En el 530 aniversario del Decreto de expulsión de los judíos de los reinos de Castilla y Aragón


La mentalidad del Siglo XV no concebía un Estado con dos o más religiones, y el de los Reyes Católicos, no hay que olvidarlo, era un Estado cristiano

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'Expulsión de los judíos de España', de Emilio Sala (Museo del Prado)
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‘Expulsión de los judíos de España’, de Emilio Sala (Museo del Prado)

El 31 de Marzo de 2022 es la fecha del DXXX aniversario de la promulgación del Decreto de expulsión de los judíos de los Reinos de Castilla y Aragón por sus soberanos, los Reyes Católicos. Este decreto, altamente conocido y debatido, dio como fruto consecuencias que siguen teniendo eco en nuestros días. Así, entre otras cosas, ha servido para frenar el proceso de beatificación de Isabel la Católica, ya que con esa norma se ha considerado que se violentaba el derecho de libertad de conciencia.

En torno a esta norma histórica, hay factores desconocidos en gran medida que influyeron en ella, y que, lógicamente, debieran tenerse en cuenta a la hora de pronunciarse sobre la misma. Es por ello quizá necesario repasar algunas de esas circunstancias que la rodearon, en aras de no llegar a conclusiones erróneas o a propagar juicios infundados o carentes de suficiente base y documentación. A proporcionar algunos datos, que pueden ser insuficientemente conocidos y difundidos sobre la materia, se dirigen estas líneas que pretenden solo arrojar algo más de luz sobre este decreto.

Ya desde antiguo, sobre el pueblo judío recaía la acusación de haber condenado, torturado y crucificado al Mesías de los cristianos, Jesús de Nazaret, acusación que permaneció pesando como una losa sobre esta raza, y que le supuso el absoluto rechazo de muchos de aquellos a lo largo de siglos. Junto a esta acusación histórica, ahora en concreto hay que centrarse en el ámbito de lo acaecido en la Península Ibérica en particular, y remontarse a tiempos anteriores a la promulgación del citado decreto, para comenzar el presente excursus. En el período del Reino visigodo de Hispania, se sancionaron severas medidas por los Concilios de Toledo y los soberanos para con los judíos que habitaban en aquel, medidas que les afectaban muy profundamente, de entre las cuales destaca de manera especial la obligación establecida de bautizarse, o verse expulsados de dicho territorio, norma que promulgaría durante su reinado el monarca Sisebuto. Esta, y otras por las que se sintieron también dolidos, crearon un sentimiento de animadversión que afloraría tanto entre los que, una vez derrotado el Reino godo por el Islam regresaron, como entre los que, bautizados, permanecieron en la Península. Consumada esa destrucción del Reino godo, comenzó para los judíos una nueva era floreciente, aumentando notablemente su riqueza, progresando y ganando privilegios, y viéndose elevados a importantes dignidades ahora que se hallaba Hispania bajo el poder mahometano. (Gebhardt y Coll, V. en Historia General de España y sus Indias,1864).

A raíz de lo anterior se extendió la creencia – y se presentaron acusaciones y testimonios – de que los judíos, habían colaborado con el Islam para que éste se adueñase de villas y pueblos de la Península. Posteriormente, si bien en un principio la época de la restauración cristiana no fue de tolerancia para los hebreos, vivo como se hallaba todavía el recuerdo de los pasados agravios, pronto comenzaron a ser admitidos a vivir en las denominadas juderías de los mismos núcleos urbanos que los cristianos. El fundamento se encontraba en la Constitutio pro iudaeis, de 1199 y que llevaba la firma de Inocencio III. En ella se les otorgaba, a cambio de la capitación o impuesto correspondiente, un permiso indefinido de residencia, la posibilidad de adquirir propiedad, de practicar el comercio y de tener justicia propia y aplicada por ellos a sí mismos, si bien se les negaba el acceso a los cargos públicos. La razón última de esta norma se encontraba en las doctrinas de San Agustín, el gran maestro de la Teología medieval, según las cuales, aun no aceptando el Evangelio, debían ser acogidos en los reinos cristianos, ya que creían en el Antiguo Testamento, además de que conservaban las Escrituras Sagradas en su versión original. Con ello, y la convivencia con los cristianos, se consideraba que era posible su futura conversión. 

