Treinta años


Como si fuera un castillo de naipes, se fue desmoronando el régimen socialista que se implantó por las armas en los países de la órbita soviética

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Muro de Berlín. /Foto: LVC

En este fin de semana se conmemoran los 30 años de uno de los acontecimientos más importantes de nuestra generación y cuyas consecuencias, explícitas e implícitas, no sólo han llegado a nuestros días sino que nos condicionan a cada momento. El derribo del muro de Berlín fue una sorpresa que conmocionó a propios y extraños, que llegó de forma precipitada, torpe, retransmitida en directo, hermosamente popular, siendo conscientes de una importancia de la que se desconocían sus límites.

Para mi generación, el muro de Berlín era precisamente eso, un muro que dividía dos formas de entender la vida. Una barrera física que impedía ver lo que había detrás y que no sólo se circunscribía a la ciudad alemana, sino que se expandía por la Europa del este, por todos esos “países satélites” de la URSS a los que estaba vedado el viaje a cualquier español de la época. El muro era el Checkpoint Charlie de las novelas y de las películas, la decoración de fondo de la Puerta de Brandemburgo, y el país resumido en una RDA que lucía en las camisetas de unos atletas que lograban su alto nivel con unos entrenamientos más cercanos a la tortura que al deporte.

Además, había amigos militantes de la ultraizquierda que viajaban al otro lado, atendidos a cuerpo de rey, y que volvían encantados con la aplicación práctica de la experiencia marxista, aunque nada contaban del atraso, las colas, las cartillas de racionamiento, la miseria, la vulneración de los derechos humanos y el régimen de miedo, represión y muerte que vivían unas personas que no lo habían elegido libremente. 

En aquel momento, la primera impresión que sacamos quienes estábamos esa noche frente al televisor mientras el muro caía era decir “pobrecitos” a todos aquellos que unidireccionalmente cruzaban la ya desaparecida línea divisoria. Salían desesperados de la denominada República Democrática, qué paradoja, a la que nadie quería entrar. Por algo sería. Estos alemanes del otro lado vivían la emoción de reencontrarse con la libertad, con el placer de saborear una fruta hasta entonces inalcanzable, ver calles iluminadas, gente feliz, y, sobre todo, el placer de decir y hacer lo que se quiera sin que el cañón de una pistola se pose tras tu oreja. Del blanco y negro al color en sólo una noche.

Luego, como si fuera un castillo de naipes, se fue desmoronando el régimen socialista que se implantó por las armas en los países de la órbita soviética. En unos casos se hizo de forma pacifica; en otros, costó sangre. Ha tardado, pero no ha sido hasta el pasado 19 de septiembre en que el Parlamento Europeo ha condenado el marxismo, equiparándolo al nazismo.

En poco tiempo quedó desmantelado uno de los dos bloques que habían protagonizado la denominada Guerra Fría desde que terminó la II Guerra Mundial. El marxismo había fracasado de forma estrepitosa sin posibilidad de enmienda. La reacción de los adeptos y adictos a esta doctrina en los países realmente democrática fue de lo más variado: unos partidos comunistas desaparecieron, en otros sitios se pusieron de perfil como si este cambio en el orden mundial no fuera con ellos y, por último, también estaban quienes se pusieron a diseñar el futuro.

Este último grupo, sin abandonar la bandera roja y el puño en alto, le dio la vuelta al calcetín y creó un nuevo catecismo, que sustituyó al marxista, plagado de unos nuevos dogmas que en estos días hemos escuchado y leído a lo largo de la campaña electoral que hoy, por fin, termina con la cita de todos en las urnas.