El cobarde


 

I.- Él no se acordaba porque, cuando ocurrieron los hechos, tendría tres añitos, no más y estaba mamoncete todavía que, en aquellos años,  los niños chupaban de la madre largo tiempo y  se los destetaba muy tarde.

Pero madre contaba sin parar aquellos hechos, tal vez para escapar de ellos y, por eso, su imaginación de niño era capaz de reproducir minuciosamente la triste historia de la familia y adornarla de mimbres y detalles que le daban verosimilitud, tanto, que bien podía decirse que la figuraba de modo muy similar a como en la realidad había acontecido.

Y aunque no recordaba la cara de los protagonistas, las fotos antiguas, acristaladas dentro de los marcos que colgaban de las paredes o pegadas en viejos álbumes, le acercaron sus rostros.

– Este era tu padre, hijo mío, lo mataron en la guerra.

– Este era tu tío Antonio, hijo mío, lo mataron después de la guerra.

Los rostros de su padre y de su tío, a pesar de la juventud que entonces gozaban, eran rostros severos, serios, sufridos… Tal vez porque en ellos se reflejaba ya la herradura de la muerte.

Así que, con sólo cerrar los ojos, Damián podía situarse en ese atardecer del verano moribundo de 1.936 cuando un grupo de milicianos aporreó la puerta de su casa. La madre andaba en sus faenas y su padre acababa de llegar de la carpintería. Padre se llamaba  Fabián, y le decían Fabián  el bueno, porque era un hombre afable y cumplidor, que laboraba la madera preciosamente y que oficiaba también de sacristán, por fe católica, y para arrimar unos cuartillos más a su casa.

Los milicianos se lo llevaron y, al día siguiente, apareció muerto en las tapias del cementerio. Había un hilillo de sangre en la comisura de los labios y tenía un ojo abierto y otro cerrado. Una sonrisa afable quitaba hierro al horror de la muerte.

Nadie preguntó nunca nada. Unos decían que lo habían matado por ser de derechas. Otros que por creyente. Pero, tal vez, lo mataron simplemente porque era bueno. Tal vez.

A madre, con la tristeza, se le cortó la leche, y el niño Damián perdió la teta para siempre.

II.- Fue entonces el tío Antonio, hermano de su padre, quien se hizo cargo de la casa y se responsabilizó de arrimar el sustento. También Antonio era carpintero y, como Fabián, afable y cumplidor, y artesano preciosista y capaz. Pero, a diferencia del hermano, era descreído en la fe católica, de suerte que no oficiaba de sacristán sino que, los cuartillos de más, los conseguía furtiveando las fincas del contorno: conejos con hurones, perdices con garlitos y, a veces, en alguna noche veraniega, aguardos al cochino en trigales aun no cosechados o en bañas legamosas.

Mal que bien pasaron la guerra y cuando llegó la paz, en un atardecer del verano moribundo de 1.939, un grupo de hombres aporreó la puerta de su casa.  La madre andaba en sus faenas y su tío Antonio acababa de llegar de la carpintería. Se lo llevaron. Pasó unos días en la cárcel. Una semana más tarde apareció muerto en las tapias del cementerio. Había un hilillo de sangre en la comisura de los labios y tenía un ojo abierto y otro cerrado. Una sonrisa afable quitaba hierro al horror de la muerte.

Nadie preguntó nunca nada. Unos decían que lo habían matado por rojo. Otros que por ateo. Pero, tal vez, lo mataron porque era furtivo y los señoritos del pueblo le tenían mucho interés. Tal vez.

III.- Años más tarde, en la plaza de la Iglesia, erigieron una gran cruz de mampostería y tanto en el pie como en los brazos de la misma escribieron el nombre de los muertos, de los muertos del bando nacional.

Cada vez que iba a misa Damián buscaba con ahínco el nombre de su padre y cuando lo localizaba se le venía de nuevo a la mente la historia de su muerte y, por esas carambolas que hace el cerebro, la boca le sabía a leche de su madre.

Pero, a la misma vez que le satisfacía ver el nombre de su padre, le irritaba que no estuviera el nombre de su tío, también injustamente asesinado.

Así que, un día, se armó de valor y, conforme vio subir calle arriba al alcalde, tiró para él. Le dijo:

– Señor alcalde, es de justicia que en la cruz, estén reconocidos los muertos de los dos bandos. Todos son hijos de este pueblo y todos fueron víctimas de una guerra bárbara…

El alcalde no quería indisponerse con un vecino, pero tampoco con los poderes que entonces mandaban. Pero también sabía que venían aires nuevos y que cuando el Caudillo entregase la cuchara las cosas iban a cambiar. Así que pensó que lo mejor era dar una larga cambiada. Replicó:

– No tiene sentido, Damián. Como nunca repintamos los nombres, con las aguas de la lluvia y el sol del verano se van borrando…Y eso es lo suyo: no repintar. Así en un par de años no se leerá ningún nombre. Y fuera líos.

