María, nuestra Madre Inmaculada


Ella es la "llena de gracia", como la llama en la anunciación el ángel Gabriel. Y es que la Virgen no genera la gracia, no brilla por luz propia.

Hoy, 8 de diciembre, celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María. Resulta, cuando menos, curioso  que la Iglesia tardara más de dieciocho siglos en definir el dogma concepcionista.

Ya en el concilio de Éfeso se habla de María como Madre de Dios, y en el de Letrán se proclama su virginidad perpetua. Algunos teólogos escolásticos, encabezados por los dominicos, se mostraron, en principio, reticentes a la admisión de la verdad concepcionista, históricamente defendida por los franciscanos. Con el paso de los siglos, se dará la paradoja de que fue Santo Domingo de Guzmán el claro exponente de la difusión y rezo del santo rosario, hermosísimo engarce de piropos encendidos a la Madre de Dios y Madre nuestra. Pero, en realidad, fue el pueblo llano y sencillo, el pueblo en su más variado espectro social el que, con su acendrada devoción a la Santísima Virgen, defendió y empujó para que se hiciera gozosa realidad tal dogma.

 Ni que decir tiene que España ha sido -y sigue siendo aún, y de manera muy especial, Andalucía- la tierra mariana por excelencia. Ahí están la infinidad de fiestas que se celebran a lo largo del año en honor, veneración y exaltación de la Santísima Virgen, la entronización como Reina de todo lo creado por Dios que se hace en sus pasos en nuestra Semana Santa, el rezo próximo y continuo que se le dispensa desde el altar filial de nuestro corazón desbordado de amor a Ella.

Haciendo historia, como simple recordatorio anecdótico, y sin necesidad de remontarnos a tiempos más pretéritos, conviene recordar que parece ser que fue en Córdoba  donde,  a comienzos del siglo XVII, tuvo principio la afanosa defensa del misterio de la purísima concepción de la Virgen. Concretamente, el sevillano -y canónico magistral que fue de nuestra catedral cordobesa-, Álvaro Pizaño de Palacios,  ya había publicado  en 1615 y 1616 unos sermones dedicados al arzobispo don Pedro de Castro en los que defendía ardorosamente la Inmaculada Concepción de María, cosa que ya ponía de manifiesto el 8 de diciembre de cada año en la Santa Iglesia Catedral, hasta que otro «predicador», como afirma Carlos Ros, intentó enmendarle la plana en otra predicación contraria al que posteriormente sería dogma, al referirse a la «santificación de la Virgen después de la concepción, y por ello, concebida con culpa». Sería el 28 de noviembre de 1614 cuando, en una predicación en la iglesia cordobesa del convento de San Francisco, anunciara Pizaño que iba a predicar en el convento de las monjas de La Concepción defendiendo la concepción inmaculada de María. Ese mismo día, 8 de diciembre, sería el dominico fray Cristóbal de Torres quien predicaría en la Catedral.  A tal extremo y subida de tono llegó la diatriba de tales predicaciones que el cabildo  elevó una queja al entonces obispo dominico Diego de Mardones por la predicación, que consideraron insultante, de fray Cristóbal de Torres, queja que, por otro lado, también fue elevada por los dominicos por el trato recibido de Pizaño, quitándose de encima el prelado la enconada polémica pasando la papeleta al provincial fray José Gutiérrez, ganando, al final, la partida Pizaño, quien salió indemne y airoso ante el Santo Oficio. Trasladado a Sevilla, Pizaño acrecentó el fervor inmaculista que ya existía por aquellos lares. Allí sería Miguel Cid quien escribiría aquel famoso estribillo, producto de unas coplas que le pidió un amigo que ponía todos los años un nacimiento en su casa:

 «Todo el mundo en general

a voces, Reina escogida,

diga que sois concebida

sin pecado original».

 

Sería Bernardo de Toro quien pondría música a esa letra.

Luego, a los pocos días, sería el padre Molina, del convento sevillano de Regina, quien se opondría  a tal verdad. Y ahí se armó la de Troya , estallando el encono inmaculista, y el surgimiento contundente  y popularmente recitado de la redondilla pro concepcionista:

 «Aunque se empeñe Molina

y los frailes de Reina

con su Padre Provincial,

 María fue concebida

sin pecado original».

 

O la célebre quintilla:

«Con pecado y sin pecado

una afirma y otro niega:

Yo pongo el «sin» a mi lado,

y ponga la gente ciega

aquel  «con» desatinado:

Que aunque más ladre el mastín

a la Pura Concepción

diciendo «con», «con», sin fin,

¿qué importa que diga «con»,

 si fue concebida !»sin»?.

