El día de los Santos


Mucho han cambiado las cosas desde aquellos tiempos, pues ya desaparecieron esos velatorios que se solían celebrar en las casas de vecinos

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Cementerio de San Rafael. /Foto LVC
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Castañas. /Foto: LVC

En nuestros primeros años de infancia y juventud recuerdo que se decía por estas fechas aquello de «noviembre, dichoso mes, que empieza con los Santos y termina con San Andrés».

En las Escuelas de San Andrés o Hermanos López Diéguez, en las que aprendí a leer a principios de los cincuenta, se llevaba a los niños mayores a la iglesia del mismo nombre, donde ensayaban una serie de cánticos para la celebración de la fiesta del santo, el último día del mes. Creo que el profesor encargado de llevarlos era don Ezequiel, el más joven, y los cánticos los ensayaban con don Francisco Naranjo, profesor en otra escuela muy cercana, la histórica Escuela del Buen Suceso y que tenía muy buena relación con el párroco don Fernando Poveda. Ese último día del mes, don Francisco nos llevaba a la parroquia desde las Escuelas de San Andrés para el acto religioso. Nos llamaba la atención por utilizar siempre unas gafas de «patilla ancha» ya por aquellos tiempos, y creo que vivía con su hermana en la calle Pintor Bermejo.

Me contaba Perico Pareja, alumno de la Escuela del Buen Suceso, que allí habría sólo una veintena de alumnos, y que todos los días podían contemplar en el fondo de la derecha, enfrente en donde estaba la mesa de don Francisco, el retablo de la Virgen del Buen Suceso. Hoy ya no existe nada que lo recuerde.

Abandoné escolarmente aquellas calles de mi primera infancia y pasé posteriormente al Colegio Salesianos, a aquel patio que se llamaba de los «Eucaliptos», en atención a unos árboles enormes de esta especie que había junto a la tapia de la calle María Auxiliadora y que fueron plantados a principios de la inauguración del colegio en 1901. El patio tenía dos espléndidos pórticos y por encima unas amplias azoteas. Desde una que lindaba con lo que hoy es el Teatro Avanti (que desapareció al abrirse la calle Santo Domingo Savio a finales de los setenta) la costumbre tradicional del día de los Santos era echar desde esta azotea al patio un par de sacos de castañas a «arrú», como se solía decir, para que los alumnos del Oratorio Festivo pudieran cogerlas y saborearlas. Yo presencié esa costumbre en tiempos de don José María Campoy, y posteriormente en la época de don José María Izquierdo, y quiero recordar que los que echaban las castañas eran don José Bocio y don Rogelio.

Aquel quinario

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Besapiés de 1950 ante el altar mayor. /Foto: LVC

De todos es sabido que noviembre es el mes por excelencia dedicado al Cristo de Ánimas: en las reglas de su Hermandad queda señalado este mes de los difuntos para celebrar su quinario y fiesta anual. Al menos desde que aquellos componentes del grupo «Cántico» decidieron en 1950 refundar la Hermandad de Ánimas en la parroquia de San Lorenzo.

Ellos se encargaron, como artistas que eran, en darle al Cristo el aspecto de respeto y fúnebre que desde entonces ha sido una forma de expresión más de la Hermandad. Y también quisieron que sus «quinarios» fuesen una celebración litúrgica llena de arte sacro, con aliento a purgatorio y ánimas benditas.

En aquel primer año de 1950 era Rafael Cantueso Cárdenas, que más tarde sería fraile dominico de la Orden de Predicadores, el encargado de los cultos.

