¡Oh!, ¡Oh! La joven señorita avanza por la calle Burell con su perro. Tranquila, sin nervios exaltados contempla la pantalla de su móvil; abstraída, avanza por el pavimento. La puerta del garaje de nuestra comunidad de vecinos estaba abierta en espera de la larga manga del camión del gasóleo para el agua caliente.
Repentinamente ella se detiene en su caminar porque su perro husmea la esquina del garaje y se cuela en la cochera. Avanza lentamente con el hocico en el suelo y su orina corre por la escasa pendiente.
Yo vuelvo la cara, observo al perro y la miro, a ella. Ensimismada no atiende a mi llamada.
¡ Oiga, le digo, su perro se mea en mi cochera !
Eran las cuatro y tres minutos de la tarde; el conductor enchufa la manga en la boca del depósito de gasóleo. Los dardos del sol rebotan en la fachada del vecino de enfrente que está a menos de tres metros de distancia. No era una tarde calurosa de esta Córdoba de Junio.
La joven, impasible, ni se inmuta ante mi llamada de atención.
¿ Quién va a limpiar la orina de esa meada en mi cochera ?
¡ No entiende, usted, que esa micción es una guarrería!
¿ No sabe que esta zona forma parte del casco histórico de la ciudad, declarado Patrimonio de la Humanidad ?
La joven, guapa y bien peinada, no me responde. Avanza con su perro hacia el jardín de Las Doblas donde defecan. No ella, el perro.
Su alma caminaba absorta sobre la pantalla del móvil.
En ese momento deseé que el perro fuera cadáver o que la señorita, al menos, me mirara.
El minúsculo animal acelera su andar hasta alcanzar el jardín, junto al Cristo de los Faroles. Y aquella joven seguía esclava del teléfono y del can.
Los seguí y, por fin, ella me miró. No me dirigió palabra alguna pero su mirada significaba ¡Respete mi libertad ! Su perro se escondió entre los arbustos y defecó.
Los perros de noche o muy temprano en la mañana defecan en las aceras, miccionan en las esquinas y umbrales de las casas y con sus meadas machetean los portales.
Aquel perro quedó muy satisfecho: Se había meado en mi garaje y había cagado en el jardín de Las Doblas.
Así son todos los vecinos de Córdoba que pasean, nocturnamente o al alba, a sus perros. Esclavos de un perro que no ladra porque avanza hacia su felicidad.
Ese caniche era el amuleto de la fortuna de aquella joven. No es un perro de mala ralea que husmea las flores de las jaras. No tiene gañidos.
A aquella joven le escupí mi verdad y también, al otro día, al veterinario jubilado que lleva sus dos caniches blancos y toman la puerta de mi casa como mingitorio.
Ella y él piensan que sus vidas son sus vidas y que la mía es recibir los orines de sus perros.
Sus perros no tiemblan y amblan alrededor del jardín hasta deponer sus heces. Huelen por todos lados como recordando que han perdido algo de una vida anterior.
Los dueños no les silban ni les hablan para que allí no orinen y defequen. Disfrutan.
Luego el perrito fue hacia la joven; se irguió sobre las patas posteriores y ella lo acarició. El perro la lamió con esa muda caricia, áspera, de su lengua.
Si yo le hubiera dado, al perro, un puntapié por
intromisión en mi cochera y dejar sus orines en ella, la dueña me habría denunciado por maltrato animal.
El can fue feliz al levantar la pata trasera; orín rápido y corto sobre la reja de hierro. Es el placer del perro y de su guapa dueña. Hociqueó, el perro. Se fue camino del jardin.
¡ POBRE CÓRDOBA , PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD !
José Javier Rodríguez Alcaide