 

 En definitiva, viva polémica, que ya siglos antes en la Universidad de París fundamentó teológicamente, de manera magistral, el franciscano Dum Scoto en  favor del dogma concepcionista: «Potuit, decuit, ergo fecit» «(Dios) pudo, convino, luego lo hizo». Esto es, «podía hacer a su Madre Inmaculada, convenía lo hiciera por su misma honra, luego lo hizo».

Sería, por fin, el Papa Pío IX quien en la Ineffabilis Deus, de fecha 8 de diciembre de 1854,  quien proclamó el dogma concepcionista: «…con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra: declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por dios, y de consiguiente, que debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima virgen maría fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano…».

¿Pero qué viene a decirnos a los cristianos la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen?

Si «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14), como dice el evangelista san Juan, ello fue posible gracias al «fiat», al «sí» de María. Esa misma Palabra, esto es, Cristo, que estaba con Dios antes de todos los tiempos, se hizo terrenalmente hermano nuestro gracias al gozoso misterio en virtud del cual el Espíritu Santo con su don, en íntima y consustancial unión con el amor del Padre y por la misión redentora del Hijo, puso su presencia activa en una criatura, la más digna, la más inocente, la más pura, la más santa, la más tierna, la más perfecta, la más hermosa, la más llena de gracia, en definitiva, la criatura más querida por nuestro Padre Dios: María.

Ella se convirtió en la «nueva Eva» que aparece en el horizonte de la salvación, designada desde la eternidad por el mismo Dios, asumiendo desde la Anunciación y con su «fiat» -«hágase»-, su condición de Madre tierna y buena de Jesús y, a la vez, de todos nosotros; maternidad que se acentúa más al pie de la cruz, siendo así la «Estrella de la Mañana» que precede a la salida del «Sol de Justicia», que es Cristo, el que «ilumina a todo hombre que viene  este mundo» (Jn 1, 9).

Cristo entra en la historia por María, gracias al designio amoroso de Dios Padre, con la fuerza del Espíritu. Por eso María está en el corazón mismo del misterio cristiano, pues como afirmó rotundamente Pablo VI: «si queremos ser cristianos, tenemos que ser marianos, es decir, hay que reconocer la relación esencial, vital y providencial que une a la Virgen con Jesús, y que nos abre el camino que nos lleva a él».

Ella es la “nueva Eva”, porque si por una mujer vino la muerte al mundo, por otra mujer, bienaventurada criatura de Dios entre todas las existentes en el Universo, llena de fe en los designios salvíficos de Dios –que es, tal vez, lo que nos falta a muchos de nosotros, confiar en su infinita misericordia y bondad- nos vino la Vida, porque Cristo, no lo olvidemos, es el “Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6); ese Camino que, en no pocas ocasiones, no seguimos; esa Verdad, que tantas y tantas veces pisoteamos y profanamos, y esa Vida, que estamos dispuestos a cercenar y cortar de raíz desde su concepción y hasta la hora de la misma muerte. ¡Cómo si el derecho a la vida dependiese de tal o cual ideología política cuando, sencillamente, la vida es la máxima expresión del amor que Dios nos tiene y que debemos proyectar, a su vez, en nuestro prójimo!

Y es que la Encarnación virginal y su Purísima Concepción nos enseña también que debemos respetar la vida como un don maravilloso de Dios; que debemos condenar, por criminales, aquellas conductas que suponen un claro desprecio a la vida, como las situaciones escandalosas de guerra y de hambre en el mundo, el aborto, la eutanasia, la tortura, el terrorismo, la violencia, la humillación, la persecución religiosa; en definitiva, actos de agresión y que atentan contra la dignidad de tantos y tantos seres humanos, hermanos nuestros, hijos del mismo Padre Dios, y de la misma Madre, María. Ella nos enseña que hay que amar la Vida, porque Cristo es, no sólo la fuente de ella, sino la Vida misma: “El que quiera ganar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la encontrará”, dijo Jesús (Mt 16, 25; Mc 8, 35). Por eso, en la Salve invocamos a María, llamándola “Vida, Dulzura y Esperanza Nuestra”.  

María se convierte con su “hágase” en Madre del Verbo encarnado, en Hija predilecta del Padre, en Sagrario del Espíritu Santo, elevándose en dignidad sobre el resto de las criaturas, situándose, además, en el centro mismo de la enemistad entre la antigua mujer –Eva, que representa a todo el género humano caído en la desgracia del pecado- y la serpiente –el demonio-. Pero será María, la “nueva Eva”, la “nueva mujer”, la “mujer vestida de Sol” que relata el Apocalipsis de San Juan (Ap 12, 1) la que “aplastará la cabeza de la serpiente”, porque el linaje de María, nuestra Madre, nacida sin mancha, no es otro que el mismo Hijo de Dios hecho carne en su seno inmaculadísimo.

