El sueño de Dostoyevski


La cuestión ahora pasaría por una interpretación de lo que en sí es también interpretación de la ficción – o no tan ficción – del sueño.

El pasado jueves 11 de noviembre se cumplían doscientos años del nacimiento del genial escritor ruso. Precisamente ese mismo día el periodista Ruiz- Quintano escribía en un diario de tirada nacional: “Nuestra fatalidad, pues, es no habernos detenido a tiempo a leer a Dostoyevski, que nos redime de este mundo garbancero”. Él mismo artículo me hizo volver a El adolescente de Dostoyevski y en concreto a lo que se conoce como sueño de Dresde.

En el museo de Dresde hay cuadro de Claude Lorrain titulado Acis y Galatea. Dostoyevski reconoce cómo va a ver el cuadro a través de un sueño “no en pintura, sino como una realidad”. A través del sueño cree ver en el cuadro un retrato de “la humanidad europea que se acuerda de su cuna”. Es el sueño de la edad de oro por el que los hombres “han dado toda su vida y todas sus fuerzas, por él han muerto o han sido sacrificados los profetas”. Sin embargo la placidez del sueño europeo se cambiará por un “toque de difuntos” motivado de un modo especial por la quema en París de las Tullerías.

Pero frente a esa situación el poseedor del sueño – entendiéndose en todo momento a sí mismo como representante del alma rusa – barrunta: “[…] no puedo dejar de respetar mi nobleza”. A lo que añade: -“Se ha creado entre nosotros, en el curso de los siglos, un tipo superior de civilización desconocido en otras partes, que no se encuentra en todo el universo: el de sufrir por el mundo”. Dostoyevski lo ve claro: “En Europa seguirán sin comprender esto. Europa ha creado los nobles tipos del francés, del inglés, del alemán, pero de su hombre futuro ella no sabe todavía nada. Y creo que todavía no quiere saber nada de esto. Es comprensible: ellos no son libres, mientras que nosotros somos libres. Yo solo en Europa, con mi aburrimiento ruso, era entonces libre”.

La cuestión ahora pasaría por una interpretación de lo que en sí es también interpretación de la ficción – o no tan ficción – del sueño. Es obvio que, a veces, cualquier intento en este sentido puede convertirse en un abrogarse lo que tal vez el escritor nunca quiso transmitir. Pero hay dos expresiones que suscitan, sin lugar a dudas, un notable interés. La primera de ellas es la de ese tipo superior de civilización dispuesto a “sufrir por el mundo”. Reconozco que tal cual leía este pensamiento de Dostoyevski venían a mi memoria varios pasajes desde los que comprendía la hondura del citado pensamiento. El primero de ellos lo encontré no hace mucho en los Diarios del literato francés León Bloy: “Digo que alguien me ama cuando alguien acepta sufrir por mí y para mí. De cualquier otro modo, ese que pretende amarme es sólo un usurero sentimental que quiere instalar su vil negocio en mi corazón”. La segunda de las citas que me ayudaban a comprender aquello del “sufrir por el mundo” se la debo a San John Henry Newman cuando asevera que “no todas las épocas son épocas de santos, pero no hay época que no sea época de mártires”. Y, ya por último, una cita del siempre curioso G. K. Chesterton en su particular profesión de fe creo que arroja, al menos, una cierta luz: “Fui descubriendo cada vez con mayor nitidez, enterándome por la historia y por mis propias experiencias, cómo, durante largo tiempo, se persiguió por motivos inexplicables a un pueblo cristiano, y todavía sigue odiándosele. Reconocí luego que no podía ser de otra manera, porque esos cristianos eran profundos e incómodos como aquellos que Nerón hizo echar a los leones”.

La segunda de las expresiones que suscitan verdadera llamada de atención del texto de Dostoyevski es la que sigue: “[…] ellos no son libres […] Yo solo en Europa, con mi aburrimiento ruso, era entonces libre”. En el pensamiento del escritor creo leer algo de lo que más tarde hablará San Juan Pablo al glosar sobre la vida y el mensaje de Santo Tomas Moro: “De la vida y del martirio de santo Tomás Moro brota un mensaje que a través de los siglos habla a los hombres de todos los tiempos de la inalienable dignidad de la conciencia, la cual, como recuerda el Concilio Vaticano II, ‘es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella’ (GS 16). Cuando el hombre y la mujer escuchan la llamada de la verdad, entonces la conciencia orienta con seguridad sus actos hacia el bien”.