En la salud y en la enfermedad


 

 

6 de agosto de 1.978

I.- En cuanto Cristobalillo  salió del taller tomó  la bicicleta y salió zumbando. Recorrió  a toda velocidad  las calles empedradas, con pericia y desenfado, tomando las curvas muy pegado a las paredes, apurando con descaro las servidumbres de la ley de la gravedad. Como le gustaba epatar al personal,   combinaba trayectos  en los que no asía el manillar y otros en los que, atropelladamente, asustaba  a   paisanas viejas y gruñonas, a las que sorteaba en el último momento con un sesgo magistral:

  • ¡ Chiquillo, mira por dónde vas…!

 Unos niños jugaban con una pelota de goma en la plaza  de la Iglesia . En las cumbres de los cipreses, mientras la tarde languidecía  azul y pausada,  los tordos ensayaban  los últimos silbos del día.  Una felicidad intrascendente iluminaba la ciudad como si,  para siempre,  todo hubiera de  ser  así: sencillo y hermoso. Hermosamente sencillo. Pero, de pronto, las campanas empezaron a tañer a muerto con unos sonidos rítmicos, redondos, tristísimos…

  • Dom…dom…dom

Y los tordos, asustados, volaron precipitadamente  en dirección a los álamos del río.

Fue entonces cuando el cura salió a la plaza y regañó a los niños:

  • Fuera de aquí…no es día de juegos, el Papa Pablo VI ha muerto .

Cristobalillo, indiferente al óbito,  continuó en su bicicleta. Dejó las calles empedradas de los últimos arrabales de la ciudad  y tomó un camino de tierra que subía hacia la sierra. En el alcor, entre una maraña de variadas tonalidades de verdes (de arbustos, de encinas, de pinos) emergía grandioso un antiguo convento. Todos lo conocían como el colegio de las monjas, porque este era su  uso principal: el de colegio. Cuando llegó a los aledaños del edificio  la noche ya había caído y las sombras estaban aquerenciadas entre los árboles, enredadas en los arbustos ,cegando con una densa oscuridad las  vaguadillas… Desde la ciudad, que descansaba abajo en el llano, gateaba premioso el tañido de las campanas  :  sonidos rítmicos, redondos, tristísimos…

  • Dom…dom…dom…

Entonces Cristobalillo recordó que había muerto el Papa de Roma.

II.- Cristobalillo recorrió la muralla del convento hasta llegar a la portezuela herrumbrosa que daba al norte y que, camuflada entre las hiedras, apenas se distinguía. Se aseguró de que sólo estaba  encajada. La dejó entreabierta y esperó.  Clarita no  podía zafarse siempre de la vigilancia de las monjas pero, si todo iba bien, las cosas transcurrirían como él pensaba: primero oiría un charabasqueo acercándose y luego, al poco, un silbido tenue. El respondería con otra señal. Y al instante la puerta herrumbrosa que daba al norte se abriría y aparecería Clarita. Se abrazarían en silencio y se perderían entre las sombras para ver, en lejanía, las luces tristes de la ciudad que yacía en el llano. Todo sería muy fugaz. Hablarían del futuro, de esa vida que deseaban compartir juntos, de los proyectos…Pero pronto, demasiado pronto,  Clarita tendría que volver al colegio. Algunas veces Clarita le permitiría un beso y él sentiría, como un fogonazo, la suave caricia  de sus cálidos labios.

Aquel día, sin embargo, Clarita dijo :

  • El Papa ha muerto y las monjas están con sus rezos en la capilla. Podremos entretenernos algo más.

Hablaron con más detenimiento:  Cristobalillo contó que  lo acababan de hacer encargado del taller y que  Don Gumersindo, el jefe, lo tenía en mucha estima y le había subido el sueldo y había convocado al resto de los trabajadores y había dicho :

  • A partir de ahora, cuando yo no esté, quien da las órdenes es Cristobalillo. Tened claro que aunque es el más joven es el que os manda.

Uno de los trabajadores había rezongado  entre dientes y Don Gumersindo, al apercibirse, se limitó a mirarlo muy serio. Y a remachar :

  • Ya lo sabéis. Y ahora a trabajar.

La pareja miraba las luces de la ciudad en lejanía. Las campanas habían enmudecido y solo se oía la brisa enredada en las copas de las encinas y el maullido lejano de algún mochuelo. Pero sobre todo se oía el silencio, el silencio de la noche.

Cristobalillo miraba a su novia , su sereno perfil, su pelo alborotado por la brisa, sus ojos más negros aun que la oscuridad de la noche. Y deseó que todo fuera siempre así siempre: sencillo y hermoso. Sencillamente hermoso.

Esa noche, al despedirse, Clarita le permitió besarla y él pudo sentir, como un fogonazo, la suave caricia de sus  cálidos labios.

