La sabiduría de un epitafio


En la disputa está latente la reconciliación, y todo lo que se separa vuelve a encontrarse.

En la tumba de san Ignacio de Loyola – iglesia del Gesù de Roma – puede leerse este sabio epitafio: “Non coerceri a máximo, contineri tamen a minimo divinum est” (Es divino no asustarse por las cosas grandes y a la vez estar atento a lo más pequeño). Estas palabras fueron expresadas, allá por el año 1640, por un jesuita desconocido en la denominada como Imago primi saeculi Societatis Iesu.

 A través de este epitafio, por ejemplo, el Papa Francisco nos ofrece una ilustración especialmente luminosa de lo que entiende por la realidad del discernimiento para la vida cristiana. Así lo expresaba en la Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate del 19 de marzo de 2018: “El discernimiento no solo es necesario en momentos extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas graves, o cuando hay que tomar una decisión crucial. […] Nos hace falta siempre, para estar dispuestos a reconocer los tiempos de Dios y de su gracia, para no desperdiciar las inspiraciones del Señor, para no dejar pasar su invitación a crecer. Muchas veces esto se juega en lo pequeño, en lo que parece irrelevante, porque la magnanimidad se muestra en lo simple y cotidiano. Se trata de no tener límites para lo grande, para lo mejor y más bello, pero al mismo tiempo concentrados en lo pequeño, en la entrega de hoy” (169).

Lo relativamente curioso es que un romántico como Friedrich Hölderlin (1770-1843 recogiera esta misma máxima, claramente jesuítica, como lema de su Hiperión o el eremita en Grecia. Ahora bien, ¿percibía Hölderlin que lo particular – lo más propio del a veces cansino día a día – asume su sentido más profundo en el horizonte de lo universal? ¿Entendió que lo universal solo puede ser percibido como real a partir de lo particular? Así comenta en lo que bien podría ser uno de los justificantes del lema de su obra: “¡Ah! nuestro pueblo futuro no debe ser reconocido nunca sólo por su bandera; todo debe rejuvenecerse, todo debe cambiar desde abajo; ¡la alegría debe estar llena de seriedad y todo trabajo ha de ser más alegre! ¡Que nada, incluso lo más pequeño, lo más cotidiano, carezca de espíritu y de dioses! ¡Amor y odio, y cada acento nuestro debe asombrar al mundo banal, y ni un solo momento, ni una sola ocasión debe recordarnos el obtuso pasado” (II, 1).

Particular y universal nos remiten necesariamente a la relación inmanencia- trascendencia: “¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre echó de casa, contemplando los miserables céntimos con que la compasión alivió su camino” (I, 1).

La apuesta por ese “pequeño divino” se transforman para Hölderlin en todo un criterio de autojuicio: “¡[…] es mejor morir porque se ha vivido, que vivir porque no se ha vivido nunca! No envidies a los que carecen de sufrimientos, ídolos de madera a quienes nada falta precisamente porque sus almas son tan pobres, a los que no preguntan si llueve o luce el sol, porque nada tienen que precise de cultivos” (I, 1). A lo que añade acto seguido: “¡Sí!, ¡sí!, es muy fácil ser feliz, estar tranquilo, con un corazón seco y un espíritu limitado” (I, 1).

Para Hölderlin todo adquiere su más genuino significado si se aspira a la que considera como la verdadera belleza: “Sin belleza de espíritu y del corazón, la razón es como un capataz que el amo de la casa ha enviado para vigilar a los criados; él sabe tan poco como los criados en qué acabará aquel trabajo inacabable, y sólo grita: ‘¡Eh, vosotros, a trabajar!’, pero casi ve con fastidio que el trabajo avance, pues cuando acabe ya no tendrá que dar más órdenes y su papel se habrá acabado” (I, 2).

Por la divina concentración en lo pequeño se percibe que “es hermoso que le sea al hombre tan difícil convencerse de la muerte de lo que ama, y sin duda nadie ha ido a la tumba de su amigo sin la débil esperanza de encontrarse allí con el amigo vivo” (I, 2). En definitiva la inconmensurable experiencia de lo sintiente propio del alma: “¡Oh alma, alma! ¡Belleza del mundo, indestructible, fascinante, en tu eterna juventud! Tú existes; ¿qué son, pues, la muerte y todo el sufrimiento de los hombres? ¡Ah, cuántas palabras huecas y cuantas extravagancias se han dicho! Sin embargo, todo nace del deseo y todo acaba en paz. Como riñas entre amantes son las disonancias del mundo. En la disputa está latente la reconciliación, y todo lo que se separa vuelve a encontrarse. Las arterias se dividen, pero vuelven al corazón y todo es una única, eterna y ardiente vida” (II, 2).