Inventariar tesoros


Solamente quien va al paso de Dios entre los hombres descubrirá a Dios

Aquel que conoce la Sagrada Escritura es “como un propietario que saca de su tesoro lo nuevo y lo antiguo” (Mt 13, 52); no saca sólo lo viejo materialmente, sino que espiritualmente saca sólo lo nuevo, si sabe inventariar su tesoro bajo la guía del Espíritu Santo que animó en su día la Palabra.

En esta tarea de inventariado necesariamente habrá de aparecer la experiencia de Job – en lo que bien podría ser denominado como una “paradójica esperanza” – como la más verdadera “paleontología de la Revelación”. O el estar mismo de Moisés entre “el martillo y el yunque”. O el citado inventariado ayudará a responder a preguntas tipo: “¿Acaso no es legítimo que el hombre, deseoso de contemplar a su Dios, trate de descifrar la imagen del creador que él lleva en sí y que después dedique todos los recursos de su técnica para expresar en la materia, de la que Dios le ha hecho dueño, los trazos de su propio Señor así vislumbrados?”.

Entre los elementos de este inventario ocupan un lugar especialísimo los profetas dando al conocimiento de Dios un sentido que lo sitúa en las “antípodas del gnosticismo”. Solamente quien va al paso de Dios entre los hombres descubrirá a Dios. Y para ir al paso de Dios no hay más que un medio: hacer justicia con respecto al prójimo. Así se establece un verdadero corazón a corazón con Dios que es “aquel que hace justicia”: “Aquel que quiere gloriarse que busque su gloria en esto: tener inteligencia para conocerme, saber que Yo soy Yahvé, que soy origen de la compasión, el derecho y la justicia sobre la tierra porque son estas cosas las que yo quiero. ¡Oráculo de Yahvé!” (Jer 9, 23).

El recorrido por el inventario también ayudar a poder descubrir “en la base del Antiguo Testamento” un postulado que “se olvida demasiado pronto y que generalmente no se tiene en cuenta en nuestros días”: “si el hombre no reconoce por encima de él mismo la única autoridad de aquel que le modela, que le da el ser, este hombre perderá rápidamente su libertad, se forjará él mismo mitos o falsos dioses, se humillará ante otras potestades y no será ya más él mismo”.

Pero hay un dato esencial en esta tarea de inventariado y que además podría ser considerado como el verdadero Leitmotiv del Antiguo Testamento: “Yahvé nuestro Dios es un Dios celoso” (Ex 20, 5). Es el Dios “desgraciado en amores”. Si no que se lo pregunten a Oseas cuando comprendió “los secretos motivos de los celos de Dios”. Unos celos que eran, en realidad, lo contrario, y al mismo tiempo la clave, de un sentimiento que no habría sido jamás imaginado en el Creador respecto de su criatura: “que Dios se enamore de su criatura, enamorado de aquello que no vive sino de Él, de aquello que ha sido hecho por Él, de aquello que nada puede aportarle”. Y sin embargo, en estas lides, no se trata solo de conmiseración, no se trata tan sólo de compasión, de “sentir una cierta inclinación”, “se trata de amar”. Mas como no hay amor sin admiración, se convierte en “cosa grave” decir que Dios “admira” a la criatura porque ama. Lo novedoso de esta apuesta divina adquiere su más originales trazos en el Cantar de los Cantares donde el amor de Dios por su pueblo es dibujado con los más “apasionados acentos”, “no temiendo sublimar las imágenes de un erotismo sensual para alabar esta unión que se escapa sin cesar y cuya consumación sellará la reconciliación de Dios con los hombres”.

Ya, únicamente decir que el inventario no es de un servidor sino del padre dominico Dominique Barthélemy en su libro Dios y su imagen. Esbozo de una Teología bíblica (Madrid 2011) que, dicho sea de paso, fue calificado por el teólogo Hans Urs von Balthasar como de verdadera “obra maestra”.