Hagamos de nuestro corazón un pesebre para Dios


Seamos, para todos, el ángel anunciador de esa buena nueva que es la Palabra de Dios encarnada en un Niño que nació humildemente

Belén Fundación Cajasol./Foto: Jesús Caparrós dios pesebre
Belén Fundación Cajasol./Foto: Jesús Caparrós
Belén Fundación Cajasol./Foto: Jesús Caparrós dios
Belén Fundación Cajasol./Foto: Jesús Caparrós

Es Navidad. Sentimientos encontrados de melancólica tristeza y alegría contenida comienzan a desbordar mi corazón. Es Navidad, y en cita puntual y nostálgica, propia del inflexible paso de los años, comienzan a salir del desván de mi escurridiza memoria, sin que procure evitarlo, recuerdos de mi niñez, de esos primeros balbuceos cristianos en torno a un nacimiento, cuando mi hermana y yo poníamos como amorosa ofrenda, a los pies de Jesús recién nacido, recostado en un sencillo pesebre, nuestros mejores deseos de ser más buenos y mejores. 

Con el paso de los años, con la emoción a flor de piel difícilmente contenida, nos damos cuenta que ante ese bendito Niño todo glorioso desechado puede encontrar siempre amparo, consuelo y protección. Sí: Él, aparentemente indefenso, débil y desvalido, extiende sus pequeñas manos para bendecirnos y abrazarnos, nos atiende, nos conforta, nos anima, como luego lo hará clavado en una cruz y escarnecido. Sí: es Él quien nos da fuerzas en la debilidad, alegría en el sufrimiento, consuelo ante la desdicha, esperanza cuando parece que ya no queda resquicio de ilusión, compañía en la soledad, amor frente al rencor y el resentimiento, perdón frente a la ofensa malintencionada…

Sí. Es Él quien me ha hecho comprender qué es lo verdaderamente importante en esta vida: amar, perdonar y hacer el bien, cosa que -se presupone- sé, pero que no siempre, y por desgracia, hago. Y es que, ante el inexorable paso de los años que discurren a velocidad de vértigo, en medio de este vivir desbordado y agobiante -lleno de abrojos y espinas y también, por qué no decirlo, no exento también de rosas-, cuando ya son más frecuentes los achaques que merman nuestro cuerpo y dejan profunda huella en nuestra alma las cicatrices del sufrimiento y del dolor, cuando ya la emoción no puede ser reprimida ni contenida y las lágrimas sinceras empiezan, por estas fechas, a brotar de nuestros ojos, miro el pesebre y veo en él condensada la enseñanza ilusionada de mis padres mientras toda la familia preparaba el nacimiento, no ya como una simple tradición más,  sino como un auténtico acontecimiento que encubría un verdadero acto de amor a ese Niño que nació humildemente , y que luego moriría redentoramente en una Cruz para que pudiéramos alcanzar, como Él, la inmensa gloria de nuestra resurrección. 

Sí. Con el paso de los años me doy cuenta que ante el pesebre debemos dar gracias a Dios, sin que ello se vea minorado o mermado por las adversas circunstancias que vivimos debido a la tiranía de esta pandemia que aún nos azota y zarandea. Debemos cantarle un continuo y permanente villancico nacido de nuestro compromiso de ser mejores personas,  un villancico de ofrecimiento fiel de nuestras vidas en actos de amor, de esperanza y de ayuda a nuestros seres queridos, a todo nuestro prójimo, porque es precisamente a través de la pobreza de un pesebre como Dios nos ha manifestado, paradójicamente, su infinito poder y su divino acercamiento,  su proverbial misericordia, su eterna bondad, su inagotable amor. Es ese mismo Niño el Dios al que la Santísima Virgen envolvió en pañales y reclinó en un sencillo y humilde pesebre «porque no había sitio para ellos en la posada». Es ese mismo Niño (luego aborrecido y ultrajado por los hombres, víctima inocente sacrificada injustamente en holocausto de amor, abandonado prácticamente por todos) el que busca recostarse en el pesebre de la posada de nuestro corazón; ese nuestro corazón que se siente dolorido por tantas lágrimas vertidas fruto de desengaños y desencuentros, angustias y miedos, enfermedades incomprensibles y  ausencias de seres queridos… lágrimas del alma que parecen no encontrar consuelo en la adversidad. Pero ahí está Él, en ese pesebre de Belén, más inmensamente Dios cuanto más pequeño, más infinitamente sublime cuanto más tierno, más soberano cuanto más desvalido, más cercano cuanto más semejante a nosotros.

No le demos, pues, la espalda a Jesús. Es nuestro amigo fiel que nunca nos defrauda. Y lo es desde que nacimos, desde que teníamos uso de razón, desde las primeras oraciones que rezábamos con nuestra madre mientras nos secaba después de bañarnos o cuando nos acostábamos o, como ocurría por estas fechas, cuando niños, con ilusión desbordada, esperábamos ansiosamente la llegada puntual de la Navidad para poner el nacimiento y reclinarlo en el pesebre ante la atenta y tierna mirada de nuestros padres…No le demos la espalda porque creamos que permanece débil o indiferente ante nuestros problemas, porque pensemos que no nos atiende ni escucha, pues -estoy convencido de ello- con Él todo el dolor del mundo se supera, todas las muertes de nuestros seres queridos se glorían, todos nuestros dolores son sanados, todos nuestros nobles esfuerzos -aunque parezca lo contrario- son recompensados, todas nuestras tristezas y angustias, superadas. Basta para ello tener un corazón abierto a su presencia amorosa, dejarle un sitio -el más importante-, en nuestro corazón, que lo ansía afanosamente. Él solo busca el pesebre tierno y reconfortante, sincero y generoso, de nuestro noble corazón. Dejémoslo entrar, porque únicamente es Él quien nos puede ayudar a desterrar los maniqueísmos radicales creados artificiosamente por nosotros mismos que nos debilitan y exacerban, nos dividen y nos enfrentan.

Abramos las puertas de par en par al inmenso y amoroso misterio de un Dios que se hizo hombre para vivir como nosotros, sufrir como nosotros, ser uno más entre nosotros, sin dejar en ningún momento de ser verdadero Dios. Seamos, pues, los pastores que van humildemente en su busca, guiados por esa estrella que es María, nuestra Madre, y meditemos todas esas cosas, como ella hacía, en nuestro corazón, sabedores que es allí, en el pesebre, donde está el Sol y Norte de nuestras vidas…Y seamos también, para todos, el ángel anunciador de esa buena nueva que es la Palabra de Dios encarnada en un Niño que nació humildemente. Pongámoslo, como el mejor presente que le podemos ofrecer, en el pesebre de nuestro corazón. Y así nuestra vida será una alegre y permanente Navidad.

¡Feliz Navidad a todos!

Juan José Jurado Jurado