A pesar de estas tesis y argumentos, permanecía en buena medida el sentimiento descrito de rechazo social hacia la raza hebrea, que databa desde antiguo entre la población cristiana, y que, conforme pasaba el tiempo, crecía en base a la citada idea de que habían colaborado en la entrega de las poblaciones cristianas al Islam. Pero además, ahora comenzaba a recaer sobre los judíos también la que se consideraba urgente necesidad de refrenar su codicia, especialmente por la opresión económica de los prestamistas de su raza, que hostigaban a los cristianos con exigencias desmedidas. A partir de aquí, se intensificaron las anteriores acusaciones que, sumadas a esta, se adjudicaron a aquellos dando lugar a una serie de estereotipos que les dañaron más, presentándolos como una población indeseable.

Vendría a avivar aún más el fuego de la discordia una importante polémica en el terreno del Pensamiento. Ya desde finales del siglo XII, con la aparición de la Guía de los descarriados del cordobés Maimónides, se detectaba en el interior de las comunidades judías una controversia fuerte, y las teorías de aquel – de raíz aristotélica, aunque interpretadas por él – no tardaron en presentarse y divulgarse entre los cristianos. Rechazadas sus tesis, la convivencia de los judíos con los cristianos comenzó a ser considerada como un peligro para la fe, y los predicadores eclesiásticos reclamaron una rigurosa suspensión de las relaciones. El IV Concilio de Letrán (1215), reunido por el mismo Papa Inocencio III, tomo el acuerdo de que los judíos debían llevar un signo distintivo en la ropa externa, vivir separados de los cristianos, impedírseles la práctica de oficios que reclamasen cierta relación de intimidad con aquéllos, o participar en sus reuniones. (Sánchez Tortosa, J. en La Disputa de Tortosa y las semillas judeoconversas del materialismo del Siglo XVII, 2015).

Comenzaba a abrirse así un proceso sobre el Judaísmo que recorrería su camino en la casi totalidad de la Cristiandad. El mismo tuvo su raíz en una actuación de un dominico converso, converso, Nicolás Donin, quien presentaría al siguiente Sucesor de Pedro, Gregorio IX una denuncia contra el Talmud, calificándolo como texto blasfemo contra Cristo y la Virgen María. Surgiría a raíz de ello una nueva doctrina acerca de las relaciones entre el Cristianismo y aquél credo, teoría que se basa en la idea de que al lado del Judaísmo clásico, que constituía el precedente de la doctrina cristiana, y compatible con él, hay otro claramente herético, el de los talmudistas.

Para resolver la polémica suscitada, y a instancias del propio Gregorio IX se organizó en la Universidad de París, entonces principal centro de la intelectualidad cristiana, un estudio y debate sobre de la materia. La clave de la decisión última radicó en las palabras del Rabi Yehiel, para quien la condena de Jesús de Nazareth era justa, ya que defraudó a Israel, pretendió ser Dios y negó la esencia de la Fe. Consecuentemente, el Talmud fue declarado herético (Suarez Fernández, L. en Isabel I, Reina, 2004).

En 1311, tendría lugar el Concilio de Vienne, en el cual se insistió sobre el problema de los judíos y su convivencia con el Cristianismo. Por otra parte, allí en Vienne había destacado un filósofo español, Ramón Llul, cuyas obras se encontrarán, junto a otras, en la propia biblioteca de Isabel la Católica, en quien sin duda debió influir, a juzgar por la postura que se adoptó a la hora de la expulsión de los judíos, como habrá ocasión de ver. En el pensamiento de este humanista, la solución al problema de los herejes e infieles pasaba por la vía racional: concluía el autor que se debía acudir a dos posibles acciones, sucesivas, distintas y compatibles entre sí: de una parte, una gran catequesis que les iluminara, redimiéndoles de sus errores. De otra, y frente a los más recalcitrantes, el remedio propuesto era la expulsión de la Comunidad. (Gebhardt y Coll).

