Cuando nadie pague el vino


Ecoracimo
Cata de vinos./Foto: LVC

El azahar irrumpía en las calles sin nombre. Ya no eran las calles que no vieron crecer. Algunas poseían la languidez modernista -regionalista- en sus edificios cansados. Otras escondían en sus fachadas la piedra gastada de siglos pretéritos y, sobre el piso, se alzaba la arquitectura grácil de un paso de palio. La música de enredaba por los balcones en unas; en las marchas fúnebres, de otras; en la caricia tibia de un coro, cuando caía la noche y el azahar era el vestigio de un tiempo feliz. 

Los campos desdibujaban la tez cálida de la tierra al atardecer del Jueves Santo; se rociaban de un sol nuclear al amanecer del Viernes; ennegrecían, mediada la tarde. El Hijo del Hombre había muerto en la ciudad, sobre toda la faz de la tierra sombría, de los mares en calma. La barca estaba vacía y el luto cubría las casas. En el Portillo hubo un milagroso percance al paso del Cristo de la Expiración, mientras la Cruz Guiona subía por Pescadería. Las sombras acechaban a Córdoba, la luz de otro tiempo -de la historia lineal- había llegado.

Fueron miles de semanas santas; millones de plegarias contenidas; sollozos escondidos tras las puertas; velos sobre las sombras de los recuerdos de quienes habían partido; lamentos por la enfermedad, por el hambre a pie de acera; rigor perpetuo ante la muerte; rebelión frente a la injusticia. Los males del hombre se le enfrentaban en el espeso de sí mismo, la misma raza que mató a su Salvador.

Los males del hombre siguen, cuando se cierra el Viernes Santo, ante su propia cara sin que sea capaz de verlos. O, tal vez, los ignora porque es más sencillo obviar el dolor que existe en cada parte, en cada informativo, en el que sangran las cifras de muertos (de los que no vemos ataúdes), mientras las canciones truenan en los balcones a la hora señalada, en la fiesta del confinamiento. 

Pero la fiesta se ha acabado antes de que Hemingway lo escriba. Pronto no habrá quien pague -subsidie- el vino. Y ese día, más de uno, lamentará el aplauso que dio, la música que puso, cuando se dé cuenta de que, tras la fiesta, solo hay el silencio de la muerte que no quisimos mirar y la ruina que no supimos protestar.