El que pudiera llegar a considerarse como uno de los más grandes teólogos del siglo pasado, Hans Urs Von Balthasar, advertía muy a las claras que “pudiera muy bien ocurrir que en los grandes literatos [véase por ejemplo la gran literatura francesa de la primera mitad del siglo XX: Bloy, Péguy, Claudel, Bernanos] hubiera más vida intelectual original y grande, y capaz de crecer al aire libre, que en nuestra teología actual, de aliento algo corto y que se contenta con hacer poco gasto”. Esa misma sensación parece corroborarse cuando uno se adentra en la obra del citado escritor francés Charles Péguy, Un nuevo teólogo: el Sr. Fernand Laudet (Recientemente publicada por la editorial Nuevo Inicio del Arzobispado de Granada).
Con no poca ironía, Péguy, partiendo del contrapunto que para él representa la ácida crítica que le ha brindado el Sr. Fernand Laudet, va a trazar, a grandes rasgos, lo que constituiría el más bello retrato que se pudiera hacer de la labor de un teólogo. Y todo ello, como ya he dicho, con no poca ironía: Laudet “es como el turista de calidad, que no sabe una palabra de italiano, ni tampoco una palabra de Italia; pero que en Módena empieza a decir quattrocento”.
Péguy, resarciéndose de la crítica, traza la “quintaesencia” de lo que sería el método de la buena Teología que pasa “por medio de una profundización constante de nuestro corazón en el mismo camino, de ninguna manera a través de una evolución, de ninguna manera retrocediendo”. Para Péguy el camino es claro: “[…] Lejos de doblegar esas grandezas y de sobreponerlas a nuestras mediocridades por medio de un empalme mal ajustado, hice, al contrario, partiendo de nuestras mediocridades, la ascensión que debía hacia la consideración de esas grandezas”. Junto con estos datos, Péguy tiene muy claro el asunto de las fuentes y el modo de acercamiento a las mismas: “Para nosotros los cristianos, los libros místicos, comenzando por los Evangelios, remontándonos hasta la Biblia, y contando entre ellos los Procesos de Juana de Arco, son libros de alimentación, de ninguna manera autores sobre los que uno se instruye, documentos de los que uno se rodea”.
Como todo buen teólogo que se precie no ignora la herejía a la que ha de batirse: “Esa idea, esa proposición, de que habría habido un cristianismo, una cristiandad, una fe, un cristiano y por consiguiente una Iglesia, ingenua y cándida, y que después y que hoy habría otro cristianismo, otra cristiandad, otra fe, otro cristiano y por consiguiente otra Iglesia, que no sería ingenua y que no sería cándida”. Esta sería la caracterización de esa herejía a la que define como “una de las proposiciones heréticas más groseras, una de las herejías más gruesas tanto históricas como de fe”.
En el retrato que del teólogo hace Péguy es de vital importancia defender “que de la cultura hacia la fe no hay, no hay en modo alguno, contradicción, sino, por el contrario, una profunda complicidad, un parentesco profundo, un alimento profundo de la cultura para la fe, literalmente una vocación, un profundo destino de la cultura hacia la fe”. No abunda este teólogo, precisamente, en “el epíteto de sacristía” puesto que tampoco abundará en “el temor de que la palabra de Dios se tome al pie de la letra”; conviene huir de esos términos que “debilitan”, “entibian” o “ablandan”.
Finalmente, este teólogo se distinguirá por su capacidad de loa con respecto a la belleza de la Iglesia: “Nada es tan bello como una fidelidad en la prueba, nada es tan bello como el valor en la soledad, nada es tan bello como esa especie de eternidad temporal, nada es tan bello, nada es tan grande como aquel a quien se le confía el puesto de la soledad”. No en vano, “[…] esta Iglesia moderna […] tiene una especie de gran belleza trágica propia, casi una gran belleza, no de viuda sino de mujer que guarda ella sola una Fortaleza. Una de esas bretonas, una de esas francesas heroicas, una de esas castellanas trágicas que años y años guardaban intacto el Castillo para el Señor y Dueño, para el Esposo”. Así las cosas, tendrá este teólogo que hacernos ver como “todos somos islotes batidos por una incesante tempestad y nuestras casas son todas fortalezas en la mar”. En definitiva, hacernos comprender “que las virtudes que entonces sólo se requerían de una cierta fracción de la cristiandad hoy se requieren de la cristiandad entera”.