Pero dejemos que sean las frases que nos contó en animada charla el gran Pablo García Baena las que narren aquello tan simpático que ocurrió en aquel quinario primerizo:

“En aquellos primeros años del quinario nosotros quisimos adornar el altar del señor con luminarias, de mariposas. Fue una idea de Rafael Cantueso. Se trataba de «velillas», de aquellas que en la época de la Festividad de Todos los Santos se solían poner en las casas en las cómodas en recuerdo de los difuntos. Rafael Cantueso buscó las tulipas que le facilitaron en la fábrica del gas –gracias a la cercanía con la misma de uno de los principales hermanos de la Hermandad, que era presidente del tribunal tutelar de Menores ubicado enfrente, en la carrera de la Fuensanta-. Cada tulipa brillaba con luz propia y en todas ellas destacaba su bonita decoración, dando un gran realce a aquel altar que marcó una época en los cultos del Cristo del Remedio de Ánimas.

Pero parte del aceite con el que se rellenaron las lamparitas era reutilizado, y alguno daba un intenso olor a «pimiento frito» que se notaba por toda la iglesia. Aquella tarde, Rafael Cantueso Cárdenas, afanado de cerca en encender sus más de doscientas tulipas no se percató, hasta que entramos algunos hermanos más, y el señor de la Torre y del Cerro, Hermano Mayor de la Hermandad, quizás por su baja estatura, percibió mejor aquel “aroma”. Ya con la hora del quinario encima no nos dio tiempo a cambiar el aceite de aquellas lamparillas, que sí se cambiaron al siguiente día”.

A mí como monaguillo me tocó pasar la bandeja durante ese quinario para recoger la limosna, y por eso me extrañó un poco que don Luis Reyes, aquel devoto y bondadoso gitano de la calle Manchado (de Calzados Reyes) me echara en la bandeja 100 pesetas, y me dijese: ¡¡toma, para el aceite!!

Y yo aquello del aceite no lo entendí, pero lo comprendí al terminar finalmente los cultos cuando Rafael Cantueso se lamentó de que en la campaña de recogida de aceite para el quinario que hizo la Hermandad se hubiera aceptado el aceite de Brígida, la buena mujer de la pensión «El Carmen» de la calle Gutiérrez de los Ríos, que entregó una buena cantidad… con toda seguridad gran parte empleada en freír pimientos.

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Cementerio de San Rafael. /Foto LVC

El cementerio de San Rafael

Es el segundo en antigüedad de la Ciudad, y se construyó a «extramuros» sobre las hazas de «La Gitana», «La Pineda» y «Las Infantas», que suponían una superficie aproximada de dos fanegas y siete celemines según documentos que obran en el Archivo Municipal.

En las Escrituras de compra-venta de esta haza de «La Gitana» se puede apreciar como en el 9 de julio de 1740, la propiedad de dicha haza de la «Gitana» es adquirida a doña María Antonia de Melgarejo Figueroa, que como viuda de don José Muñoz de Velasco aparece como única heredera de una serie de bienes de la familia Muñoz de Velasco, domiciliados en el Barrio de la Catedral. Posteriormente, vende dicha propiedad a la comunidad de frailes del Colegio de San Roque de la Orden del Carmen de Córdoba por un importe de 7.840 reales, pagaderos una parte al contado y otra en pagos aplazados anualmente por la festividad de Navidad.

De la misma forma existe otra escritura de fecha 9 de octubre de 1816, en que dicha propiedad es comprada por doña María Luisa Carrillo del Valle, por el importe de 12.300 reales, y se indica perfectamente que dicha haza de nombre «La Gitana» que queda ubicada en dicha escritura junto a la haza de «Leal», y enfrente de la ermita de San Sebastián, y lindando con  el Arroyo de la Piedras que cruzaba por la puentezuela de la carretera y el Hospital de San Juan de Dios (Que estaba ubicado en lo que luego sería el Matadero Municipal).

