Cristianos perseguidos


I.- Su Eminencia Reverendísima Señor Juan Francisco,  Cardenal de la Santa Iglesia Romana, ofició la Santa Misa del Domingo de Resurrección, en su capilla privada.  Estaba muy averiado y tenía en el cuerpo más mataduras que una mula vieja y, justo era decirlo, ya  contaba poco en los ámbitos de influencia vaticana: estaba  al margen del poder y lejos, muy lejos, de la gloria de aquellos otros tiempos  en que pocas cosas pasaban en la Iglesia sin que él hubiera dado previamente su parecer. Aunque había conocido el oropel y  la servil sumisión de clérigos y monseñores  y hasta había sido manchado por la  vanidad, el más  estúpido de los pecados,  hoy, ya tan  anciano, ya tan vivido, ya tan de vuelta de casi todo,   seguía conmoviéndose cada Domingo de Resurrección, porque se sabía un hombre, simplemente un hombre, revestido de  Príncipe de la Iglesia, eso sí, pero un hombre que necesitaba ser salvado, perdonado, acogido…Un hombre.

Terminada la ceremonia, desayunó con algunos de los fieles habían asistido al  Sagrado Oficio. Hablaron de todo: del mundo, de la pandemia, de aspectos frívolos y mundanos, de la alegría de ser cristiano…

El Cardenal pidió a la monjita que servía que se sentara con ellos a compartir un café.

La monjita comentó la situación de  los cristianos perseguidos, que no celebraban la resurrección con la paz necesaria. Los cristianos de Corea del Norte, Afganistán, Somalia….

Todos dieron la razón a la religiosa. Luego  marcharon. El Cardenal quedó ensimismado. Pensó que si Cristo había muerto y resucitado por todos, qué poco sentido tenía vivir la resurrección al margen de los cristianos perseguidos: conscientes de su agónica  situación, sí, pero en realidad indiferentes a su sufrimiento, ajenos a su dolor, a sus miedos…

El canario del  Cardenal era de plumaje blanco y se llamaba Francisco, en honor al Santo Padre. El canario  trinaba con estruendo. Era un pájaro ordinario y escandaloso pero el Cardenal, por su sordera, lo prefería así: era el único modo de escuchar su canto. Cuando Francisco apretaba el Cardenal  cerraba los ojos y rezaba, y entre el bisbiseo de sus propias oraciones y las modulaciones del canario, su mente lo llevaba a  su niñez y se sentía feliz porque, por muy cardenal que fuera, sabía en lo más hondo de su ser, que el territorio de la felicidad es la niñez…: recordaba especialmente  conmovido las Misas en la Iglesia de su pueblo, cuando la vocación empezaba a tomar cuerpo y  la alegría era algo arrollador, desbordado, infinito…

 

II.- El señor Ministro era católico y, más o menos, practicante. En el fondo de su corazón era soberbio, vanidoso, un poco sobrado, así que hacer caso a lo que decía la Iglesia lo encocoraba: ¿quiénes eran los curas para definir lo que estaba bien o mal?

Él llevaba su cristianismo con discreción: no quería señalarse, y menos formando parte de un  gobierno social comunista. Pero, aun así, pensaba que Dios debía estar satisfecho con él: al fin y al cabo, su labor estaba orientada al bien común, a mejorar la vida de la gente, a dejar un mundo mejor, aunque sólo fuera un poco mejor, al que había encontrado.

El Domingo de Resurrección, salió de de incógnito: una gorra y unas gafas de sol lo camuflaban y enturbiaban  identificaciones; en todo caso, tampoco era él un ministro especialmente mediático.

Llegó con tiempo al templo y se  emboscó en un rincón de la Iglesia. Un cura viejo con cara de bueno rezaba en el confesionario, esperando a posibles penitentes. Por un instante, el Ministro pensó en arrodillarse ante el confesor  y vaciar su corazón.  Pero rápidamente rechazó el deseo:

  • ¿Por qué confesar sus miserias a un hombre que seguramente era menos sabio, menos instruido, menos importante, que él mismo ?

Siguió con atención la Santa Misa. La homilía la dijo un sacerdote jovencillo: habló del hondo significado de las Resurrección y de que esa Resurrección debía ser, más que nunca ahora, la del pueblo  de Dios más necesitado de esperanza: los cristianos perseguidos de Corea del Norte, Afganistán, Somalia….

