Anoche soñé…


Hace un buen rato que ha amanecido y aunque he remoloneado un poquito, me levanto para disfrutar de la calma y la serenidad de este sitio donde tanto disfrutamos de nuestro periodo vacacional. Y parece que todo esta bien, genial, aquí no pasa nada.

Un cielo azul y limpio que se une en el horizonte con el mar; una brisa que hace que agradezcas el poder estar donde estás y te acuerdes de las agobiantes jornadas de calor que, en nuestra querida ciudad, Córdoba, estarán soportando los que por un motivo u otro tengan que estar durante este mes allí; unos jardines muy bien cuidados y llenos de flores de mil colores, consecuencia del clima envidiable que esta zona tiene durante todo el año. Realmente un lugar encantador.

Y parece que todo está bien. Que no ocurre nada que nos haga pensar que debamos tener precaución, sospecha e incluso miedo de lo que la realidad es.

Pero llega el momento de poner los pies sobre la tierra, el momento en hacer lo que hasta hace muy poquito hacíamos sin más preocupación que la de no olvidar la crema protectora o las toallas. Empezamos preparando todo aquello que nos llevamos a la playa (sillas, bolsa con toallas, cremas, sombreros, etc.) y cuando ya estamos dispuestos a salir nos volvemos para coger lo que ya no podemos olvidar de la puerta hacia fuera: nuestras mascarillas. Y sí, son molestas, y sí, dan muchísimo calor, pero según los expertos junto a la distancia de seguridad y el lavado de manos, una de las medidas más importantes para no contagiarnos del maldito coronavirus.

Y se rompe la normalidad. Llamamos al ascensor con el codo o con la llave. Abrimos las puertas con un pañuelo o con el hidrogel en las manos para rápidamente limpiarnos al haber tocado un elemento que podía estar contaminado, caminamos y si vemos venir a alguien nos replegamos o esperamos a distancia prudente a que pase. Y para qué contar el momento de elegir el lugar donde nos vamos a colocar en la playa. Antes, cuando llegábamos, estudiábamos las mareas y en función de que subieran o bajaran buscábamos el lugar idóneo para disfrutar de la mañana al sol. Ahora no solamente hacemos todo esto, sino que buscamos un lugar donde la distancia entre los “vecinos” sea la suficiente para casi no vernos las caras. No interactuamos, no nos socializamos, es más, creo que agradecemos no encontrarnos con nadie que conozcamos porque no sabemos muy bien como reaccionar.

¡Qué distinto es este verano, pero qué poco concienciados estamos de lo que está ocurriendo! Y es que anoche, como muchas otras noches, soñé que nada de esto estaba pasando, que era una pesadilla terrible, consecuencia quizás de haber cenado en demasía o de haber visto una película movidita casi a la hora de irme a dormir.

Pero esta pesadilla es real. Estamos atravesando una situación terrible de la que aún no nos hemos dado cuenta de su importancia. Si todos fuéramos conscientes, otro gallo nos cantaría. Procuras cumplir con todo aquello que los entendidos recomiendan para evitar el contagio, pero luego ves legiones de gente… no sé ni cómo denominarlas, que se pasan todas las normas por alto y se creen invencibles. Y yo los miro y pienso…, si sólo se contagiaran y lo sufrieran ellos, podría medio entenderlo, de su mal entendida libertad podrían hacer el uso que les diera la gana, pero saber que con su actuación pueden contagiar a sus padres, abuelos o personas a las que pueda costarle la vida sus insensateces, me cuesta mucho más entenderlo.

Y creo que es consecuencia de la cultura que se nos está imponiendo. Cultura de pensamiento único, en la que destaca mi “yo”. Yo quiero, yo pienso, yo puedo, yo hago…

Y soñé. Soñé que volvíamos a vivir el antes del Covid-19, que podíamos besarnos, abrazarnos y sentirnos sin desconfiar de la otra persona (con quién habrá estado, dónde habrá ido, qué habrá tocado).

Y para que ese sueño deje de ser pesadilla, debemos de ir todos a una. Cosa harto difícil si vemos como quienes dirigen la nación están tranquilamente veraneando y poco preocupados por lo que se nos avecinará en cuanto termine el periodo vacacional.