El lugar más santo del mundo


Eran las diez de la mañana de un luminoso y limpio día de enero en Roma. Yo, que pasé en la capital italiana el más intenso año de mi vida, puedo asegurar que casi todas las mañanas de Roma son luminosas y limpias. Quizá por su proximidad al mar. Quizá porque Dios aparta las nubes para comunicarse con el Vaticano sin que nada entorpezca.
La cuestión es que (muy a cuento de Dios y el Vaticano) había quedado en la puerta de San Juan de Letrán, la catedral de la Ciudad Eterna, con mi amigo Jesús, sacerdote cordobés que se encontraba allí realizando su tesis doctoral en Historia del Arte.

Jesús y Teo en San Clemente (Roma).
Jesús y Teo en San Clemente (Roma).

Cuando Jesús y yo nos juntamos renace en nosotros el espíritu Indiana Jones de todo apasionado de la Historia y sus vestigios materiales. Por ejemplo, recuerdo cuando subimos a la torre de la iglesia de San Miguel en Córdoba. Él bajó con su ropa (negra, claro) manchada de blanco por todas partes. Yo, que iba en chanclas «de tirilla» porque era verano y el plan fue inesperado, logré a duras penas sobrevivir a la enrevesada escalera. Al pisar tierra besé, aliviado, suelo cordobés. Y sentencié: «P’abernos matao«.
En esos días en Roma le llevé a un lugar de acceso más sencillo: mi pizzería favorita, que se encuentra cerca de Plaza Navona y a cuya placita, que todavía mantiene el sabor de la Roma auténtica, los ancianos del barrio sacan sillas y una mesa plegable para jugar al ajedrez.
También fuimos a los famosos restos arqueológicos paganos y cristianos que hay bajo la iglesia de San Clemente. Sabía de su existencia desde que, quince años antes, me encontrase cerca de ellos y por casualidad con Enrique Melchor, que había sido mi profesor de epigrafía y numismática romanas en la Universidad de Córdoba. Sin embargo, no los había visto nunca, y Jesús me acompañó. Apenas comenzamos a descender por las escaleras, la humedad y la piedra se colaron por nuestras narices. Nos miramos y dijimos: «Ya empieza a oler bien». Era ese inconfundible olor que muchos conocéis. Olía a Historia.
Pero lo que a las diez en punto de esa mañana visitamos era algo junto a la basílica de San Juan: La Scala Santa. Según la tradición, sería la escalera que Jesucristo habría subido en el Palacio de Pilatos y que Santa Helena, madre del emperador Constantino, llevaría después a Roma.
Al final de la misma se encuentra el Sancta Sanctorum, la capilla privada de los Papas en su antiguo palacio de Letrán, que era donde residían los pontífices antes de trasladarse al Vaticano. Siendo ambos elementos (la capilla y la escalera que sube hasta ella) prácticamente lo único que queda de aquel complejo.
Aunque la Scala es de libre acceso en su horario de apertura, no resulta común entrar al Sancta Sanctorum, como íbamos a hacer. En el vestíbulo previo al mismo había dispuestos varios bancos, a modo de oratorio, y Jesús se quedó esperando sentado en uno de ellos mientras yo salía a la calle para ir al cuarto de baño en un bar.
Si la mayoría de los sacerdotes transmiten serenidad, Jesús se lleva la palma. En ocasiones, incluso me recuerda a James Bond. Tuve un ejemplo en el instante en el que regresé junto a él y giró levemente la cabeza hacia mí. Un 007 con alzacuellos me miró y me preguntó con absoluta calma:
– ¿Lo has notado?
– ¿El qué? – Respondí –
– El terremoto.
Hubo hasta tres aquella mañana. Uno de ellos con epicentro en Amatrice, que meses antes había quedado devastada por otro seísmo. Estos tres se notaron en Roma pero, si bien se cerró el Metro por precaución, no provocaron daños. Yo ni me cosqué de ninguno. Creo que por esa ciudad paseo tan maravillado que mis pies no tocan el suelo.
Inmediatamente accedimos al Sancta Sanctorum con el privilegio de tener a la guía del espacio sólo para nosotros. Una inscripición señala que en el mundo no existe otro lugar tan santo como ese, lo que me hizo sentir aliviado. Pensé que, si debía haber un temblor más fuerte, en un sitio así seguro que estábamos a salvo. O, en el peor de los desenlaces, iríamos al Cielo directamente.
La guía nos estuvo contando que tan sacra consideración se debía a la enorme cantidad de reliquias que acumulaba y que a día de hoy se encuentran dentro de la mesa de altar. Estuvo enumerando algunos de los santos a los que, según la tradición, correspondían, y hubo un nombre que hizo que Jesús me mirase y se pronunciase mostrándose, esta vez sí, sorprendido: Santa Eufemia. Porque mi padre es de la localidad cordobesa de Santa Eufemia, de donde esta Santa, obviamente, es patrona.
Pero en la región italiana de Calabria hay dos pueblos cuyo nombre es también Santa Eufemia (aunque uno de ellos, en la actualidad, se ha unificado con otros). Y resulta que los nacidos la Santa Eufemia de Córdoba son llamados, curiosamente, calabreses. Es decir, existe alguna relación histórica entre la Calabria italiana y la villa cordobesa.
La leyenda local del municipio andaluz lo explica narrando que fue un grupo de mercenarios calabreses (italianos) el que reconquistó, gracias a la inspiración de su venerada Santa Eufemia, el enclave musulmán para el rey Alfonso VII en 1155. Y de ahí vendría no sólo el topónimo cristiano del mismo, sino, claro está, su gentilicio.
La cuestión es que allí, en el autoproclamado lugar más santo del mundo, estaba (está) ella. O, bueno, al menos parte de ella. Coincidencia que ponía su grano de arena para convertir en mágicos aquellos días de los que ahora se cumple un año. Un grano de arena para que sienta Roma más mía todavía. Y siendo este otro descubrimiento realizado en las indagaciones junto a mi amigo Jesús, agente de Dios. Como él ha bromeado alguna vez, un 007… con licencia para confesar.