Un nuevo Doctor de la Iglesia


El nuevo Doctor de la Iglesia es el gran maestro de la teología de la creación

El pasado 21 de enero, por la firma de un Decreto, el Papa Francisco declaraba a San Ireneo de Lyon (115-203) Doctor de la Iglesia con el título de Doctor unitatis. El hecho podría pasar relativamente desapercibido – lo cual constituiría una verdadera pena – máxime cuando la enseñanza de esta Padre de la Iglesia no está exenta de hondura y una más que permanente actualidad. De ello da buena prueba A. Decourtray: “En su lucha contra el gnosticismo, hace exactamente dieciocho siglos, el segundo obispo de Lyon combatió la desviación más alarmante que actualmente encuentra la fe cristiana, al menos en Occidente […] ¿Quién podrá negar – prosigue – que hoy, igual que en tiempos de Ireneo aunque bajo formas diferentes, se va infiltrando un poco por todas partes una especie de ‘falsa gnosis’, según la cual la fe en el Verbo encarnado y Cristo resucitado de entre los muertos acaba diluyéndose en la adhesión a un conjunto de ideas y valores cuyo contenido resulta mermado? ¡Qué parecido tan sorprendente llega a existir entre algunas expresiones de los gnósticos del siglo II y las de los del siglo XX”.

El nuevo Doctor de la Iglesia es el gran maestro de la teología de la creación. Hay una curiosa tradición hebrea que san Jerónimo invoca en el prólogo al comentario del libro de Ezequiel que da una idea de la importancia de una verdadera reflexión sobre la creación: “Requiérase entre judíos la edad del ministerio sacerdotal para abordar la lectura de los primerísimos capítulos del Génesis. La creación del mundo y del hombre escondían grandes sacramentales”. Ireneo describe con tonos casi poéticos el mimo con que Dios modela al hombre en uno de los relatos antropológicos más bellos de toda la literatura cristiana: “Al hombre empero lo plasmó Dios con sus propias manos, tomando el polvo más puro y más fino de la tierra y mezclándolo en medida justa con su virtud. Dio a aquel plasma su propia fisonomía, de modo que el hombre, aun en lo visible, fuera imagen de Dios” (Demostración 11). Sin duda, este “plasmar de Dios con sus propias manos” representa, según Ireneo, la actividad más cualificada y noble de que ha sido objeto creatura alguna. Solo se modela algo material, sujeto al humilde trabajo de sus manos, como la arcilla de un alfarero. Este “plasmar” por parte de Dios indica, sin embargo, una predilección por aquel que tan humildemente se pone a modelar.

Ireneo es también el gran maestro de la unidad en la Historia de la Salvación. Orienta toda su narración hacia la Encarnación. De ahí que toda la Historia de la Salvación sea comprendida desde la clave de la proximidad entre Dios y el hombre. Claramente hay una continuidad de presencia del Verbo desde los orígenes a la Encarnación. Así, ve al Verbo en el Paraíso en compañía de Adán y Eva: “Este jardín era hermoso y bueno: el Verbo de Dios se paseaba constantemente por él y se entretenía con el hombre, prefigurando las cosas futuras, esto es, que sería compañero suyo de morada, que charlaría con él, que estaría con los hombres” (Demostración, 12).

En el pensamiento de Ireneo todo el Antiguo Testamento tiene, por tanto, un oficio de preparación y de educación orientada hacia la Encarnación. Los dos Testamentos deben ser considerados como un todo único, porque son la expresión de un único plan de Dios. Esta relación la expresa en la doctrina de la recapitulación, en la que se halla la principal originalidad de su pensamiento al comentar el enunciado de san Pablo “Recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1, 10). Los textos hablan por sí mismos: “De una parte, está el hombre sin gloria, sometido al sufrimiento (Is 52, 2-3), sentado en un pollino (Za 9, 9), a quien como bebida dan hiel y vinagre (Sal 6, 8. 22), despreciado del pueblo y humillado hasta la muerte. De la otra, está el Señor Santo, ‘Admirable consejero’ (Is 9, 1-5), resplandeciente de belleza, Dios fuerte, que vendrá sobre las nubes (Dan 7, 13), como juez del universo” (Adversus Haereses 3, 19, 2).

Finalmente, quisiera reseñar un último aspecto de la enseñanza del nuevo Doctor de la Iglesia. En concreto es el referido a su comprensión del tiempo. Ireneo otorga al tiempo un valor eminentemente propedéutico: el tiempo le ha sido entregado al hombre para permitirle crecer, madurar, “prepararse para la incorruptibilidad”, o, mejor todavía – según su expresión -, para “acostumbrarnos poco a poco a acoger a Dios y ser sus portadores” (Adversus Haereses V 8, 1). No obstante, este “acostumbrarse” no es de sentido único. En efecto: si Dios permite al hombre acostumbrarse “desde esta tierra a ser portador de su Espíritu y participar de la comunión con Dios” (Adversus Haereses IV 14, 2), Dios, por su parte, en su gran bondad, también ha querido acostumbrarse a vivir y habitar con el hombre, a seguir el “orden” y el “ritmo” del crecimiento de este último (Adversus Haereses IV 38, 3). Este doble “acostumbrarse”, profundamente disimétrico, se realiza gracias a la mediación del Verbo encarnado: “[…] el Verbo de Dios habitó en el hombre y se hizo Hijo del hombre para que el hombre se acostumbrase a recibir a Dios y Dios se acostumbrase a habitar en el hombre, según el beneplácito del Padre” (Adversus Haereses III 20, 2).