En base a todo lo establecido en Letrán, en París y en Vienne, en algunos lugares de la actual Europa – entonces la Christianitas – se regresaba a la vieja postura de los godos con la obligatoria conversión de los habitantes judíos (Nápoles y Venecia) o se les obligaba a pagar fuertes tributos por su permanencia (Alemania). En otros lugares, comenzaría un rosario de destierros sin ofrecerles más posibilidades (Inglaterra, Francia o Austria). 

A diferencia de todos esos territorios de la actual Europa, y con una inusitada tolerancia que los distinguió de ellos, en los principales reinos de Hispania se tomó otra dirección. Dos monarcas conseguirían del Papa la exención de la aplicación de los decretos de Letrán en sus territorios. Así, en Aragón, Jaime I, tras organizar una controversia en Barcelona para tratar con urgencia de la cuestión, no iba a a establecer castigo alguno para quienes profesaban el Judaísmo, permitiéndoles continuar viviendo en paz en su Reino. Otro monarca hispano, Fernando III el Santo, va a permitir que en Castilla y León sigan viviendo exactamente como hasta entonces, y sin interferir en su existencia a los judíos. Al segundo de estos soberanos, seguiría en su línea beneficiosa para con los judíos su hijo y heredero Alfonso X el Sabio, que con su natural benevolencia y templanza tendió su mano hacia los hebreos que moraban en sus dominios. En esa línea, permitió reedificar sinagogas, y prohibió a los cristianos molestar a los judíos en su vida normal y consentiría el libre ejercicio de su culto, si bien al no poder desentenderse del todo de las opiniones y quejas constantes de aquellos, y teniendo en cuenta también algunos excesos que los mismos judíos cometían, estableció en las Partidas algunas leyes para mantener el orden.

Por otra parte, al Concilio de Vienne ya citado acudieron obispos del Reino de León que, a su regreso, ya en 1313, pidieron a Alfonso XI la implantación en ese territorio de los mandatos de Letrán. No lo consiguieron, si bien los judíos, ante el rechazo de que empezaron a ser objeto, por iniciativa propia se apartaron de la convivencia con los cristianos, poblando barrios separados en los núcleos de aquellos.

Como consecuencia de todo lo anterior, se transformaron estos reinos de Hispania, con el tiempo, en el último territorio cristiano en que los judíos tenían autorización para residir en paz, circunstancia que duraría aproximadamente dos siglos. En estos reinos se les permitió ejercer sus profesiones, destacando el papel de médicos, siéndolo incluso de reyes: de administradores, y de cargos y oficios tanto en palacio como en casas de los magnates. Por ello, como es lógico, aumentó así considerablemente la afluencia de miembros de esta raza y religión que huían de otros dominios. (Sánchez Tortosa)

Junto al religioso, que ya se ha expuesto en estas líneas, el otro gran problema que se asociaba a los judíos por la población cristiana – también antes mencionado – era el del fraude, por el elevado precio de los intereses en los préstamos que proporcionaban. Ya a comienzos del reinado de los Reyes Católicos, existían en Castilla numerosas juderías, y una cifra bastante inferior en Aragón. La hostilidad hacia sus habitantes existía y crecía entre la misma población cristiana, y en base a ella hubo abusos por parte del pueblo, sucediéndose constantes disputas y altercados marcados por la violencia. Ahora se acrecentaba el enfrentamiento por la codicia desmedida de que se acusaba a los judíos. 

