En uno de los textos más redondos del magisterio pontificio del pasado siglo, el Papa Pablo VI evocaba la forma en que el diálogo manifiesta, en toda relación, “un propósito de corrección, de estima, de simpatía y de bondad” (Ecclesiam suam). Es un hecho del que conviene no dudar: No hay diálogo sin ofrecimiento de sí mismo. De este modo, el diálogo perfecto tiene lugar cuando el que habla, escucha tan atentamente cuando habla que dispone a la confianza al que debe dar una respuesta; y, recíprocamente, cuando el que escucha, manifiesta una atención y simpatía tal que dispone al que habla a dejar de hablar para escuchar al otro. Pero sólo es posible un diálogo tal, cuando consiente de antemano en ser modificado, corregido, interrumpido o reanudado; cuando las pasiones, especialmente el interés y la voluntad de sobreponerse, están dominadas; cuando, por último, ambos entran con magnanimidad en los caminos de la verdad ofrecida y reconocida.
La mayor tentación del diálogo es el monólogo con el que se quiere dominar al otro, o el rechazar todo diálogo para eliminar al otro. El diálogo verdadero implica siempre la posibilidad de una muerte, de un verdadero sacrificio: por ello no puede mantenerse sin caridad (cf. J. Lacroix, La filosofía del diálogo). Únicamente por la virtud de la caridad puede el diálogo culminar en una comunión en la que el hombre, renunciando a ser centro autosuficiente, sale de sí mismo para hacerse el otro, sin dejar de ser él mismo (cf. M. Nedoncelle, La réciprocité des consciences).
Ahora, por un momento, se podrían hacer dos ejercicios muy sencillos. El primero de ellos sería la simple sustitución del término “diálogo” por el término “oración”. Si ya de suyo la palabra es medio de conocimiento de sí mismo, más lo es por razón del diálogo con otra persona, ya que en él toma el hombre conciencia de sí mismo y se descubre a sí mismo. En cierto sentido, como con razón hacía notar J. Lacroix, no es la persona quien hace el diálogo, sino que es el diálogo el que hace a la persona. Así, por medio de este diálogo al que identificamos con la oración, dos interioridades renuncian a su aislamiento y oposición mutua para encontrarse: manifestándose la una a la otra, cada una de ellas se descubre a sí misma (cf. Nuevamente Nedoncelle).
Y un segundo ejercicio, ya no de sustitución sino de comprensión de la Iglesia en su llamada permanente a un dialogo con la humanidad – también en esta perspectiva habría de entenderse el diálogo de cada cristiano con los demás hombres-. En este sentido, es útil considerar, por un momento, que el diálogo entre los hombres es la primera forma de la palabra, ya que esta es diálogo antes que monólogo. En efecto, la palabra tiende a la acción. Es para el hombre la acción primordial: la acción por la que interviene en el mundo y en el fluir de existencias semejantes a la suya; la acción por la que sale de sí mismo para ir hacia otro con el fin de darse al otro o de conquistarlo. La palabra es primariamente diálogo (cf. L. Bouyer, Le rite et l’homme).
Desde estas premisas se entiende con una mayor nitidez la invitación que en torno a esta idea de diálogo hacía Pablo VI unos días antes de la publicación de la encíclica Ecclesiam suam (6-VIII-1964): “Los caminos que indicamos son tres: el primero es espiritual; se refiere a la conciencia que la Iglesia debe tener y fomentar de sí misma. El segundo es moral: se refiere a la renovación ascética, práctica, canónica, que la Iglesia necesita para conformarse a la conciencia mencionada, para ser pura, santa, fuerte, auténtica. Y el tercer camino es apostólico; lo hemos designado con términos hoy en boga: el diálogo; es decir, se refiere este camino al modo, al arte, al estilo que la Iglesia debe infundir en su actividad ministerial en el concierto disonante, voluble y complejo del mundo contemporáneo. Conciencia, renovación, diálogo son los caminos que hoy se abren ante la Iglesia viva y que forman los tres capítulos de la encíclica”.
En resumen, y también desde la enseñanza de Pablo VI, este arte del diálogo “obedece a exigencias prácticas, escoge medios aptos, no se liga a vagos apriorismos, no se reduce a expresiones inmóviles cuando estas han perdido la capacidad de hablar y mover a los hombres”. Si bien este arte, calificado de “arriesgado”, no es entendible como “una debilidad respecto al compromiso con nuestra fe” ya que “el apostolado no puede transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios de pensamiento y de acción que deben definir nuestra profesión cristiana”. Es el eterno reto para la Iglesia: “La conexión de la misión de la Iglesia con la vida de los hombres en un determinado tiempo, en un determinado sitio, con una determinada cultura y con una determinada situación social”. ¿Cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos, según el ejemplo del Apóstol: “Me he hecho todo a todos para salvarlos a todos” (1 Cor 9, 22)?