Lejos de la música, el colorido y luminarias que exornan nuestras calles, plazas y hogares, he podido contemplar y vivir en primera persona, anticipadamente, un canto melodioso, una sinfonía angelical, celebrando el gran misterio de la vida, del nacimiento.
Ayer pude acompañar a una ancianita que caminaba con paz al encuentro con el Señor de la vida, y preparar a otra abuelita para afrontar el nacimiento definitivo a una vida en plenitud, la que nos trae esta noche el Mesías esperado.
Igualmente, entre un momento y otro bautizaba a una pequeña que nacía a la vida en Dios; una pequeña, fruto del amor de una madre que en ningún momento dudó en luchar por la vida de su bebé a pesar de sufrir el abandono, el deprecio y superar los estímulos y contrariedad de aquellos otros que le animaban a desprenderse prematuramente del fruto de sus entrañas. Esta bendita madre dijo Sí como la Virgen María; ella ha experimentado el camino hacia Belén en soledad y, ayer de mañana, juntos, celebrábamos su valentía, fuerza y confianza en la Divina Providencia, ayer entonábamos gozosamente el canto del Magníficat.
Estos tres momentos son tiempos de acción de gracias y son una expresión preciosa y extraordinaria de la Nochebuena. Siempre es tiempo para nacer de nuevo. Y para esto nos hemos ido preparando durante el Adviento: vigilar con esperanza y alegría dejándonos transformar interiormente por Aquel que viene a darnos vida.
Hemos realizado un largo camino acompañando a María y a José que han ido disponiendo nuestro interior y que nos han movido a preparar prestos el portal donde va a nacer el Hijo de Dios. Un pesebre con las pajas de la fe y la esperanza, humildad, misericordia y perdón que hemos aprendido de José; y unos pañales de eterna pureza nacidos del corazón de María que lo van a envolver en ternura, dulzura, sencillez y una inmensa caridad.
Es una noche para el regocijo y la alegría. Una noche para la contemplación, asombro y recogimiento. Una noche para postrarse con humildad y adorar al Enmanuel como los humildes pastores. Una noche para brincar y bailar exultantes al son del cantar de la cohorte de ángeles y arcángeles, serafines y querubines que proclaman: ¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace!
Amigos, que las luminarias no cieguen nuestras almas, que las opulentas cenas no emboten nuestro entendimiento, que la alegría del encuentro tan deseado no prive a nuestro corazón de mirar hacia aquellos que esta noche están en la cama de un hospital o postrados en una residencia o solos en sus hogares, aquellos que han de trabajar y cuidar de todos nosotros, de los que no tienen casa ni familia, de los que deambulan en el olvido huyendo de la muerte y la violencia, de los que mueren a causa de la injusticia de unos pocos y de todos aquellos que hoy no podremos abrazar ni besar porque ya marcharon a la casa del Padre.
Queridos todos, os animo a hacer un alto esta noche durante el encuentro familiar y celebrar la Santa Misa en la que conmemoraremos la venida de Jesucristo a nuestras vidas, o al menos, reuniros todos ante el portal de Belén que hayáis edificado en vuestros hogares, leed el texto del evangelio de Lucas 2, 1-20, colocad en el pesebre al Niño Dios, un silencio contemplativo y de adoración como los pastores, y cantad juntos un villancico en unión a la melodía de los ángeles que viaja por todo el firmamento.
Feliz Navidad a todos y, en especial, a los más necesitados de saberse queridos y amados con inmensa ternura y dulzura.