Sería el Ayuntamiento de Córdoba finalmente el que adquirió estos terrenos de la haza «La Gitana», junto a otras hazas llamadas «La Pineda» y de «La Infantas». Se trataba según el intendente don Miguel Boltri, de construir un nuevo Cementerio en la ciudad de Córdoba, ya que por el fuerte aumento de la población y las bastantes razones de tipo higiénicas-sanitarias que ello planteaba, la ciudad de Córdoba lo necesitaba. Para ello en 1833 se decide la nueva construcción del Cementerio de San Rafael, con dineros propios de la tesorería provenientes de ciertos arbitrios de la ciudad que pasaron a  poder del Ayuntamiento y los 20.000 reales que junto al importe de la construcción de su panteón en el Cementerio de la Salud, donó el Cabildo de la Catedral de Córdoba.

La construcción del Cementerio se empezó en 1833 y se concluyó en el año 1835 y en el mes de junio, sería bendecido por el obispo don Juan José Bonel y Orbe. El cronista Maraver en sus manuscritos habla de que ya en mayo de 1834 se producen algunos enterramientos.

En esto de los enterramientos se dieron las circunstancias, de que muchas personas que ya estaban enterradas con anterioridad en los cementerios de su iglesia, al tener un lugar con panteones, bovedillas y tumbas dignas en el suelo y debidamente organizadas, sus familiares pidieron el traslado de sus cadáveres al recién inaugurado Cementerio de San Rafael. 

Posteriormente en 1849 a éste Cementerio de San Rafael se le añaden grandes mejoras, como por ejemplo la Capilla que se completó prácticamente con todos los enseres y elementos de culto de la Ermita de San Sebastián, Ermita, que ante su estado de total ruina, el Ayuntamiento «sin saber realmente a quien pertenecía dicha Ermita» (Según aparece en las Actas Capitulares), optó por trasladarla prácticamente a la nueva capilla del cementerio, que se completó con el altar del convento de la Encarnación Agustina, así como el cuadro del crucifijo que perteneció al Convento de San Francisco, el pulpito de San Juan de Dios. El San Rafael que preside la fachada del Cementerio estuvo delante del convento de la Arrizafa y sería colocado en esta remodelación de 1849. Las puertas de la Iglesia que son de caoba vinieron de la remodelación que se llevó a cabo en el Convento de San Pablo. Quizás por esta modificación y colocación de la estatua del Arcángel San Rafael, en un principio y al no estar la estatua del Arcángel, se le denominó a este Cementerio, como: «Cementerio extramuros de la Ciudad».

Con la construcción de la Capilla de la Iglesia y el traslado de todo lo que fue la ermita de San Sebastián el Ayuntamiento se compromete a celebrar todos los años una Fiesta con gran solemnidad a San Sebastián y a San Roque en la Iglesia del cementerio. Ya de antiguo y en la ermita hasta el monarca Carlos II, en 1679, contribuye a esta Fiesta con 100 ducados. Pero ya a partir de 1900 esta Fiesta y su celebración según el propio periódico «LA VOZ», está en claro declive en parte por lo lóbrega que resultaba la Iglesia del Cementerio y también por la indudable falta de fe cristiana que se padecía.

Al principio y la misma prensa que denunciaba esta situación es la que en noviembre de 1854 denuncia que del cementerio salen malos olores, quizás fuera debido a que no se «tapaban» debidamente los cadáveres. Así que en Actas Capitulares queda recogido el acuerdo de vigilar al máximo la construcción de las cámaras de aislamiento de las bovedillas. Es curioso que en la misma sección se acuerda renovar la servidumbre de paso de la Barca del Arenal por 4.624 reales anuales.

Por razón de proximidad en un principio este cementerio de San Rafael, se dedicó a los vecinos de los barrios de la Magdalena, Santiago, San Pedro, San Nicolás y San Eulogio de la Ajerquía, San Andrés, San Lorenzo y Santa Marina.

En el centro de lo que sería el Patio principal se puso una estatua de la Santa Fe, que en contra de la opinión de algunos que indicaban que fuera un San Cayetano, desde entonces preside la entrada de este Cementerio.

En Libro 6º de Difuntos de la Parroquia de San Lorenzo folio 187, aparece reflejado el registro de un Entierro y la nota marginal que indica; «Este es el primer entierro que se realiza en el Cementerio de San Rafael». Es curioso el detalle pero hasta en esto San Lorenzo tienen algo que decir.

