Confesiones inactuales


Para muchos, por inactual y trinitario, lo dicho hasta el momento entraría más bien en la categoría de las discusiones bizantinas

Escuchar una conferencia – en este caso, más bien, se trató de una de lección inaugural – en cuyo título aparece el giro calificativo “inactual” no deja de ser sorprendente en una época y en una cultura como la nuestra. Si a este dato sumamos el que la lección es impartida por el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Luis F. Ladaria, el hecho se convertiría, para muchos, en una solemne pérdida de tiempo más propia de “aburridos” o de “carcas” que anhelan el retorno de la “Inquisición”. Y sin embargo nada más actual ni nada más testimonial que el poder escuchar, por momentos, la voz entrecortada de un cardenal de la Santa Madre Iglesia glosando algunas reflexiones de los Santos Padres sobre el Misterio de la Santísima Trinidad.

En la disertación – lección en la apertura de curso de la Universidad Eclesiástica San Dámaso de Madrid – un texto de San Hilario de Poitiers se convirtió en clave de bóveda para la comprensión: “Dios en cada momento sabe ser solamente amor, solamente Padre. Y el que ama no tiene envidia, y el que es Padre lo es por completo. Este nombre no admite distinciones, como si fuera padre en un aspecto y en otro no. El Padre lo es en todo cuanto en él existe, se posee enteramente en aquel para el cual no es Padre solo en parte… En todo aquello que él es, es enteramente Padre para aquel que tiene de él su ser…” (Trin. X, 61).

A través de la Revelación descubrimos que en el Misterio de Dios, las personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo “se relacionan en el desbordamiento del amor más que en la mutua dependencia” (18). En palabras del Catecismo de la Iglesia Católica el mismo Dios “es una eterna comunicación del amor” (CCE 221). No en vano, “donde hay amor, hay alteridad y hay unión. [Es] consecuencia del hecho de que Dios es amor y de que el amor es la realidad originaria, lo divino” (Ratzinger dixit). También San Buenaventura fue explícito en este orden de las cosas: “El Bien no sería el Bien más alto si no fuera la más alta difusión […] Si hay una comunicación máxima y una verdadera difusión, hay un origen verdadero y una verdadera distinción y porque todo se comunica y no una parte, todo lo que se posee se da, y, más todavía se da enteramente”. La contemplación del misterio trinitario permite redescubrir una y otra vez que ni en la dignidad ni en el poder está la distinción de las personas, sino en la incomunicabilidad personal de su amor, amor que da en el caso del Padre, amor gratuito que, con la característica de donación que le es propia, es el modo peculiar de participar del “sumo amor” que es común a la tres personas. De este modo, todo viene del Padre no en cuanto este sea superior sino en cuanto es total donación de amor.

Como ya se ha dicho, “el que ama no envidia”. Así las cosas: “Dios Padre, que no es envidioso, comunica al Hijo todo que es y todo lo que tiene. Así se justifica la perfecta divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre. Si el Padre no hubiera comunicado al Hijo toda su naturaleza divina hubiera sido o porque no podía o porque no quería”. En resumidas cuentas, “el Hijo lo tiene todo y el Padre no lo envidia” (San Ambrosio). Dios es, simplemente, la vida en comunión de las personas.

Para muchos, por inactual y trinitario, lo dicho hasta el momento entraría más bien en la categoría de las discusiones bizantinas o en una especie de género de ciencia ficción de lo teológico (Borges dixit). Y sin embargo se convierte en el más luminoso de los anuncios cuando se percibe cómo “el amor del Padre y del Hijo para con nosotros es el reflejo del eterno intercambio de amor entre las personas divinas”. De manera que aquí bien podría haber glosado Leon Bloy: “Digo que alguien me ama cuando alguien acepta sufrir por mí y para mí. De cualquier otro modo, ese que pretende amarme es sólo un usurero sentimental que quiere instalar su vil negocio en mi corazón”.