I.- Como de costumbre, madrugó lo suyo para ir a la lonja y comprar lo mejor. Tal vez con otros productos sería innecesario pero en cuestión de pescado y de verduras frescas, siempre lo había hecho así, y le había ido muy bien. La gente tenía, cada vez, el pico más fino. Además había muchos restaurantes, y todos buenos, y esa competencia hacía muy complicado fijar la clientela.
Su restaurante era pequeño y, ahora, con la capacidad reducida por la pandemia, la cosa estaba complicada. Ella se había preocupado de separar mucho las mesas, de poner una máquina que depuraba el aire y, lo que era más doloroso para el bolsillo: cuidar de que no hubiera mesas con más de cuatro comensales. Como además cerraba a las seis de la tarde, las cenas eran cosa del pasado. La ruina era probable.
Le dolía por ella; pero también por sus empleados. Rosa, la cocinera, afectada por el erte, apenas llegaba a fin de mes. A veces, la pobre Rosa, se venía abajo y pensaba abandonar, irse al pueblo, y explotar la pequeña parcela de sus padres.
– Al menos ganaré en sosiego.
Y a ellas, la hostelera y Rosa, la cocinera, cuando pensaban en el negocio, y pensaban en el porvenir, reparaban en la que tenían encima y en los dudosos horizontes que veían culebrear por el futuro, y, entonces, una opresión se les agarraba en el pecho y respirar se les hacía difícil a ambas. La médico les había dicho que era ansiedad.
II.- Como de costumbre, madrugó lo suyo para estar temprano en su despacho. En estos tiempos de pandemia, sentía una especial solidaridad con sus clientes. Se sentía abogada, pero también confidente, confesora, amiga…Ciertamente, se había redoblado el trabajo jurídico: los famosos ertes había supuesto una presión increíble sobre los abogados y asesores, pero también la necesidad de estar cerca del cliente, del empresario en suma, de la persona que sufría.
Su despacho profesional era pequeño. Ella lo había creado de la nada. Su receta: estudio, trabajo y humanidad. Le fue bien desde muy pronto. Ahora aceptaba con resignación las circunstancias de estos tiempos: el toque de queda, los cierres de actividades no esenciales, las limitaciones de horario…Eso lo sufrían sus clientes, sus negocios. Pero también ella.
A veces, cuando pensaba en la que tenía encima y en los dudosos horizontes que veía culebrear por el futuro, una opresión se le agarraba en el pecho y respirar se le hacía difícil. La médico le había dicho que era ansiedad.
III.- Como de costumbre, madrugó lo suyo para estar temprano en el hospital. A esas horas, la ciudad se desperezaba y apenas había tráfico. Hizo repaso mental de los pacientes que tenía. Ella recordó, con honda tristeza, a los que se había llevado el coronavirus. Sabía que habrían sido muertes evitables: la imprevisión, la inconsciencia, la necedad…Pero tenía para sí que a veces habían primado intereses políticos. Y eso la encocoraba : sus compañeros y ella misma veían a los enfermos como personas que sufrían, que luchaban por su vida. Veían a las familias como seres angustiados, al borde del abismo emocional. Eso les hacía dar a ellos, como sanitarios, el todo por el todo. Lo mejor de su ciencia y de su humanidad. Pero, cuando veía la gestión de la pandemia, tenía la impresión que algunos políticos no veían enfermos: veían votos.
A veces, cuando pensaba en la que tenía encima y en los dudosos horizontes que veía culebrear por el futuro, una opresión se le agarraba en el pecho y respirar se le hacía difícil. Ella , como era médico, lo sabía: era ansiedad.
Tampoco le sorprendía. Esa misma semana, había diagnosticado ansiedad a tres mujeres : una hostelera, una cocinera y una abogada.
IV.-Pasó el día y, ya avanzada la atardecida, cuatro mujeres, cuatro mujeres trabajadoras, hechas a sí mismas, responsables, solidarias, acababan de llegar a casa.
En cuatro puntos distintos de la ciudad, en cuatro casas diferentes, cuatro mujeres ( hostelera, cocinera, abogada, médico ) veían las noticias.
Las cuatro mujeres se sorprendieron de que se programaran manifestaciones para el 8 M
La hostelera no entendía por qué , a pesar de las prudencias que adoptaba en su local, tenía que cerrar su negocio a las seis. Y no le afectaba sólo a ella: también sus trabajadores, sus proveedores, eran víctimas de una medida absurda que no entendía. No habría mesas de más de cuatro comensales, pero sí concentraciones de quinientas personas.
Se preguntó:
– ¿ Y aún así se van permitir manifestaciones el 8 M ?
Rosa, la cocinera, estaba perpleja: ella en el erte, a pesar de las prudencias que tomaba el restaurante, y la gente manifestándose sin pudor.
Se preguntó:
– ¿ Y aún así se van permitir manifestaciones el 8 M ?
La abogada no entendía por qué tenía que trabajar hasta el límite, tramitar ertes, orientar a sus clientes en situación extrema y acompañar a empresarios en su ruina… Si no se podían hacer compras no esenciales a partir de las seis: ¿ por qué podría haber concentraciones centenarias?
Se preguntó:
– ¿ Y aún así se van permitir manifestaciones el 8 M ?
La médico, que había visto morir a tantos contagiados, que había comunicado a tantas familias tantos desenlaces, no entendían por qué la ideología tremendista de algunos grupos estaba por encima de la prudencia y la vida.
Se preguntó:
– ¿ Y aún así se van permitir manifestaciones el 8 M ?
Las cuatro mujeres tuvieron claro que no iban a participar, ni ahora ni nunca, en el juego de oscuros poderes que querían manipularlas y hacerlas víctimas de una dictadura encubierta.
Las cuatro mujeres , en ese momento, no sintieron ansiedad. Sintieron rabia, tristeza y desprecio. Resignación, no: porque seguirían luchando, con verde esperanza, siempre hacia adelante, sin miedo ni a nada ni a nadie.