Perdonar para ser feliz


Leo, con la gratitud que se lee lo que agrada a nuestra mente, que el amor esponsal exige el “despertar” del sueño del enamoramiento. Es decir que éste se trata de un momento inicial, ciertamente con un potencial afectivo impresionante, pero que todavía debe ser fortalecido mediante un empeño personal. En ese sentido ha de entenderse el término “despertar”. Si el primer y gozoso momento afectivo puede presentarse como un sueño, es necesario ser despertado, y una vez puesto en la realidad, empeñarse en que ocurra. Y la profecía es tan fácil como cierta: Quienes vivan su enamoramiento en actitud de dulce sueño, sin preocuparse por atender una realidad nueva y distinta que es el amor, verá, más pronto que tarde, que “la química” se desvanece. El amor conyugal, el “hacerse una sola carne, es mucho más que una convivencia de dos que comparten “buena química”. El amor no es descuidado ni holgazán sino que nace y permanece siempre nuevo, si dos enamorados, se empeñan. Lo otro sí que es soñar…

Nuestro querido Papa Francisco, que como sus antecesores no deja de insistir sobre el carácter voluntarioso y de empeño del amor, nos ha recordado en varias ocasiones lo que para el son tres palabras que todo cónyuge debe saber conjugar para alcanzar una convivencia venturosa y feliz. A saber: “gracias, por favor y perdón”.

Hay que reconocer que la gratitud, el dar las gracias no es de lo que más nos cueste. Sin embargo con demasiada facilidad vamos reservando esta bendita palabra para cualquier favor que recibimos más allá de nuestro hogar y “ad intra” vamos desarrollando un lenguaje que poco a poco va omitiéndolo dándolo por sabido.

El mismo Cicerón decía que “no hay deber más necesario que el de dar las gracias”. No sé si es lo más necesario, pero todo parece indicar que es esencial en toda convivencia sana y feliz. Si a eso le sumamos que ciertamente no requiere un gran esfuerzo, no hay excusa para llenar nuestra cotidianidad de mutua gratitud.

Otra cuestión es el reconocer a tu cónyuge que has cometido un fallo o sobre todo perdonar. Que trabajito nos cuesta pedir perdón o perdonar. Y una vez más los cristianos debemos hacérnoslo mirar pues lo de “setenta veces siete” no es para iluminados o para opciones radicales de seguimiento sino para todo aquel que quiera seguirle. Es precisamente esta propuesta evangélica la que me hace pensar que el perdón nos cuesta por desconocimiento: Si la felicidad está vinculada a la capacidad de perdonar, si debemos de perdonar “siempre”, no puede ser en verdad algo tan costoso, que acabamos en muchas ocasiones por despreciarlo, abrazando con enorme facilidad el reproche, cuando no la venganza.

Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. Como dice la cultura árabe :“el único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares”. Pero es ahí donde debemos profundizar para, ponderando el perdón, convertirlo en una actitud menos gravosa, más natural y por ende más cotidiana.

Hay que reconocer que nuestra pequeñez nos lleva en ocasiones a sentirnos tremendamente ofendidos, no por personas de nuestro ámbito familiar, donde ya hemos dicho que es lógico el sufrimiento, sino por alguien que ni de lejos pertenece a ese círculo íntimo. En estos casos bastaría recordar la frase:¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? Es cierto, nos molestamos por ofensas que proceden de personas que están muy lejos de nosotros, como el perro de la luna, pero no dejamos de disfrutar del gozo momentáneo de la defensa personal, de la reacción primaria.

Pero no es esa la circunstancia que hoy quiero tratar sino la del el perdón ante la ofensa de un ser amado. Hemos reconocido que si el agravio tiene lugar en el ámbito familiar, el sufrimiento tiene más razón de ser pues se trata de un hábitat donde debemos encontrar ayuda más que ofensa. Pero no es tan descabellado pensar que, ese también puede ser, y por la misma razón, un lugar privilegiado para el perdón. Es decir el perdón debe ser más fácil si se ama. Este puede ser nuestro punto de partida, porque es el amor quien va a permitir descubrir uno de los que considero secretos del perdón.

El secreto consiste en no confundir al agresor con la obra con la que me agrede, el no identificar al agresor con su obra. Es decir, toda persona está por encima de sus peores obras, lo que me invita a pensar que mi cónyuge o mis hijos o mis hermanos, mis cuñados…son mucho mejores de lo que informa cualquier agravio sufrido por su parte. Cuentan que un preso judío en Auschwitz le dijo a un guarda de la Gestapo: “ a pesar de sus obras les seguiré llamando hombres”. Situación extrema que nos habla del principio ya expuesto y que cito de nuevo por entenderlo esencial a la hora de aprender a perdonar: “Toda persona está por encima de sus peores obras”. Esto permite afirmar que cuando perdonamos estamos diciendo: “Se quién eres”, tú no eres así, tú eres mucho mejor”. Al perdonar estamos simplemente reconociendo que el hombre es vulnerable, por eso comete errores, pero tan vulnerable como con capacidad de cambio, con posibilidad de transformación. La bondad del perdón por tanto está directamente relacionada con lo que en pedagogía se entiende por el Efecto Pigmalión: Si quieres que el otro sea bueno trátalo como si ya lo fuese. Ese será el mejor método para hacerlo mejor de lo que es.

El perdón por tanto nos hace mejores a nosotros y hace mejores a los que con nosotros viven. No es por tanto muestra de debilidad, sino por el contrario, de tremenda fuerza interior y de gran inteligencia, al poner en valor una herramienta que mejora las personas que con nosotros viven, convirtiéndose en inagotable fuente de felicidad para la familia. Hagamos vida el consejo del Papa, y convirtamos nuestras familias en lugar privilegiado para un sabio proverbio:»¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona.»