Damián quiso discrepar y exponer sus razones pero, antes de hacerlo, recordó que más valía no incordiar al alcalde, que su granja de gallinas, la de Damián, no tenía papeles, y que si lo cabreaba, a lo mejor le mandaba a los municipales y se la clausuraban.

Además, qué importaba un nombre de más o de menos. Con cruces rotuladas no se vive y, bien mirado, al tío Antonio tanto le daba estar escrito en la cruz o no. Por mucho que lo rotulara junto a otros difuntos nadie lo iba a devolver a la vida. Además, Damián lo tenía claro:

– Lo que importa es que los negocios funcionen bien. Los principios importan sólo a los ilusos… y a los poetas.

IV.- Cuando pasó el tiempo y los nombres ya estaban borrados, y el Caudillo ya había entregado la cuchara, y muchos franquistas de toda la vida lo habían negado tres veces (o las que hubieran hecho falta) el Ayuntamiento decidió poner, al pie de la cruz, una placa en recordatorio de los muertos. En ella, se decía:

“ En recuerdo y homenaje a todos los muertos de la guerra civil“

Pero el tiempo había pasado y a Damián ya le importaban un bledo esos homenajes a su padre y a su tío porque ahora lo que le interesaba es que la granja de gallinas fuera bien, y que pusieran muchos huevos y que las cadenas de distribución funcionaran y que las grandes cadenas de supermercados le compraran mucho y no estrangularan los precios. Porque, otra cosa no, pero ideas claras sí tenía Damián:

– Lo que importa es que los negocios funcionen bien. Los principios importan sólo a los ilusos… y a los poetas.

V.- Los negocios iban tente bonete y Damián estaba cada día más viejo, pero aun vigoroso y capaz. Se llevaba bien con todos y tenía siempre en los labios la palabra que su interlocutor quería oír. Al fin y al cabo, pensaba, de qué vale empestillarse en cuestiones ideológicas. La ideología era cosa de soñadores.

– Lo que importa es que los negocios funcionen bien. Los principios importan sólo a los ilusos… y a los poetas.

Aquel domingo, al llegar a misa, reparó en que ya no estaba la cruz de la plaza. Unas personas se le acercaron:

– El ayuntamiento ha retirado la cruz. Estamos organizándonos para reclamar que la repongan. La cruz no es símbolo político, sino religioso. Algo que une, no que separa… Hemos pensado que usted, tan respetado por todos en el pueblo, tal vez podría…

Don Damián, que tenía ya ochenta y siete años, era religioso: misa semanal y confesión mensual. Cierto es que era muy tolerante consigo mismo y, para las propias faltas y pecados, siempre hallaba atenuantes e incluso exenciones, de modo que nunca echaba en el confesionario más de un par de minutillos.

La cruz era para él el homenaje a su padre y a su tío, asesinados en plena juventud. Y era también el símbolo más significativo de su religión. Pero Don Damián ya estaba muy mayor. Y no quería problemas. Llevaba toda la vida renunciando a su ideas, para conseguir primero cierta estabilidad económica, luego un apreciable confort, luego reconocimiento social y un capital solidísimo… Toda su vida había sido un blandito, había tenido mucha mano izquierda y siempre, pero siempre, siempre, había lidiado al hilo del pitón, con la muleta retrasada y buscando las ventajas. Y no era cuestión de ahora, a sus años, meterse en líos. Pensó:

– Los principios no existen. Lo que importa es que los negocios funcionen bien. Los principios importan sólo a los ilusos… y a los poetas.

Así que le dijo bonitas palabras al grupo de gente que venía con la cantinela de la cruz y a hacer puñetas.

Después de misa se acercó a la granja. A pesar de sus 87 años no dejaba pasar un día sin visitar las instalaciones. Ni un domingo siquiera. Estuvo examinado con detalle que todo iba correctamente. Aquel día, no obstante, hubo algo que le llamó la atención: tuvo la impresión de que las gallinas, cuando lo vieron, le volvían la cara.

– Cocorocó….cocorocó…

Tal vez es que hasta las gallinas lo despreciaban. Como se desprecia a los blanditos acomodaticios que, teniendo principios, no los defienden, no los ha defendido nunca y no los defenderán.

– Cocorocó…cocorocó…

Miró a lo lejos, al horizonte por donde se hundía, cada tarde, el sol. Pensó en los viejos tiempos. En cómo había cambiado todo. En cómo lo bueno de la civilización que había conocido se iba diluyendo, poco a poco. Se exoneró de toda culpa porque qué podía hacer él, un pobre anciano, de 87 años.

– Cocorocó…cocorocó