I.- Eran ellas : la señora ministra de igualdad, sus colaboradoras, su asesoras… Eran ellas, acarradas en una reunión de máximo nivel, exponiendo iniciativas propias de su ministerio: campañas de publicidad, subvenciones a determinados colectivos de muy acreditada utilidad, ampliación derechos…
Eran ellas, en plácida camaradería, pues tanto la señora ministra como sus colaboradoras tenían claras las estrategias y los objetivos, así que en el despacho no resonaban los palabreos propios de las reuniones abigarradas y discrepantes. Al contrario: había monólogos que todas seguían en atento silencio y que, habitualmente, la señora ministra confirmaba con una cabezada de asentimiento y una sonrisa.
Una de las colaboradoras dijo :
- Prioritario defender a las mujeres. Garantizar sus vidas.
Hubo un murmullo de aprobación general. Entonces todas las miradas se dirigieron a la señora ministra quien calamocheó en señal de asentimiento.
Pero, como era la ministra, pensó que no podía dar su visto bueno sin hacer aportación alguna. Así que quiso remarcar lo acordado de modo que, engolando la voz, dijo:
- Prioritario defender a las mujeres…
Y remachó:
- Pero a todas las mujeres.
Continuó :
- Y garantizar su vida.
Y a la nada :
- Pero la vida de todas las mujeres.
Ellas, sus colaboradoras, como un eco , cacarearon :
- De todas las mujeres…de todas las mujeres….de todas las mujeres…
La señora ministra siguió enfatizando:
- De todas las mujeres y, en especial, de las más débiles.
Ellas, sus colaboradoras, como un eco , cacarearon :
- De las más débiles…de las más débiles…de las más débiles…
II.- Mientras tanto, en algún lugar de Madrid había otra “ ella “ : otra “ ella “ que aun no tenía nombre, pero que era “ ella “, y que flotaba en líquido amniótico de su madre. Tenía su individualidad, aunque su conciencia era todavía muy limitada: lo que permitía su incipiente desarrollo. Pero su corazón latía, movía sus miembros y, en sus minúsculos dedos, había ya huellas digitales personalísimas e irrepetibles. Aún más : podía sentir el placer físico del balanceo en la oquedad que la acogía y una calidez húmeda y aterciopelada. Y columbraba también otra sensación difícilmente descriptible, pero muy reconfortante: creer que era querida. La rodeaba un sonido adormecedor : el zumbido del fluir de la sangre de su madre y el rítmico y recurrente latido del corazón : toc…toc…toc..toc. Súbitamente, “ ella “, que aun no tenía nombre, pero que era “ ella “, sintió que en ese espacio donde habitaba había penetrado algo extraño: un achiperre frio y punzante la encaraba de frente. No tuvo la menor inquietud: una de las características de ese espacio que habitaba era la seguridad. Allí nada podría amenazarla. Pero se equivocaba : de repente un ruido tétrico se sobrepuso al sonido del fluir de la sangre de su madre y el rítmico y adormecedor latido del corazón : toc…toc…toc..toc Entonces sintió una fuerza que surgía del achiperre frio y punzante y que la absorbía con fuerza. Y “ ella “, que aun no tenía nombre, pero que era “ ella”, sintió descuajeringarse sus brazos, sus piernas, su tronco, romperse todo …Se hizo trozos. El dolor fue intenso. Y “ella “, que era “ella”, nunca llegó a tener nombre. Y dejó de ser “ella “. Aunque había sido mujer. Poco tiempo. El tiempo que la dejaron. Una mujer más débil que cualquier otra mujer.
III.- Ellas, la ministra, las asesoras, las colaboradoras, salieron satisfechas de la reunión, formado un pitarrillo desenfadado y amigable. Cada cual tomó su corrida: la ministra se fue directamente a casa. En su coche oficial pensaba:
- Las mujeres más débiles quedaran ya totalmente protegidas
El coche se detuvo en un semáforo, junto a una clínica. Observó cómo algunas mujeres sacaban bolsas de lo que debían ser basuras. Algunas bolsas parecían pesadas. Otras más livianas. Se preguntó por el contenido de esas bolsas. Nunca supuso que, tal vez, dentro de una de esas bolsas, iban restos de “ ella “.Quizás, de haberlo sabido, habría imaginado las minúsculas partes de un cuerpo mutilado de una mujer minúscula. De una mujer, tan débil, que había muerto en un espacio creado sólo para que la vida florezca.
Pero no le habría importado. Porque los despojos eran de unas” ellas “ silenciosas, indefensas, incapaces de manifestarse, de vociferar. Y que no votaban. Y que, desde luego, ya nunca votarían.
El semáforo se tornó en verde y el coche se deslizó pausadamente por la vía. La ministra sintió una súbita inquietud. Porque, de un tiempo a esta parte, el color verde le producía desazón. Y es que, pensaba, y en eso acertaba, que no hay nadie más peligroso que aquel que cree en lo que cree y lo defiende, con toda nobleza, de frente, sin miedo ni a nada ni a nadie, pase lo que pase y hasta el final.
Imagino si esa ministra y colaboradoras, pensaran por un momento que a ellas, en sus primeros meses de concepción, le hubiese pasado. Tonterías, nosotras, dirían, estamos por encima de ello.