Así lo reconoce y testimonia la misma santa Isabel al decir: “¿de donde que la Madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1, 43), “feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor” (Lc 1, 45). Y es que María se confió plenamente, depósito toda su libertad, toda su voluntad, todo su entendimiento, todo su corazón (en suma, todo su inmenso amor), en hacer lo que Dios quería. Como afirma la epístola a los Romanos: “cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe” (Rom.16,  26). Eso hizo libremente María.

Con Ella se inicia el tránsito a la Nueva Alianza de Dios con los hombres para cumplir los desconocidos y misteriosos designios que Él tiene respecto de nosotros (por eso a María se le llama bellamente “Arca de la Nueva Alianza”), porque fue siempre fiel a Dios y dócil a su Espíritu, abandonándose ciegamente a la fe que profesaba, incluso cuando no comprendía el alcance de algunas actos de su Hijo –recordemos la pérdida de Jesús en el templo y luego encontrado entre los doctores de la Ley  (Lc 2, 50)- convirtiéndose en la Esposa fiel y en Madre de toda la Iglesia y ejemplo de la virginidad consagrada al Padre Eterno. Ella nos remite a Cristo desde el “Magnificat”, y también al pie de la Cruz nos envía otra vez a Él. Su imagen nos remite igualmente a la propia Iglesia a la que pertenecemos, porque la propia imagen de María debe ser reflejo de la Iglesia misma de Cristo.

Ella es la sierva del “Magnificat” , convirtiéndose  en auténtica “Trovadora de Dios”, dando prueba de su inquebrantable fe, abandonándose existencialmente a los proyectos mesiánicos de Dios, superando la conducta de todos aquellos que mostramos una fe tibia o temerosa, que nos mostramos incrédulos ante los milagros cotidianos de Dios, manifestados en las pequeñas cosas que rodean nuestra existencia.

Ella es la que canta a “los pobres de Yahvé” que creen incondicionalmente en Dios, nuestro Padre, porque Él “enaltece a los humildes” y “derriba del trono a los poderosos” (Lc 1, 52), y a ellos ha confiado las verdades divinas. Y es que la opción de María por los pobres es patente, como fue también la de su Hijo: en la misma Encarnación, Jesús asume la condición de siervo, naciendo pobre, viviendo pobre, y muriendo pobremente en una cruz. También María, al proclamar que el Poderoso “a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” (Lc 1, 52-53) parece dar a entender que el hambre auténtica de espíritu sólo encuentra su saciedad en Dios. Pero al mismo tiempo María vaticina humanamente que la solución al problema del hambre en el mundo no tiene soluciones estrictamente económicas o de pura teoría del mercado, sino que exige una fundamentación sólida en principios éticos con la ayuda y el esfuerzo de todos.

Ella es la «llena de gracia», como la llama en la anunciación el ángel Gabriel. Y es que la Virgen no genera la gracia, no brilla por luz propia: es como la luna que brilla por la luz del sol. Pero ella es la imagen, el rostro que más se parece a Cristo, porque ella, que no conoció pecado ni nació con mancha original, tiene siempre un corazón dócil y dispuesto a cumplir, en todo momento de su vida, la voluntad divina. María es la “Toda Santa”, porque en Ella alcanza su cenit la plenitud de la gracia y, al mismo tiempo, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original en el primer instante de su concepción. Ahí radica esencialmente el dogma de la Inmaculada, en ese privilegio singularísimo que Dios concedió a María y que se manifestó en su virginidad  “antes del parto, en el parto y después del parto”, en suma, durante toda su vida; virginidad de la que fue fiel reflejo su espíritu, unido siempre y totalmente a Dios. Ella es la “Toda Santa” (“Tota Pulcra”, según la Tradición Oriental).

María es la “Llena de Gracia”, que es tanto como decir la predilecta de Dios, la que Dios más ama, porque está llena de su amor, formada sólo en su amor. Ella es el “Arca de Noé”, la “Escala de Jacob”, la “Torre de David”, la “Torre Inexpugnable al enemigo”. Ella se convierte en el “Camino de la Belleza” que más tarde proclamara san Agustín al hablar de Dios (“tarde te conocí, Belleza tan antigua y tan nueva”); camino que significa, simple y llanamente, el triunfo de la Verdad sobre la mentira, del Amor sobre el odio, del Bien sobre el mal.

Ella es el “Modelo de Arcana Santidad”, como declara la constitución “Lumen Gentiun” del Concilio Vaticano II porque, como afirma san Juan Pablo II,  es la “Portavoz de la voluntad del Hijo”, erigiéndose en el “Trono Excelso de Dios”, en “Arca de Santificación” –su corazón fue un “arca” donde María meditaba las cosas que sucedían y habrían de suceder a su Hijo (Lc 1, 38-45), interiorizando desde su silencio la Palabra-. Por eso María es también Madre de la Iglesia y modelo en su peregrinar por este mundo. Ella es el “Árbol Inmarchitable”, la “Fuente siempre Limpia” donde el Espíritu Santo colmó sus bendiciones al cubrirla con su sombra, porque María es el “Augusto Tabernáculo del Verbo Divino”, como declara Pío XII en su carta encíclica “Ad Caeli Reginam”, y su maternidad virginal se deriva de la dignidad de ser Madre de Dios, de la que fluyen, en caudaloso río que no se agota en virtudes, todos los demás augustos privilegios por especial designio que el misterioso plan de la Divina Providencia puso en el camino de la salvación.

