La cabeza (que no es) de Lagartijo


Según los textos antiguos, el héroe Perseo nunca montó a Pegaso. Contrariamente a lo que nos han enseñado el cine y la televisión, el jinete de este caballo sería Belerofonte, mientras que Perseo consumaría sus hazañas volando gracias a unas sandalias aladas que le había regalado el dios Hermes.

Monumento al Gran Capitán, de Mateo Inurria.
Monumento al Gran Capitán, de Mateo Inurria. /Foto: LVC

Pero ello no significa que la relación entre ambos sea una cuestión meramente cinematográfica ni contemporánea. Mi amiga Dámaris Romero, Profesora de Filología Clásica de la UCO y mi asesora en lo que a mitos clásicos se refiere, apunta que esa confusión (o aportación) la debemos a Ludovico Ariosto, poeta italiano de los siglos XV y XVI.
Este tipo de relatos fueron los que que abordé en la conferencia Mitos y leyendas del caballo en Córdoba que expuse en el Real Círculo de la Amistad a principios de 2016. Y, por si alguien se lo pregunta, aclaro que la vinculación entre la historia de Pegaso y nuestra ciudad estriba en las representaciones de este personaje que conservamos en ella. Por ejemplo, el precioso mosaico que encontramos en el Museo Arqueológico.
Aquella conferencia ha sido la única que he impartido, pues las demás charlas que he dado no incluían contenidos como tales, sino que eran narraciones de mi experiencia profesional en el campo de la divulgación cultural. Y tengo que admitir que, quizá por ser la primera, no me salió muy bien. Acostumbrado a hablar y explicar de pie, en esa ocasión lo hice sentado y me sentí raro. La responsabilidad fue mía, en todo caso.
Pero a lo que íbamos: Tras el mencionado asunto de Pegaso, me extendí en tradiciones como la de la Fuente y Posada del Potro o la de la aparición de la talla de la Virgen de las Angustias sobre un asno (que traté en otro PaTEO), terminando con la más reciente: la del caballo de las Tendillas.
Todos los cordobeses han escuchado alguna vez que la cabeza de la escultura del Gran Capitán es de mármol blanco, contrastando con el resto del monumento ecuestre, debido a que no correspondería al diseño del autor, Mateo Inurria. Según esta leyenda urbana, la supuesta cabeza original en bronce habría sido destruída por un rayo, una bomba durante la Guerra Civil o algún otro sonado motivo; o, según cuentan otras versiones, no habría habido dinero para realizarla, quedando así el conjunto sin rematar. Entonces se habría colocado en su lugar otra, de mármol, que representaba a Lagartijo, primer Califa del Toreo cordobés.
Sin embargo, Rafael Molina Sánchez (este era su nombre) queda hoy tan lejos en el tiempo que muchos jóvenes afirman que la cabeza es de Manolete. Y, por supuesto, no faltan variantes más caseras del mito, como que la blancura se deba a los excrementos de las palomas o al efecto del sol.
Pues bien, desmontados estos bulos y aclarado que la obra completa, con la cabeza tal y como la vemos hoy, corresponde al proyecto de Mateo Inurria de 1915, culminé mi exposición y llegó el turno de preguntas. Un público estupefacto cuestionó, incansable, mi postura: Estaban convencidos de que yo había caído en un error y la testa debía ser la del torero.
Finalmente, mi amigo Jesús Cabrera (compañero, por cierto, en este medio escrito), que me había presentado al comienzo del acto y que es un gran conocedor de la historia de Córdoba, tuvo que sentarse de nuevo a mi lado, coger el micrófono y detallar los motivos que llevaron a esta confusión: entre otros, la amistad del padre de Mateo Inurria con Lagartijo, el retraso en la culminación del monumento o que, efectivamente, el escultor realizase un busto de este personaje (pieza que nada tiene que ver con este proyecto y que hoy se encuentra en el Museo de Bellas Artes). La verdad es que, a pesar de ello, los asistentes seguían sin tenerlo claro. Pero ya no hubo más preguntas.
Lo que aquel día ocurrió fue lo mismo que he vivido centenares de veces al desmentir el asunto en la propia plaza cuando realizo paseos guiados: la tradición de que la cabeza en cuestión representa al diestro es algo tan identitario de nuestra ciudad que las pruebas a menudo no son suficientes para convencer de lo contrario al impactado oyente.
Y es normal. Por mucho que nos empeñemos en lo contrario, somos seres maravillosamente emocionales. Por eso a los cordobeses nos cuesta admitirnos a nosotros mismos que Lagartijo queda fuera de la ecuación, al igual que a todo ser humano le cuesta admitir el penalti cometido por su equipo de fútbol, las mentiras del político al que vota o los defectos (en ocasiones injustificables) de la persona a la que ama. De hecho, un supuesto argumento que muchas veces me han dado los defensores de que la cabeza sí corresponda al torero es «porque mi padre me lo decía». Más emotivo e identitario, imposible.
Por eso, uniendo Historia, tradición oral y esencia cordobesa, podemos sentenciar que la que emerge orgullosa en el centro de la Plaza de las Tendillas mirando al atardecer no es la cabeza del gran Gonzalo Fernández de Córdoba. Bueno, sí. Pero no. Se trata, admitámoslo, de la cabeza que no es de Lagartijo.

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