Esta partida de defunción dice literalmente:

«En la ciudad de Córdoba en siete días del mes de enero de mil ochocientos treinta y quatro años murió en el Hospital de Jesús Nazareno como «Pobre de Cama»  María Acuña, viuda de Sebastián Sánchez, natural de Sevilla y el siguiente día fue sepultado su cadáver en Camposanto Extramuros de la ciudad con entierro de «Limosna». No hizo testamento.  Doy Fe. Juan Basallo.»

Tenemos que decir que esta mujer era natural de Sevilla y posiblemente se viene a Córdoba por el trabajo de su marido que al parecer era «pañero». Tenían 5 hijos, Manuel, María, Tomasa, Sebastián y Antonia, todos ellos domiciliados de solteros en la Calle Cidros nº 7, en la Collación de San Andrés.

Cualquier entierro

Pudiéramos decir de forma coloquial que el Entierro es por así decirlo el objeto protagonista y principal de cualquier cementerio que pueda haber en una ciudad o en cualquier pueblo.

Mucho han cambiado las cosas desde aquellos tiempos, pues ya desaparecieron esos velatorios que se solían celebrar en las casas de vecinos, en donde en primer lugar el portón de la calle, se entornaba una hoja en señal de duelo. Luego dentro de la casa, se dejaba una habitación semivacía para que los distintos vecinos y familiares se pudiera acomodar en lo que se llamaba «velar al muerto». En este velatorio algunas mujeres antiguas, solían rezar algunas oraciones en favor del muerto. Pero en general, en el velatorio que solía durar toda la noche, allí se empezaba hablando del muerto y se terminaba por hablar de todo. En algunas casas se solicitaba una serie candelabros de la parroquia para montar el catafalco. El sonido del molinillo del café y el posterior olor a café, indicaba que estaba amaneciendo, y la gente que entraba y salía del «velatorio», aprovechaban cualquier oportunidad para ir a cambiarse alguna ropa, asearse o realizar otra necesidad. Ya durante el pleno día aparecían por el «velatorio» más personas y deudos que iban a dar el pésame a los familiares del difunto. Los primeros que se solían presentar eran los empleados de la funeraria a fin de colocar el cadáver en su ataúd y dejarlo todo dispuesto para el entierro.

Normalmente y a primeras horas de la tarde, el doblar de las campanas de la iglesia, y el consiguiente toque de las «Cruces», eran indicativas de que la hora del «entierro» había llegado. A la casa acudían los monaguillos, con la cruz y sus ciriales, seguidos de los sacristanes y los curas que formaban el cortejo del entierro. A renglón seguido se trasladaba el cadáver a la iglesia y se depositaba el cadáver delante del altar mayor.

Nada más sonar la tercera «Cruz» (dos toques seguidos, repetidos unas 20 veces),  aparecían en el altar mayor los monaguillos, los sacristanes y el cura. Tradicionalmente los entierros  por parte de la iglesia, se consideraban:

Entierro de «Limosna», en la que la familia del cadáver no tenía medios para pagar nada. Se le hacía una ceremonia, con los rezos y oraciones previstas en la liturgia de la iglesia, por lo general con dos sacristanes y el cura tocado de su capa negra para presidir el «entierro»,

Luego estaba el «entierro llano», que es el que se consideraba más normal de todos, en el  que intervenían un cura con su capa negra, y tres sacristanes, estos tocados de su sobrepelliz blanco. Los cantos y las oraciones eran las previstas, pero con una entonación de mayor solemnidad acompañados del toque del armonio.