6 de agosto de 2.020

I.- Don Cristóbal se sentía ridículo : una inquietud trémula e insistente  le sacudía los adentros .  Era  una emoción adolescente que, en un hombre de sesenta años, podía parecer artificiosa o impostada. Pero en su caso no lo era. Porque un barullo de  extrañas sensaciones  le culebreaba por el pecho, por la punta de los dedos, por la columna vertebral… con tanta intensidad que le hacían estremecerse.  Él conocía perfectamente la causa de esas sensaciones  : a la mañana siguiente, bien tempranito,  recogería  a  Inés y comenzarían un viaje, su primer viaje, sin destino y sin más afán que el de estar juntos.

De vez en cuando, sin embargo, un sentimiento amargo, como un reproche, le arraigaba en el ánimo . Entonces buscaba justificaciones:

  • Hasta la Biblia lo dice: no es bueno que el hombre esté solo.

No obstante, aunque intentaba  convencerse,  no conseguía  evitar sentirse ridículo. Ridículo e ingrato a la vez. Casi un traidor. Un traidor a ella. Un traidor a sí mismo.

II.- En tiempos el edificio había sido convento, luego colegio de monjas. Ahora, con el paso de los tiempos, se había reconvertido en residencia de enfermos con demencias.

Don Cristóbal buscó una sombra donde el coche quedara protegido del sol de agosto y accedió al edificio.

La chica de recepción lo saludo cortésmente:

  • Buenas tardes, Don Cristóbal

Ella estaba en la sala , sentada, las piernas cruzadas, las manos sobre el regazo. Conservaba un perfil sereno y unos ojos que, a ratos, vagaban ausentes por el misterio y, otras veces, miraban hermosos, negros, negrísimos, más negros aun que la oscuridad de la noche.

Don Cristóbal la cogió del brazo. Ella se dejó llevar. Era una muñeca rota.  Salieron. El día iba de retirada y las sombras, desde una nada invisible,   iban desaguando oscuridad poco  a poco, hasta que  anegaron el campo. A lo lejos, en los llanos que se extendían en torno al río, la ciudad yacía como un animal cansado, moteado de luces que parecían parpadear.

Don Cristóbal la miró :  conservaba un perfil sereno y unos ojos que, a ratos, vagaban ausentes por el misterio y, otras veces, miraban hermosos, negros, negrísimos, más negros aun que la oscuridad de la noche.

Clarita no había hablado en todo el rato. Pero de pronto,  dijo :

  • ¿ No escuchas campanas?

Don Cristóbal  sólo  oía  el silencio, el silencio de la noche. Pero la desmadejada mente de Clarita imaginaba campanas doblando a muerto:

  • Dom…dom…dom…

Súbitamente,  los ojos de Clarita parecieron recobrar su negrura, su perfecta negrura de noche de verano. Volvió a hablar :

  • El Papa ha muerto y las monjas están con sus rezos en la capilla. Podremos entretenernos algo más.

De la mano, siguieron mirando a la ciudad que, a lo lejos, en los llanos que se extendían en torno al río, yacía como un animal cansado, moteado de luces que parecían parpadear.

Al rato Clarita dijo :

  • Debo volver al colegio.

Y abrazó a Don Cristóbal y él pudo sentir, como un fogonazo, la suave caricia de sus  cálidos labios, cálidos pero también tan cansados y ausentes, que parecían hechos de niebla.

Y juntos, prendidos de la mano, tornaron a la residencia.

III.- Un sentimiento amargo, como un reproche, tronzó  el ánimo de Don Cristóbal.  Buscó justificaciones:

  • Hasta la Biblia lo dice: no es bueno que el hombre esté solo.

No obstante, aunque intentaba  convencerse,  no conseguía  evitar sentirse ridículo. Ridículo e ingrato a la vez. Casi un traidor. Un traidor a  Clarita. Un traidor a sí mismo.

Por eso, tan pronto dejó a Clarita, Don Cristóbal  tuvo la comezón de llamar a Inés. Pero antes ensayó su discursillo. Le diría :

  • Inés, mañana según lo previsto: te recojo a las nueve. Te quiero.

Pero  las imágenes de su vida pasada se le agolparon en la memoria y tuvo el deseo intenso de trocar sus palabras y, por el contrario, decir:

  • Lo siento Inés, pero no te recogeré mañana. Sería traicionarla a ella, sería traicionarme a mí mismo. Sería traicionar nuestra vida en común…

Marcó el número de Inés. Ella  contestó:

  • ¡ Hola Cristóbal !

Tenía una voz hermosa, entre serena y cantarina. Y dulce, muy dulce.

Don Cristóbal no supo qué responder.

Diría :

  • Inés, mañana según lo previsto: te recojo a las nueve. Te quiero.

O tal vez :

  • Lo siento Inés, pero no te recogeré mañana. Sería traicionarla a ella, sería traicionarme a mí mismo. Sería traicionar nuestra vida en común…

 Porque Don Cristóbal  estaba atrapado entre sus deseos y sus remordimientos, entre el futuro y un pasado siempre presente, entre Cristobalillo y Don Cristóbal. Por eso no contestó al saludo de Inés, y ella,  a través del teléfono, sólo pudo oír el silencio, el inmenso silencio de la noche, un silencio que era toda una vida.