Los tres castoreños


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I.- La abuela Dolores cumplió los cien hace varios años y con sus achaques y sus puniciones ahí sigue tan terne, la mujer.

– Abuela, ¿cuántos años tiene usted?

– Yo, como la coñac…

Y ante la perplejidad del preguntador, se sonríe pícara y aclara :

– Yo como la coñac…ciento tres.

La abuela es muy discreta y  no se queja jamás: ni de los dolores del reuma, ni de los mareos que la afligen cuando menos se lo espera y la hacen derrumbarse, ni del resto de penitencias que la vejez le impone. La abuela, si acaso, se lamenta de estar viva todavía, tan a destiempo, molestando a su hija  que  ya es delanterilla y tiene también su edad y las lacerías que impone el paso del tiempo y  a la que , por todo ello, se le hacen cuesta arriba  las servidumbres de tener una madre tan revieja.

– Abuela, ¿cuántos años tiene usted?

– Yo, como la coñac…ciento tres.

Cuentan que la abuela Dolores fue una moza de impresión: una morenaza de esas que pare Córdoba tan a menudo. Y castiza, además. Y “ bragá “. No podía ser de otra manera. Su padre, el señor Manuel,  picador de toros,  fue muchos años con Belmonte; aún se recuerda su senequismo y una forma de picar los toros, tan medida, que podría decirse que era casi dulce. Su marido, Julián del Río, también fue varilarguero fino, con mucho temple en la mano izquierda, que es la que gobierna el caballo, y permite que la suerte se haga con torería. Y, con esa reata, pasó lo natural: que la abuela Dolores, cuando llegó la hora, parió un varón que, con el andar del tiempo, también fue piquero muy celebrado y que siempre anduvo colocado en las mejores cuadrillas:  “ Manoliyo de Córdoba “, se llamó.

– Abuela, ¿cuántos años tiene usted?

– Yo, como la coñac…ciento tres.

II.- La cosa es que, hace unos días, se la llevaron al hospital: que unas fiebres, que si no respira bien…en fin, que se alarmaron

– A ver si va a ser el covid.

Y era el covid. Dicen que los nietos andan todo el día de botellón, sin mascarillas ni nada y que han traído el infecto a casa. Y es que muchos jóvenes no tienen conciencia de nada: lo suyo es la diversión y punto ¡Qué triste !

La abuela, como está tan lúcida,  se maliciaba que la dejaban internada, así que se ha preocupado ella misma de hacer su hatillo.  Y cuando lo tiene todo más o menos averiguado abre el armario, trastea y saca tres castoreños: el de su padre, el de su marido, y el que fuera de su hijo….Los tres  murieron hace mucho y le han visto ya el rostro a Dios.

Y remira los castoreños, los acaricia, y los abraza con mucha delicadeza.

– Me los llevo también. Son mis recuerdos…son mi vida ¿sabéis? Donde yo vaya, van ellos.

Luego  los mete delicadamente en una bolsa grande.

– Ea, vámonos para el hospital,  que se atardece.

 

III.- Hoy, los pocos conocidos que tenía la abuela Dolores, la hemos despedido para siempre en el Cementerio de la Salud. Mientras iban emparedando su último cuartillo, ya encajado  en sus adentros el ataúd pobre y brilloso, alguien, creo que un nieto, a lo mejor el del botellón, quién sabe,  he echado al hueco los tres castoreños , porque es de ley que a la abuela la acompañen sus recuerdos, también en este último aposento, y que todos juntos se hagan compaña en esa soledad.

– Me los llevo también. Son mis recuerdos… son mi vida ¿sabéis ? Donde yo vaya, van ellos.

A la vuelta, mientras atardecía este día de octubre ,  luminoso y frío, he parado en el bar de Roque a echar un cafelillo que me consolara el cuerpo, pero sobre todo que le diera alivio el alma. Y he querido aliñarlo con unas gotillas de coñac que le aporten más reciedumbre a la infusión.

– Ponme de ése, he dicho señalando una botella.

Y Roque ha servido en la taza humeante  un chorreón de coñac 103.

Luego, conforme bebía,  he sentido que, con ese sorbo de café negro, berrendo en coñac 103, homenajeaba a la abuela Dolores, que ya no cumplirá, por más que nos empeñemos,  los ciento cuatro, y he recordado sus carnes enjutas, su pelo blanco, y esa sonrisa pícara:

– Abuela, ¿ cuántos años tiene usted ?

– Yo, como la coñac…ciento tres.

Y he columbrado la ingratitud de nuestra generación para con nuestros mayores,  que mueren solos y desasistidos, como si fueran muñecos rotos e inservibles. Y he sentido entonces la tristeza que dejan en el alma lo definitivo y lo inevitable.