Y finalmente estaban el «entierro de capas», y que podían ser de tres y cinco capas, de acuerdo al boato que pagara la funeraria. Hay que decir que por cada cura (o capa), siempre iban dos sacristanes. Pero los cánticos, la ceremonia y los rezos eran los comunes de todos los entierros, eso si, se hacían con una entonación que se le denominaba como «cantado», por curas y sacristanes. Luego estaba el llamado «entierro de cruces», en el que solían acudir la mayoría de las parroquias de Córdoba con sus cruces parroquiales, sus sacerdotes y sacristanes, por lo que se formaba una auténtica comitiva, y de antiguo existía la costumbre de que además del estipendio que le correspondiera a cada uno, se les entregaba al final del entierro una vela. También el pago de este importe era cosa de la funeraria. Un sacristán que siempre destacó por la sonoridad de su voz fue José Alcaide, sacristán de San Andrés. 

En los años 1955 a los monaguillos de las parroquias más populares lo que le pagaban por llevar un cirial era 0,25 céntimos y 0,50 por la cruz. Los sacristanes cobraban 3,50 pesetas y la parroquia cobraba 70 pesetas por derecho total de entierro.

Los «entierros», por aquellos tiempos (Hasta el Concilio Vaticano II), llegaban al cementerio y allí en la iglesia del cementerio se le echaba al difunto un responso final. Muchas veces a los monaguillos cansados de todo el trayecto les consolaba el contemplar la imagen de San Sebastián toda atravesada por flechas y sangrante. Esta imagen que llegó a la iglesia del cementerio de San Rafael en 1849, proveniente de la ermita de San Sebastián, desapareció de la capilla a consecuencia de un incendio que se produjo en la citada Iglesia del cementerio de San Rafael a mediados de los años de 1980.

Aquel cementerio (1950)

Sería al final de los años 1940 y siguientes de los años 1950, cuando yo tuve necesidad de visitar el cementerio de San Rafael, recuerdo que solía acompañar a un familiar próximo que había perdido a un hijo pequeño en aquella epidemia de meningitis que se dejó sentir por Córdoba en los años de 1950.

Aquella epidemia produjo en el barrio de San Lorenzo 45 muertes de pequeños, y que relacionada con el total de fallecidos en San Lorenzo (212) representaba aproximadamente un 19%. Fue totalmente canallesco que determinados personajes muy señalados de Córdoba se vieran involucrados en «falsificar» la penicilina que podía combatir a aquella enfermedad.

Ya en los datos de 1955 la situación sanitaria varía satisfactoriamente, y se puede decir que en el barrio de San Lorenzo, fallecieron 106 personas de las cuales sólo 10 eran menores. lo que demuestra entre otras cosas, que la penicilina ya llegó a muchas más familias. Otro dato significativo es que (siempre en el mismo barrio), bajó la natalidad de 385 nacimientos en 1950, a 284 en 1955. Lógicamente el miedo de los padres a tener hijos se hizo ostensible.

Y hablando del cementerio de San Rafael tenemos que decir que cuando íbamos para ver a cualquier familiar difunto, a la primera persona que siempre nos encontrábamos era a Ana Torres Expósito, aquella sencilla y dinámica mujer del «moño recogido» a la antigua, quizás eliminando los peinados que ahora se suelen inventar. Esta mujer estuvo en la puerta del cementerio de San Rafael vendiendo flores desde el año 1946 hasta mediados de los años 1980. por lo que estuvo más de cuatro décadas alrededor de sus flores. Y todos los días estaba allí a primera hora viniendo desde la calle del Aceite del simpático barrio de Santiago que era en donde vivía. Desde que ella murió cogió en relevo su hija, Josefa Moreno. 

Ana la de «Las Flores» como todo el mundo la conocía, era querida y respetada por todo el mundo y oyó, claro está, hablar bastante de Manuel Camuñas Ruiz, el conocido y simpático portero del cementerio de aquellos años, y ella era como una más de aquella plantilla de sepultureros que llegarían después, como «El Polo», «El Carioco», «El Maragato», Agustín el Oficial, «El Expósito», «El Nogueras» y el Manolillo entre otros. El administrador Antonio Cejas en palabras de ella era algo más serio.