Resignación


Francisco Ruiz Palma
Francisco Ruiz Palma.

Sí, afronto con resignación esta semana. Y no con resignación cristiana, tendente a la asunción de los designios divinos, más allá de las culpas mundanas, sino con una mala leche de todo punto incompatible con la serenidad que debiera marcar nuestro comportamiento y nuestra opinión.

Tal vez estas líneas me sirvan de desahogo, pero en modo alguno van a suponer un mirar hacia otro lado a fin de no sentir una vergüenza manifiesta por la situación de nuestro país y el quehacer de la lacra política de gobernantes que tenemos.

España, con una población que apenas llega al 0,7% de la mundial, aporta al ranking de fallecidos por la pandemia un 10% del total. Y de ellos, el 80% de personas mayores. Y aquí no pasa nada. Nada de nada.

Los políticos se enfrascan en una dialéctica tan miserable como vacía de respuestas, respecto a quien debiera arrastrar la culpa en el vergonzoso y macabro espectáculo de nuestras residencias de ancianos durante la pandemia.

Sin embargo, la Asociación mayoritaria de empresarios del sector ha salido a escena contando cómo, en plena crisis, nadie, absolutamente nadie, atendía sus peticiones ni daba respuesta a sus inquietudes, cada vez más desesperadas por cuanto la vida de nuestros ancianos corría un peligro manifiesto, más que notorio por lo acontecido.

Hemos abandonado a nuestros mayores. Han muerto como perros enjaulados faltos incluso del cariño de los suyos, y a fe que bajo la desesperación de quienes cuidaban de ellos, a los que difícilmente podrán olvidárseles los días de angustia contemplando una muerte tan cierta como anunciada.

Cada vez me siento más cerca de mis padres, y a veces, sobre todo en la fase de la adolescencia, más lejos de mis hijos. Supongo que eso es normal, que la vida te va preparando lentamente, y los abuelos y los padres comienzan a ser más cercanos de lo que lo fueron en su día. Conforme pasa la vida vas viendo que su carácter se va dulcificando, que su status de respeto pasa de inmediato a una necesidad de afecto y de cariño, como si la vejez los transformase en niños que necesitan de sus padres el abrazo y la protección, y a veces, alguna reprimenda que les haga sentirse aún vivos e inquietos.

Sin embargo los hemos dejado caer en soledad. Hemos permitido que el miedo nos poseyera, que las órdenes del César se convirtieran en excusa a nuestro cobarde comportamiento, alejándonos de sus últimas horas, de su última sonrisa o su última mirada, a modo todo ello de un antídoto efectivo contra la empatía, la sensación de culpa o la mala conciencia.

Y mucho me temo que esto no acabe aquí. La generación de nuestros mayores es la del advenimiento de la democracia, la de la Constitución y los pactos de la Moncloa, momentos históricos todos ellos sometidos a la revisión que impone esta nueva anormalidad de imbéciles, y a la que estorba claramente la existencia de sus protagonistas. Y aún más allá, esa generación constituye un ejemplo de concordia y de respeto, de señorío en suma, al que jamás llegarán ni ese espécimen de Narciso que tenemos por presidente, y menos aún el hippie pijo que se autoproclama revolucionario, que secunda al bello, hermoso y llamativo presidente, sin saber, como reza la mitología griega que, sabedor de que a todos enamoraba, del mismo modo los rechazaba.

Si realmente se avecina una segunda oleada para el otoño, no entiendo qué hacemos todos en la calle como si nada hubiese pasado ni nada esperásemos del futuro, ajenos a una reflexión más allá de la tan deseada cerveza en la terraza del bar, que parece que el bienestar de un país se juzga por el número de cafeterías que reabren sus puertas.

No se confundan, pues nadie más amigo de las cañas que quien les escribe. Pero es que, al margen del asueto, deberíamos estar todos, Administraciones, empresarios y ciudadanos, pensando abiertamente en afrontar un nuevo episodio de tragedia como el que ha acontecido.

Las residencias de mayores no pueden seguir siendo guarderías de partida de dominó donde aparcar a quienes tanto hicieron y dieron por nosotros. Han de dotarse de medios sanitarios básicos, incluido personal cualificado.

No se trata de transformarlas en centros hospitalarios, pero sí de proporcionales los equipos médicos acordes a las necesidades de sus residentes. Y sobre todo evitar que, como ha pasado, no hubiera manera de derivarlos a los hospitales.

¿Qué hacen falta más respiradores, más mascarillas, guantes o equipos de protección?

¿Acaso no es España uno de los países más ricos del mundo?

Y si hace falta se gasta menos en defensa, menos en trenes o carreteras, en las asociaciones de feminazis, o en las absurdas políticas de enchufismo de ineptos. Y si aún no llega, nos bajamos todos el sueldo. Pero no puede permitirse que el espectáculo de muerte que hemos vivido vuelva a suceder.

Nuestros mayores son más que una estadística del “Aló Presidente”. Yo no entro a valorar la mayor o menor empatía de los gobernantes, entre otras cosas porque es evidente que carecen de ella. Pero soy consciente de que un pueblo acaba pecando por los actos de sus gobernantes, pues bien por cobardía, bien por un malentendido sentido de la obediencia, asume sus decisiones creyendo que ni son propias ni les alcanzan sus consecuencias. Pero todo en la vida tiene su reacción, y habrá un momento en que reflexionemos sobre lo que fue o lo que pudo haber sido. Y llegado ese instante no quiero ni imaginar la desolación de quienes pudiendo haber actuado dejaron pasar la oportunidad de hacer de su país un lugar de encuentro, una sociedad responsable, y un pueblo cuya educación empezara en el respeto a sus mayores.

PDA: Protégenos bajo tus alas, San Rafael.