Tres miradas


Y aún así Él sigue esperándonos, con infinito amor, para rodearnos con sus brazos y colmarnos de besos como al hijo pródigo.

Avanzamos en este itinerario hacia el momento culmen donde celebraremos la Pasión-Muerte-Resurrección de Nuestro Señor, y hoy, asistimos a contemplar a Cristo en un momento de angustia cuando está a punto de terminar la Última Cena donde previamente había enseñado a sus discípulos, con el gesto de lavarle los pies, que el Rey que entró triunfante en Jerusalén es el siervo del que en estos días nos habla el profeta Isaías; su autoridad y poder se manifiestan en la condición de aquel que ha venido a servir y no a ser servido, un entregarse generosamente por amor.

Al final de esta cena festiva, Jesús se sincera con sus íntimos, y da la impresión de que ninguno de ellos acaba de comprender lo que quiere transmitir. La euforia y la alegría del momento les ciega hasta tal punto que son incapaces de comprender la profundidad del mismo. Como nos suele ocurrir a nosotros, los discípulos, parecen despertar de su ensimismamiento cuando Jesús anuncia la traición de uno de los suyos, es decir, se interesan cuando asoma lo morboso, como hoy, que solo interesa lo sórdido o lo malicioso. Lo mundano nos ciega al punto de perder el sentido de la trascendencia que “ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él”.

En esta jornada os invito a lanzar tres miradas: a Judas, a Pedro y a Juan. Si ayer destacábamos que Judas se centra en la materialidad y utilidad de las cosas; hoy, observamos las consecuencias del corazón que está lejos del amor de Dios por causa del pecado, un alma que se corrompe y pierde la hermosura y belleza primigenia, el sujeto se ve abocado a cualquier perversión, incluso la de entregar al amigo, a aquel que le había conferido todo con una pasión desbordante. ¡Ah, cuántas son nuestras traiciones! Y aún así Él sigue esperándonos, con infinito amor, para rodearnos con sus brazos y colmarnos de besos como al hijo pródigo.

Una mirada a Pedro, el valiente y bravucón. El rudo pescador, espontáneo, instintivo e irreflexivo que en el fragor exultante del momento manifiesta con entusiasmo que está dispuesto a dar la vida por el amigo. ¡Qué fácil es ser valiente cuando todo va bien! Tardaría poco tiempo en verse en qué quedaría ese despecho con el que se autoproponía como paladín del Señor. ¿Cuántas veces cuando la vida nos va de colores decimos al Señor aquí estamos, pero cuando llega la hora del dolor, sufrimiento o la persecución nos achantamos o huimos o nos ponemos de perfil?

La mirada a Juan, el discípulo amado. Contemplad cómo reclina su cabeza sobre el pecho de Jesús y sentid el latir de su corazón. ¡Qué hermoso es el amor en verdad! Éste se descubre y se vive cuando alcanzamos a tener los mismos sentimientos de Cristo. En ese lenguaje de la intimidad se halla el conocimiento de la verdad. Somos invitados a adquirir la confianza absoluta y abandonarnos por entero a su providencia para así alcanzar la sabiduría divina que nos permitirá vivir y sentir como Cristo mismo y de esta manera poder conocer los misterios de su corazón y actuar conforme a lo que Él nos pide en esta hora.

 

En la jornada del Martes Santo, en Córdoba, tendremos la oportunidad de dirigir nuestra mirada a la basílica de María Auxiliadora y contemplar a Cristo apresado como un vulgar ladrón y presentado al pueblo en el Císter antes de iniciar el camino al Calvario con una zancada valiente dejando su faz trinitaria en el velo de la Verónica; decidle a las buenas mujeres, que en San Andrés se apiadan de Jesús del Buen Suceso, que será expuesto como varón de dolores, ante el cuál se vuelve el rostro, bajo las alas del protector de la ciudad, medicina de Dios; y en la soledad, a extramuros de la ciudad, en el monte del Mirabueno agonizad derramando amor compasivo y misericordioso. Y cuando la noche haya aprehendido el sol, contemplad al lucero inmaculado, María Santísima de la Trinidad, lirio blanco de eterna pureza que padece y sufre en silencio el desamparo del fruto de sus divinas entrañas.