La contrición


I.- El cura se rebulló en el confesionario y musitó:

  • Hijo, si no sientes dolor de tu pecado, no puedo darte la absolución.

El viejo penitente permaneció arrodillado. Deseaba fervientemente  un arrepentimiento sincero, una suerte de contrición que le hiciese sentirse pesaroso de su acto. Por eso se abstrajo y rememoró su pecado. Tal vez así, pensó, su razón o su sentimiento pudieran reprocharle su acción y conmover sus entrañas.

Todo había comenzado esa misma mañana. Había madrugado y  se había dirigido hacía la  casa abandonada. Había atravesado el jardín público, a esas horas vacío. Y llegó a la casa. Sin especial dificultad había accedido a la misma: en silencio, midiendo los movimientos, cauteloso. Una vez dentro sintió un  charabasqueo por el falso techo.  No le inquietó: debían ser ratas. La brisa de la madrugada se desperezaba en las afueras y entraba  por las ventanas abiertas y refrescaba el ambiente y dejaba un olor a mundo recién estrenado en la habitación. Con toda tranquilidad desembaló su instrumento.  Lo acarició. Quedó satisfecho.

II.- El cura, aun relajado,  volvió a removerse  en el confesionario e insistió de nuevo:

  • Hijo, si no sientes dolor de tu pecado, no puedo darte la absolución.

 El viejo penitente permanecía arrodillado. Seguía recordando los prolegómenos de su pecado con la esperanza de remover su arrepentimiento. Rememoraba el frescor de la mañana recién amanecida  y los árboles del jardín público lindero con la casa abandonada. Y casi oía a los   pájaros veraniegos trinando  a la luz de los primeros rayos de sol. Y sentía  la quietud, el  sosiego, la paz del  momento. Y a una paloma torcaz que zureaba amorosa  en lo alto de los pinos. El día clareaba.

Apontocó el instrumento en la barandilla del ventanal. Y aguardó. Si todo transcurría como de costumbre, en un corto espacio de tiempo el hombre debería aparecer por el parque, correteando, en su ejercicio matinal de cada domingo.

Fue el vuelo arrebatado de la paloma torcaz lo que le puso en aviso. Luego entrevió la figura del hombre entre los árboles, confundida entre los troncos. Finalmente  el hombre se descubrió en el llano de césped . Se había parado a unos cien metros, confrontando en rectitud la ventana donde el viejo, con su instrumento apontocado en la baranda, aguardaba.

III.- El cura, cada vez más inquieto,   se agitó en el confesionario e insistió de nuevo:

  • Hijo, si no sientes dolor de tu pecado, no puedo darte la absolución.

El viejo penitente permanecía arrodillado . Recordaba el momento álgido de su pecado: podía ve la cara del deportista, parado en el llano del césped, con todo detalle. El visor acercaba la imagen. El viejo recordaba las palabras del hombre, unas palabras tan sinceras como bárbaras, pronunciadas unos meses atrás:

  • No vivirás tranquilo, más pronto que tarde, destrozaré la cara de tu hija con ácido.

Se las había dicho, mirándole a los ojos, con odio,  en el mismo juicio en que había sido condenado por intento de asesinato a su hija. La pena de cárcel apenas fue cumplida. Y ahora estaba de nuevo en la calle. Y su amenaza  era más una realidad aun contenida que una amenaza, era un hecho que llegaría inexorablemente. Era una certeza fatal:

  • No vivirás tranquilo, más pronto que tarde, destrozaré la cara de tu hija con ácido.

El viejo pensaba que ni el Estado ni la Justicia protegían a su hija. Las denuncias por las amenazas habían sido archivadas una y otra vez. ¿ Qué podía hacer ?  ¿ Aguardar mansamente a la agresión? Comprendía que tomarse la justicia por su mano no era lo adecuado. Cierto. ¿ Y  que a su hija le destrozaran la cara ante la pasividad de todos? ¿ Era eso lo procedente ?

El viejo había sido un ciudadano ejemplar. No había sido sancionado jamás. Ni una triste multa de tráfico. Su historial era inmaculado. Le repugnaba violar la ley.  Pero echó cuentas : con su edad y lo males que lo corrompían poco podía ya esperar de la vida. A lo sumo un par de años de progresivo deterioro. Y luego la muerte. Y, mientras tanto, la tortura constante de temer por su hija. Y cuando el faltara : ¿ Quien protegería a la hija ? No pensó más. Mente en blanco . Y su dedo, como si fuera un adminículo independiente,  se desplazó con suavidad, premioso, con ritmo  casi poético, hacia el gatillo. El rifle no era entonces un mero instrumento: era una prolongación más de su cuerpo, tan suyo como el brazo, tan querido como su propio corazón. No hubo violencia en el gatillazo. Sólo una leve presión , una caricia amorosa y el disparo surgió natural, casi pausado. Apenas hubo ruido: el silenciador y la bala subsónica atenuaron la explosión. El impacto en la frente del hombre fue un simple   “ chop”. Tanto que  los   pájaros veraniegos no se inquietaron,  y siguieron  trinando  a la luz de los primeros rayos de sol.

El hombre se desplomó: no hubo estridencias, ni escorzos, ni gemidos. Se desplomó. Al viejo se le figuró tan suave la caída  como la de una hoja en otoño, tan liberadora como un verso hermoso.

IV.- El cura se encocoraba. La paciencia no era su virtud:

  • Hijo, si no sientes dolor de tu pecado, no puedo darte la absolución.

El viejo penitente permanecía arrodillado. Recordó, de nuevo,  aceleradamente, su pecado. Las imágenes del mismo recorrieron su mente como una película. Pero también recordó las palabras del muerto. Su amenaza cierta, su tétrica profecía :

  • No vivirás tranquilo, más pronto que tarde, destrozaré la cara de tu hija con ácido.

Entonces miró al cura y dijo:

  • No me arrepiento Padre. Y no sé si Dios puede pedirme que me arrepienta.

Torpemente se levantó del confesionario.

Salió a la calle. Le dolían la cintura y las rodillas. Pero se sintió feliz. Tranquilo.

Se preguntó:

  • ¿ Soy un asesino o soy un buen padre ?

Y obtuvo una respuesta clara, inequívoca, indiscutible.

Pero no la pronunció  y la dejó remansada en su viejo corazón de padre.

Una paloma torcaz  zureaba amorosa  en lo alto de los pinos. La tarde veraniega, luminosa y clara, avanzaba lentamente hacia poniente.  Y el mundo seguía rotando indiferente, ajeno  a la muerte, al dolor, y al sufrimiento de sus criaturas…

 

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