Pero la maternidad virginal de María se pone también de manifiesto en que permanece unida a Cristo cuando Jesús se marchó de Nazaret  y comenzó su vida pública, porque Cristo vino a este mundo, como dijo cuando lo encontraron en el templo, para cumplir completa y exclusivamente las cosas de su Padre (ver Lc  2, 49). María muestra su amor a Cristo, su Hijo, sabiendo que Él vino para proclamar la Buena Nueva, el mensaje de Salvación, el Reino de Dios, y por eso no lo retiene, sino que lo sigue calladamente, algunas veces desde la intimidad de su hogar, otras veces donde Él va, pero siempre desde la proximidad y cercanía de su corazón inmaculado, desde su inquebrantable adhesión al plan de salvación de Dios. Esa es la verdadera esencia de la maternidad bien entendida, conocedora de la generosidad sin límites, sin más deseos que amar y ver la felicidad del Hijo a quien se ama. Y María era feliz porque sabía que para eso había engendrado y dado a luz virginalmente a quien era el Hijo de Dios, que había venido a este mundo para cumplir la Voluntad de su Padre y,  con su muerte infamante en la Cruz, redimirnos a todos.

María es la que está al pie de la Cruz, cuando el mismo Jesús proclama que su Madre también es nuestra Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26). Y después, viendo al discípulo amado –en el que está representado toda la humanidad-, añade “Hijo, ahí tienes a tu Madre” (Jn 19, 27). Y “desde aquella hora el discípulo la recibió entre las cosas propias”, como dice el original griego. Es decir, que al igual que hizo San Juan, debemos dar cabida a la Virgen en nuestros corazones, que deben ser puros como el de Ella, y reconocer así que María, después de Cristo, cuyo camino de seguimiento proclama con su ejemplo, es el supremo bien que el propio Jesús nos ha dejado.

Por eso María es también la “Virgen Oferente”. El pasaje de la presentación de Jesús en el templo, en que Simeón le vaticina que una espada le atravesará su alma (Lc 2, 35), pone ya de manifiesto tal condición de la Santísima Virgen, pues ella comprende plenamente que dicha profecía es un anticipo de lo que sería su sufrimiento como Madre al pie del calvario.

Ella nos enseña a escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Es un ejemplo de escucha – no de simple «oír»- y meditación del mensaje evangélico. Cuando al Señor le dijeron: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!”, contestó rotundamente: “Mejor: ¡dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen!” (Lc 11, 27-28). Y por eso los evangelios nos dicen que María no solo escuchaba, sino que meditaba: “meditaba todas esas cosas en su corazón” (Lc 2, 19-51).

Pero si María es Virgen Orante, Oferente y Solícita a la Palabra de Dios, no deja de ser, ante todo y sobre todo, para nosotros, Madre de Dios y Madre Nuestra. De Dios, porque por obra del Espíritu Santo, Cristo -la Segunda Persona de la Santísima Trinidad- se encarnó en su purísimo cuerpo, como pura y angelical era su alma en el seguimiento de la Palabra de Dios. Madre nuestra, porque bajo su celestial y amoroso manto caben todos sus hijos, creyentes o no, justos e injustos, buenos y malos, y, como Madre solícita, siempre está dispuesta a escucharnos en nuestras peticiones como intercesora ante el Señor, como “Omnipotencia Suplicante”, porque en su persona concurren la fe, la esperanza y la caridad en grado sumo como perfecta discípula de Cristo.

Por todo ello, y mucho más, debemos ver en la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María (que al pie del Calvario y a la espera de la gloriosa resurrección del Señor, se erigirá en la «Bellísima Tórtola que gime”), el destino glorioso que nos espera, al igual que a ella, si nos mantenemos íntegros y operativos en nuestra fe. Ella es nuestro consuelo y nuestra alegría, la Emperatriz de nuestras ilusiones y esperanzas, ese alivio tierno, dulce y eficaz ante nuestras necesidades, inquietudes y problemas de cada día. Ella es la que nos enseña y nos guía a Cristo <<Haced lo que Él os diga>>. (Jn 2, 5).

Por todo ello y por mucho más, debemos sentirnos felices y dichosos de tener como Madre a la Santísima Virgen María.

 

Juan José Jurado Jurado