Los ocupas
I.- A León le habían puesto León en recordación de su abuelo, cabo primero de la Guardia Civil, que lucía el mismo nombre y que, poco tiempo antes de él nacer, había doblado el tricornio para siempre. Así que sus padres pensaron que era conveniente dejar un vestigio del difunto, para que el fragor del olvido no lo devorara y quedara algún hilo de su memoria entre los que lo conocieron.
– ¿ Cómo se llama el niño ?
– León… como el abuelo.
Y la aclaración, sobre todo cuando el niño fue creciendo, era harto conveniente porque León (el pequeño) era muy menudillo de cuerpo, con cara de pasmado y un carácter resignado y más bien pusilánime, lo que se desajustaba con la grandeza que sugería su nombre.
– ¿ Cómo se llama el niño ?
– León…como el abuelo.
Además León era corto de discernimiento y muy bondadoso, siempre dispuesto a agradar a
quien necesitara algo, siempre olvidado de sí mismo, y afanado en servir a quien se lo pidiera.
Tantas veces abusaban de él que un día, su padre, le dijo:
– Hay que ser bueno, pero hay que hacerse respetar, defender lo de uno.
– Sí, padre.
II.- Cuando creció, el padre movió papeles a ver si le averiguaba una paga del Estado porque para valerse por sí no estaba el chaval. Y como tenía amistades y buenas agarraderas donde dan las pensiones, le consiguió una, que era escasa, pero suficiente.
Y entre la paga y lo que le daban las monjas por tenerlo de jarrillo de mano en el convento,
haciendo recados y cuidando el jardín, León se valía para vivir por sí solo, lo que daba a su
padre harto consuelo y le hacía encarar la muerte con la paz de saber que, al faltar, no dejaría en el mundo a un pobre hijo, desvalido y balduendo, sin pan y sin camino.
III.- Cuando sus padres murieron, le dejaron al niño León su casa a las afueras del pueblo, con su “miajilla” de jardín y su poquito de huerto, sus frutales y una pequeña alberca, cuajada de ranas, para regar en verano. Allí pasaba sus soledades cultivando el terruño y cuando los árboles daban frutas, las más lozanas eran para las monjas; y cuando la tierra daba tomates, los más coloradotes y sanos, eran para las monjas.
León era agradecido:
– Aquí tiene, hermana, para la comunidad.
León, a fuerza de la costumbre de estar consigo mismo, no se sentía nunca solo. Y con que
alguien le sonriera o le dijera adiós con la mano, quedaba alimentado para mucho tiempo. Y si se aburría hablaba con los pájaros, con las ranas en verano y hasta con padre hablaba.
Y padrele hablaba a él:
– Hay que ser bueno, pero hay que hacerse respetar, defender lo de uno.
– Sí, padre.
IV.- Y así pasaba la vida de León, plácida y en paz, como un río ancho y caudaloso, que no se afana en nada, como no sea en discurrir por su cauce e ir refrescando sus riberas. E ir haciendo el bien a su paso. Hasta que un día, después de la faena en el convento, volvió a su casa. La cancela estaba forzada y adentro, en el jardín, había un pitarrillo de gentes tocando la flauta y fumando porros. A León, aunque era poco esclarecido, la mente le dijo que eran ocupas y que la cosa estaba bien jodida.
Uno con rastas y bastante guarro de apariencia, que parecía el jefe, se le encaró:
– Largo de aquí, la casa es ya nuestra. Tú vete a vivir con las monjas.
Un niño churretoso lloraba en un rincón del jardín y uno más grandecete se había subido al
peral y había tronchado una rama. Se había pegado un jardalazo considerable. Y también
lloraba.
Y el de las rastas :
– Largo de aquí, la casa es ya nuestra. Tú vete a vivir con las monjas.
Sobre un rincón del jardín, unos del grupo habían hecho una candelilla y asaban sardinas. Un humo pringoso lo atufaba todo, en un sahumerio asqueroso mitad porro mitad pescado.
Y el de las rastas :
– Largo de aquí, la casa es ya nuestra. Tú vete a vivir con las monjas.
V.- La policía le dijo que no podían hacer nada. Que había menores establecidos y que la ley los protegía. Que qué más quisieran ellos que entrar con las porras repartiendo estopa, pero que la ley es la ley y hay que cumplirla, y que encima ahora, con el gobierno que padecemos….
Las monjas le dieron cobijo en el convento y le averiguaron un abogado.
Y vino lo de siempre con las cosas de la justicia: que a ver, que los plazos son los plazos, que estamos en un Estado muy garantista, que el juzgado está colapsado…En fin, lo de siempre.
Hasta que una noche, mientras dormía en la celda que le habían cedido las monjas, a León se le apareció padre:
– Hay que ser bueno, pero hay que hacerse respetar, defender lo de uno.
– Sí, padre.
Echó mano de un escardillo y tiró para su casa.
La luna, desde lo alto, lo contemplaba todo.
Los ocupas estaban borrachos y fumados.
El de las rastas fue el primero que lo vio. Y se encaró con León:
– Largo de aquí, la casa es ya nuestra. Tú vete a vivir con las monjas.
Pero el escardillo de León le abrió la cabeza así que le quitaron las ganas de amenazar.
Otro fuertote se abalanzó sobre León pero, de nuevo, el escardillo fue más rápido, y le
desvencijó la quijada.
– ¡Ay, ay, ay!
Huyeron. No quedó nadie.
La luna, desde lo alto, lo contemplaba todo.
León pensó que qué triste era que él, con sus limitaciones, tuviera que averiguárselas sólo.
¡Qué dónde estaba la justicia!
VI.- Al día siguiente León amaneció temprano y se puso a barrer y a limpiar su casa y a encalar paredes: a destajo trabajó. No paró ni para comer. De vez en cuando echaba un buchito de agua y se comía un coscurro de pan. Y pim, pam, pim, pam, seguía trabajando.
Cuando el sol traspuso por el horizonte sintió que todo estaba a su gusto, bien curiosito y oliendo a limpio.
Entonces se sentó junto a la alberca. Abrió por mitad un enorme tomate rojo. Y le echó un
pellizquito de sal. Lo mordió. El juguillo le chorreaba por las comisuras de los labios.
Tres o cuatro ranas gordísimas lo contemplaban desde la superficie del agua de la alberca, un agua verde, verde esperanza, que hacía presagiar un futuro hermoso. León las encaró:
– Digo que no es de justicia que sea yo quien tenga que jugármela para recuperar lo mío.
¿Para qué están las autoridades? ¿Para qué votamos? ¿Para qué pagamos
contribuciones?
Dio otro bocado al tomate. El sol ya se había hundido más allá del infinito pero como la luna estaba plena, la oscuridad no era densa y las figuras de los árboles clareaban en la noche sus sombras verdes. Con mucho sentimiento se acordó de padre. Pensó que desde el cielo, estaría muy orgulloso de él. Entrecerró los ojos y le pareció oír, entre el rumor de la brisa, las antiguas palabras de padre:
– Hay que ser bueno, pero hay que hacerse respetar, defender lo de uno.
Y musitó :
– Sí, padre.
Y se sintió muy satisfecho. Y feliz.