Se llama diez mil Euros


Rafael del Campo
Rafael del Campo Blog

Se llama diez mil Euros

I.- No se veían desde que abandonaron el Instituto.

Él la recordaba como una niña alegre, luminosa, efusiva…En la adolescencia atacada de kilos. Por eso algo acomplejada. Le sorprendió verla tan estilizada ahora. En la plaza, su melena rubia flotaba cuando el aire fresco la acometía. Su sonrisa chispeaba, como una candela, en la noche veraniega. No había perdido el magnetismo, esa extraña fuerza que hace a algunas mujeres, sean guapas o feas, irresistibles.

Ella lo recordaba más bien pazguato, tímido, incapaz de confrontar la mirada con una chica. Como un huevo sin sal. Su fragilidad movía a ternura. Por eso le sorprendió verlo ahora tan seguro. Las canas precoces le daban un aire interesante. Conservaba una envolvente voz de terciopelo. Y unos labios…

II.- No se veían desde que abandonaron el Instituto.

Ella estudió en la capital. Filología Inglesa. Cuando acabó la carrera pasó un par de años en Londres, cuidando niños. “Au pair“ se llama. Volvió a España. Lo pasó mal. Estuvo varios años dando clases particulares. A duras penas llegaba a fin de mes. Si llegaba. Pero ahora tenía un contrato en un colegio privado. A tiempo parcial, cierto. El sueldo recortadito. Pero ella era alegre, luminosa, efusiva… para celebrarlo había vuelto al pueblo, a las fiestas. Quería compartir la felicidad con sus amigas de toda la vida.

Él estudió en Madrid. Derecho y Administración de Empresas. El máster vino luego, en Estados Unidos. Ejecutivo de grandes empresas desde primera hora. Conocía medio mundo. Bueno, es una frase hecha, un modo de hablar: realmente conocía mucho más de medio mundo. Hace unos años había fundado su propia compañía. Trabajaba mucho pero ganaba aún más. No pensaba volver al pueblo, pero había recalado para vender unas propiedades de sus padres y se había encontrado las fiestas. De sopetón. Sin esperarlo.

III.- No se veían desde que abandonaron el instituto.

Pero se reconocieron rápidamente. Charlaron. En la plaza, la música era estridente. La aglomeración insoportable. Bebieron. Seguramente más de lo prudente. Por un momento, él creyó que seguía siendo un adolescente. Que nada había pasado. Que aun era un chico pazguato, tímido, incapaz de confrontar la mirada con una mujer.

Por un momento, ella pensó que era todavía una adolescente gordita, alegre y efusiva. Pero tímida. Y algo acomplejada.

Se dieron cuenta de que todo había cambiado cuando se besaron entre la multitud. Vorazmente. Desinhibidos. En la plaza, la música era estridente. La aglomeración insoportable. Olía a fritanga. De churros, de japuta, de bacalao. Fritanga. Y a chuletas requemadas. Y a pinchitos.

Sonaba “Paquito el Chocolatero“. En un rincón, un borracho cantaba a gritos “ Soy cordobés”. Más bien rebuznaba. La panza se le derramaba por fuera de la camisa. Nadie lo miraba. Su soledad movía a la ternura.

Ella dijo:

– Vamos a un sitio más tranquilo

Fueron al hotel.

Por el camino, las manos de ella eran serpientes cálidas. Las de él halcones voraces. O al revés: las de ella halcones y las de él serpientes. Tanto daba.

IV.- No se veían desde que abandonaron el instituto.

Él pensó que habría dejado una nota, un teléfono. Algo. Pero nada. Era un romántico. O un ingenuo. O un imbécil.

Desayunó sólo. Le dolía la cabeza. Garrafón seguro. Qué malas son las mezclas. Pagó en recepción.

Era un romántico. O un ingenuo. O un imbécil:

– ¿Han dejado alguna nota para mí?

– Nada, señor.

Una semana más tarde le llamó un abogado.

– Tenemos preparada la denuncia por abusos.

Tenemos pruebas, fotos, testigos, análisis de semen…. En fin…

Enfureció:

– ¡¡¡Esto se llama chantaje!!! Ella quería, igual que yo. Ambos queríamos. El abogado susurró indiferente, muy profesional él:

– Si puede, que no va a poder, acredíteme el “SÍ” de mi clienta. Y, por cierto, no se llama chantaje.

Carraspeó:

– Se llama diez mil euros

Él era un romántico. O un ingenuo. O un imbécil. O las tres cosas a la vez. Sí, las tres cosas a la vez.

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