En las Cortes de Madrigal de 1476, se presentaron ante los Reyes Católicos unas quejas contra aquellos, porque no usaban de los signos distintivos que se habían establecido en el IV Concilio de Letrán, pero especialmente se hacía hincapié en que empleaban en sus negocios monetarios el citado fraude de usura. Estas afirmaciones fueron atendidas por Isabel, ya que Fernando estaba ausente entonces, pasándose a redactar en dichas Cortes unas leyes que regulaban el préstamo, limitando el interés máximo en un 33%, sin que aquél pudiese llegar nunca a superar la cuantía total del capital prestado. Esta cifra puede ofrecer una idea sobre si había existido la usura. La medida tomada por la Reina no fue mal acogida por los judíos, a quienes además beneficiaría una nueva decisión, firmada por Isabel en 1479, por la cual se ejecutarían los préstamos e intereses aún pendientes de cumplir en favor de los prestamistas judíos: los cristianos tuvieron que pagar sin más opción. (Suarez Fernández)

Junto a ello, y ya acompañada también por la rúbrica del Rey Fernando, se procedió a establecer una serie de normas, completando la anterior, que les concedían beneficios y trato favorable a las comunidades judías. Estas hallaron en los Monarcas un seguro valedor, y se situaron al lado de los Reyes tratando de reforzarles en su postura. Pero, por otra parte, no vieron, o no quisieron ver los judíos, que, al igual que en toda la Cristiandad, se configuraba un modelo de Estado monárquico fortalecido sobre una Fe única, concepción que prevalecía sobre cualquier otra en aquella época, en la que era inimaginable la diversidad de creencias, máxime en Hispania después de la Reconquista.

Posteriores y fuertes acusaciones de brujería, y sobre todo de dañar a la Religión católica fueron trascendentales. Se presentaban a diario testimonios de difusión de graves errores, y apareció, como era de esperar en este clima hostil, un fenómeno que emergía y cobraba fuerza: los conversos. Estos eran objeto de gran recelo, ya que se entendía que en el fondo continuaban en sus creencias y su práctica y, además, transmitían una fe errónea entre los cristianos. Los Reyes, ante la magnitud que tomaba el problema, concluyeron que la convivencia de cristianos y judíos era un grave peligro, y así, en las Cortes de Toledo de 1480, decretaron la reclusión de los segundos en zonas exclusivas para ellos. 

En 1484 las Comunidades de Castilla, ante los numerosos pleitos con que los judíos trataban de cobrar los préstamos de los intereses, y viendo que no se atenían a lo firmado por la Reina Isabel para la materia anteriormente, propusieron una condonación global con la suma de 1.940.000 maravedíes, y que los judíos se atuvieran a lo decretado en las leyes de Madrigal. (Suárez Fernández, 2004)

La dificultad comenzaba a ser de envergadura para los judíos, pero no fue menor para los conversos. La Inquisición tomó parte en el problema, alegando que, aun cuando los judíos no eran de su jurisdicción, debía intervenir en cualquier materia que supusiera un ataque a la Religión, y si aquellos no podían ser sometidos a su disciplina, sí los que dieron el paso de la conversión. Sobre estas argumentaciones se incrementaron en intensidad las pesquisas y sospechas hacia los recién bautizados, a quiénes se consideraba que podían tratar de arrastrar a los cristianos a su creencia que ocultaban. Eran los denominados judaizantes.

