. Fue una persona, para la que el honor y la dignidad fueron compañeros inseparables de él toda su vida.

Pero no sólo era la opinión de personas que, por razones de edad habían llegado a ser sus compañeros del día a día. Hace unos años me tropecé casualmente en Roquetas de Mar (Almería), con el señor Juan Bautista Ordiales Baragaño, uno de los más importantes jefes de Administración de la fábrica (1958-66). Al encontrarnos tras tantos años intentamos recordar aquellos sus tiempos pasados en Córdoba, y él me dijo: «Me marché de Córdoba por razones profesionales, y por otras cosas más que ya no vienen al cuento citar. Me llevé el recuerdo de aquella espléndida ciudad para mí y mi familia”. Y a la hora de recordar una sola persona me hizo un especial hincapié, en «El Marqués», que “todo lo que tenía de elegante, era superado por su categoría de señor, y él fue el que me supo introducir en aquella Córdoba que tanto amaba”.

El Grupo de Empresa

Todo el mundo sabía en fábrica que el «Marqués» era un hombre muy culto y escribía muy bien, por eso el director don Francisco Redondo Repullés, le pidió que formara parte de la directiva entre otros con Manuel Ocaña y Dionisio Palacios. Con esta directiva se llegaron a realizar estupendas casetas de feria así como programar viajes turísticos a Sevilla, Jaén y a Granada, con visita incluida a la Alhambra, adornadas con las sabios comentarios del gran arabista Manuel Ocaña a los que él ponía como remate “los puntos y las comas”.

El frigorífico Kelvinator

El Cajero Luis Quirós Luna, una excelente persona, que había entrado en la fábrica al mismo tiempo que “El Marqués», en 1939, un día en la caseta de Feria, sacó el tema de aquellos ejes de motores «Carsa» en 1950. Se trataba de cerca de trescientos ejes que habían salido con una pequeña excentricidad, por lo que a juicio del servicio de verificación no eran aptos. Y eso que en aquellos tiempos había colas para poder adquirir los motores que necesitaba la incipiente industria de los electrodomésticos. Conocía algo de ese problema porque el señor Juan Manuel Tafur Jorge, que era el jefe de verificación de fábrica de motores lo había contado a todos sus allegados. Según él, este problema se había dado en el torno copiador porque Manuel Diéguez, que era el tornero habitual de esta máquina, estaba dado de baja, y posiblemente la persona que le sustituyó no supo regular correctamente el reglaje cilíndrico entre punto y la torreta, por lo que el mecanizado salió con esa dichosa excentricidad.

Así que los trescientos ejes se llevaron como chatarra al almacén de Ricardo Solanas, que pagó por ellos al precio de hierro chatarra. Pero a raíz de ese incidente las cosas se complicaron, porque la casa central de Madrid se había comprometido a entregar a buen precio unos motores para construir el modelo «Kelvinator» de frigoríficos, y la fábrica había quedado al descubierto. Se intentó por todos los medios recabar material urgente para unos nuevos ejes, pero el material de fundición no abundaba y además daban un plazo muy largo. Se puede decir que la desesperación cundió y hubo varias reuniones para intentar buscar una solución. “El Marqués» conocía el problema y sus términos, pues a través del teletipo sabía lo que unos y otros se decían angustiados.

Se planteó una importante reunión a la que asistió el jefe de taller señor Sánchez Cañas, el señor Tafur, y el jefe de división señor Mezquita, para buscar la posible forma de solucionar el problema. Pero, como solía ocurrir muchas veces, a esa reunión no llamaron al verificador «Juanito Milésima», que era la persona que en última instancia había rechazado los ejes.

Pero el que sí cayó en el asunto fue «El Marqués», que intentó hacerse el encontradizo con el citado «Milésimas» y lo hizo en la taberna Casa Salinas de la calle Cruz Conde. Allí hablaron de lo que fuera, pero lo importante es que salió «El Marqués» convencido de que había muchos motores en la industria funcionando de forma aparente y correcta, y no pasaba nada. Entonces le trasladó este comentario al director de la fábrica, y éste consultaría a su vez a alguien de la casa central de Madrid y se llegó a la decisión de que había que volver a comprar a Ricardo Solanas los trescientos ejes. «El Marqués» colaboró de nuevo y recurrió a su amigo Francisco Mármol, dueño de la Imprenta Sur, ubicada en San Andrés, que tenía muy buenas relaciones con Torrico el chatarrero, que fue el que intercedió ante Ricardo Solana a que les volviera a vender los ejes cargándole solamente un 15% de beneficio.