El Ministro sentía una llamarada de luz que lo hacía sentirse hijo de Dios y, por eso, no sólo cercano a los hombres, sino especialmente a los cristianos oprimidos por su Fe en tantos lugares del mundo. Pero qué hacer: seguramente si esos cristianos votaran en España o, de algún modo, hubiere organizaciones mediáticas que los defendieran, el gobierno podría hacer algo. Pero hoy cualquier esfuerzo debía rentabilizarse en imagen, en votos y, realmente, a la masa no le importaba el acoso y la muerte que sufrían los cristianos en Corea del Norte, Afganistán, Somalia….

Rechazó cualquier idealismo. Pensó  que mejor sería seguir trabajando en su parcela ministerial y  olvidar a esos cristianos oprimidos. Y lo curioso es que no sintió resquemor alguno por ese pragmatismo inhumano. Terminada la Misa, tomó un café en una terraza cercana. Y unos churros. Pensó qué hermoso era sentirse, ser libre. Un viandante lo reconoció. Le pidió una foto. El Ministro sonrió. Se olvidó de todo. La vida era bella…

 

III.-  El problema de aquel  científico de renombre internacional es que buscaba certezas absolutas y que amaba la seguridad. Pero la vida, es, precisamente, lo contrario: duda y riesgo. Él jamás había estado dispuesto a asumir incertidumbres. Y mientras más trascendentes eran las cuestiones, más certidumbres necesitaba.

Llevaba varios años obsesionado con el estudio de la Sábana Santa. Y en los últimos tiempos había llegado a una conclusión que le parecía irrefutable: desde el punto de vista científico, el hombre que había ocupado el lienzo, era Jesús de Nazaret. Y también que dentro del lienzo se había producido un fenómeno científicamente inexplicable. ¿ La resurrección ?  El científico de renombre internacional pensaba que sí.

Ante esas certezas, el Domingo de Resurrección, acudió a Misa. Trataba de acompasar su sabiduría científica con un trémulo sentimiento religioso que lo azoraba. Pero como no era practicante, no seguía los ritos: se dejaba llevar por las sensaciones y por una fuerza que le hacía sentirse parte de un misterio, de un misterio que explicaba todo: la historia del mundo, el ser, el sentido de la vida…

Había un cura viejo con cara de bueno confesando y, en un rincón cercano, un tipo que se parecía a un ministro del gobierno. ¡ Qué cosas ! El oficiante habló del hondo significado de las Resurrección y de que esa Resurrección debía ser, más que nunca ahora, la del pueblo  de Dios más necesitado de esperanza: los cristianos perseguidos de Corea del Norte, Afganistán, Somalia…

El científico pensaba que el curilla tenía razón. ¡ Cómo celebrar la resurrección del Hombre de la Sábana Santa mientras olvidamos a sus seguidores más oprimidos !

 

IV.- En un lugar del mundo, el Domingo de Resurrección,  un  niño de siete años acudió a la Iglesia. Era cristiano porque sus padres lo eran. Tenía cuatro saberes rudimentarios de la  fe católica. Le habían dicho que él era hijo de Dios . Y lo creía. Que Dios lo amaba. Y él lo creía. Le habían dicho que el mismo Dios había muerto por él y que, al resucitar, había derrotado a la muerte para siempre. El niño no lo entendía, pero lo creía. Sus conocimientos en otras materias  eran también precarios: no sabía lo que era un cardenal; no sabía lo que era un ministro. Ignoraba lo que era un científico. 

Al salir de la Iglesia, aquel  Domingo de Resurrección, en ese lugar del mundo, precisamente al cruzar el niño de siete años, estalló un coche bomba. El niño murió. Y Cristo, más que nunca niño, más que nunca Dios,  volvió a morir. Y a resucitar, con el niño, de nuevo.

El cardenal oyó la noticia del atentado en la radio. El ministro  oyó la noticia del atentado en la radio. El científico de renombre internacional  oyó la noticia del atentado en la radio. Tú y yo oímos la noticia del atentado en la radio.  Todos  pensamos que qué poco sentido tenía vivir la Resurrección al margen de los cristianos perseguidos: conscientes de su agónica  situación, sí, pero en realidad indiferentes a su sufrimiento, ajenos a su dolor, a sus miedos…

Sin embargo,  todos, el cardenal, el ministro, el científico, tú y yo, no cambiamos: seguimos viviendo el día a día, indiferentes, afanados en los menesteres habituales, acosados por las superfluas preocupaciones cotidianas.

El mundo, por su parte,  sigue también  con su ruta prevista   y Cristo, una vez más, ante nuestra abulia,  se encarna de nuevo  en los débiles perseguidos para morir por ellos y con ellos.…