Por otra parte, hay que reseñar que no obstante el rechazo radical y generalizado de la población cristiana hacia los judíos, los Reyes Católicos los mantuvieron bajo su protección, y así, en consecuencia, en 1491 aún existían en Castilla numerosas juderías. Frente a la postura de los Reyes, concluyeron los inquisidores que los conversos en el fondo podían haber salvado su vida, e incorporarse a la vida en esas juderías y seguir siendo fieles a su primera y real creencia, burlando su celosa vigilancia, ya que quedaban fuera de su jurisdicción. Como consecuencia, dedujo el Tribunal que la única medida posible para evitar fraudes en materia tan trascendental como la Fe, era la prohibición total del Judaísmo, ya que las estrategias y argucias de los hebreos y la protección de los Reyes servían para anular su misión. Así, tras un inicial proceso no exento de controversias, la influencia que había adquirido sobre las Autoridades desembocó en que la Inquisición lograra una importante meta: en 1484 fueron expulsados los judíos de Andalucía. No obstante, los inquisidores no se conformarían con esto, y la medida serviría para avivar su celo y aumentar sus presiones que constantemente se ceñían sobre los Reyes.

Junto a lo anterior, y como factor que aumentaba aquella desde el exterior y en el propio suelo, hay que señalar que la mentalidad del Siglo XV no concebía un Estado con dos o más religiones, y el de los Reyes Católicos, no hay que olvidarlo, era un Estado cristiano que, además, nacía después de ocho siglos de invasión de los mahometanos por las armas, a los que se estaba terminando de derrotar. Isabel y Fernando en reiteradas ocasiones, como el resto de los monarcas de la Cristiandad, habían mostrado su creencia en que la Fe constituía la base del Reino, al tiempo que era un bien social imprescindible que mantener. Ahora ese preciado bien corría peligro, ya que, desde antiguo y floreciendo de nuevo, se sospechaba la posibilidad de una perjudicial alianza de musulmanes y judíos. Por otra parte, en el resto de la Europa cristiana se consideraba una grave anomalía la permanencia de la Religión hebrea en territorio cristiano, y hasta de la misma Roma llegaron algunas voces en esa dirección. Junto a ello, la insistencia del pueblo en recordar los delitos de usura y el empobrecimiento debido a los negocios monetarios de los judíos aumentaban el cerco. Además, la Inquisición aumentaba su actividad e insistía ante los monarcas de la necesidad de la desaparición del Judaísmo en sus Reinos. Se creo así un fuerte clima de animadversión y rechazo social que, si bien en sus inicios se basaba en las relaciones con los judaizantes, posteriormente afectaría a todos los judíos. 

Finalmente, el 31 de Marzo de 1492 tiene lugar la promulgación el Decreto de expulsión de los judíos. En los razonamientos en que se basa, se señalan como causas de la medida a dos graves problemas con consecuencias muy perjudiciales: la usura y la herética parvedad. Los medios para combatirlos no habían dado resultado y – reflejo de las influencias de Ramón Llull – sólo quedaba la medida de la expulsión. Pero aún entonces, los Reyes – que ya se ha visto cómo anteriormente habían tomado bajo su protección a los judíos – abrieron la mano para posibilitar su permanencia: durante los cuatro meses siguientes al decreto existieron importantes predicaciones con el fin de que se convirtiesen a la Fe verdadera, y así pudieran quedarse en sus Reinos. 

Sirva todo lo expuesto hasta aquí, si se considera oportuno, a los efectos de una valoración sobre los hechos y conductas de todos los actores que de una u otra forma participaron en los precedentes y en la misma controversia que se saldó con el decreto cuyo aniversario ahora se cumple. Y, finalmente, recuérdese, si así se entiende también oportuno, la que era indubitadamente vigente y única posible concepción del Estado, indisolublemente unida a la creencia religiosa oficial, en su caso el Cristianismo, que era base y pilar fundamental del mismo y de su unidad. Esa perspectiva de la época, lógicamente no tiene porqué coincidir con la actual, ni coincide. Con ello presente, habría que ver hasta qué punto es correcto y acertado juzgar exclusivamente desde un prisma actual la decisión de los Reyes Católicos, o si esta decisión, en la perspectiva de su época, se tomaba desde la luz de su conciencia y buena fe, creyendo que así servían lealmente a la Iglesia y a sus Reinos. 

 

Juan Luis Sevilla Bujalance. 

Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado de la UCO.