Tras narrarnos esta historia, Luis Quirós nos recordaba con mucha nostalgia, aquellas noches de verano en las que se juntaban «El Marqués» José González «Pepito Guitarra», Manuel Pérez y Pérez, «El Cajero», Baltasar Trillo Sánchez y el mismo «Duque de la Mezquita» que aunque no era de la fábrica era uña y carne con don Alfonso. El punto de partida era el Bar Gambrinus (frente a Guerrero Electricidad), y desde allí con sus copas de vino ya en el cuerpo se iban a la plaza de los Dolores, y sentados alrededor del Cristo de los Faroles, cada uno recitaba devotamente lo que se le ocurría, y nos recordaba que esa era una idea que siempre le gustaba llevar a cabo al «Marqués» con cualquier grupo de amigos.

En la Beatilla

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Cruz de Mayo en la Beatilla (1957). /Foto: LVC

Y si todo esto era el Alfonso López Garrido o «Marqués del Cucharón» que relacionamos sólo con la fábrica de Cenemesa, nos quedaría aún toda su vida en la Córdoba de sus amores, que es interminable, por lo que sólo contaré una anécdota. Y para ello en primer lugar traigo aquí el recuerdo de aquella Cruz de Mayo que la peña «Los Vinicilinos» con Ángel García Castro como presidente (1957) instaló en la plaza de la Beatilla, y allí, en su “ambiente”, “El Marqués” (cliente asiduo de la taberna homónima), hizo de entusiasta presentador del espectáculo festivo que se montó en torno a la Cruz.

Actuaría Luis Navas, Blanquita Molina, y finalmente «Pepe Conde», al alimón con el serio y elegante presentador. Podemos decir que aquel improvisado dúo de actores, «El Marqués» y «Pepe Conde», nos traen recuerdos irrepetibles con dos grandes de la pequeña historia de Córdoba juntos. Por un lado el «Marqués», con aquel gesto serio y como «empaquetado», con aquel su bigote tan bien cuidado, que hacía reír sin apenas abrir la boca solamente con su cómplice silencio; en claro contraste con el rostro ocurrente de gracia de un «Pepe Conde» que no paraba de hacer chistes y gestos de risa, buscándole siempre las espaldas al “Marqués”. Ya de por sí sólo la diferencia de estatura de los dos era un motivo simpático de gracia.

Para completar la fiesta y diversión de aquella Cruz inolvidable diremos que Manolo Polonio, con su cuñado Ángel Román, inundaron a los espectadores con un excelente vino de «Moriles 47» de Bodegas Aragón y Compañía de Lucena, botellas que don Abundio Aragón, dueño de las citadas bodegas, había regalado a la «Peña los 14 Pollitos», ubicada en la taberna, en clara correspondencia al detalle que tuvieron de nombrarle presidente de honor por unanimidad a petición de don Diego Camino Pulido, presidente de la peña, y presente también como espectador en aquel espectáculo junto a Juan Montiel Salinas.

… Por una paradoja del destino, este hombre, que tanto había disfrutado de la vida, especialmente en el mes por excelencia de Córdoba con sus patios, sus cruces, sus casetas de feria y sus romerías, moriría en mayo, el día 29 de 1970. De apariencia muy formal, compaginó como nadie la seriedad y las ganas de vivir. Trabajo, diversión, amistades, cada cosa en su momento. Culto y popular. Amigo tanto de gente de “postín” como de humildes trabajadores. De un lado y de otro. Por eso tenía muy a gala que cuando en 1954 don Antonio Jaén Morente volvió fugazmente a Córdoba desde el exilio, las autoridades elaboraron una lista de amigos que podían acudir a recibirle: uno de ellos era don Alfonso López Garrido, «El Marqués del Cucharón».