El coronel está triste


El pensaba que su cuñado era un pusilánime sin más aspiraciones que poder comer cada día un plato caliente de garbanzos

I.- Las cosas habían sido así siempre. El ascenso conllevaba el traslado a otro cuartel, a otra ciudad y, por tanto, el abandono de amigos, compañeros y costumbres. Pero su familia siempre había asumido con agrado ese modo  itinerante de vivir y los cambios se recibían con ilusión, como una aventura que dibujaba un horizonte lleno de posibilidades. Así había sido cuando ascendió a capitán, cuando ascendió a comandante, cuando ascendió a teniente coronel…

Sin embargo, cuando fue promovido al empleo de coronel, las cosas fueron distintas: sus hijos, ya en edad universitaria, con sus novias y sus vidas bien enraizadas en aquella ciudad del norte, se opusieron. Y era razonable lo que argüían:

– No podemos estar toda la vida de un lado para otro, como beduinos…y ahora irnos a vivir tan lejos, al sur.

Su mujer, Laura, después de tanto años, ya se había aquerenciado en la que pensaba que era su casa definitiva y había hecho de ella un verdadero hogar, con sus toques de calidez, tan femeninos, tan familiares, tan acogedores….Tampoco ella, por muchas razones, era conforme con marcharse. Se excusaba:

– No podemos dejar a los niños aquí solos, viviendo por libre…

El, por su parte, comprendía los sentimientos y las razones de su familia, pero no quería, y probablemente no debía, negarse a su propio ascenso. Siempre, en el fondo de sus decisiones, estaba su honda vocación militar y su aspiración última era llegar a general. Y para ello, ser coronel y mandar un regimiento al menos durante dos años, era algo imprescindible.

Y luego, aunque él sólo lo intuyera, estaba la modorra que le producía la tranquila vida familiar …Era hombre de acción y las ataduras, la rutina y el aburguesamiento le resecaban el alma. Por eso, mientras tuviera salud, querría estar siempre cambiando, siempre en movimiento, siempre con nuevos retos….Muchos años atrás, cuando pidió voluntario ir a la peligrosa misión militar en  Bosnia, su cuñado, que era muy metijón,  le reprendió:

– Eres un irresponsable, a tu edad, con una familia, ir a jugártela al Líbano….

El pensaba que su cuñado era un pusilánime sin más aspiraciones que poder comer cada día un plato caliente de garbanzos. Sin idealismo alguno. Un ser prosaico. Le dijo:

– Mira, zarramplín, a mi edad, o me voy una temporada a Bosnia o me busco una amante aquí, tú verás…

Su cuñado se levantó de la mesa escandalizado y el Coronel, que entonces era aún comandante, al verlo tan encocorado, se atusó el bigote muy complacido  y susurró:

 

– ¡ Ay, Dios mío, estoy rodeado de tontos…!

 

II.- El Coronel se alquiló un ático luminoso con vistas a la sierra,  en los límites de la ciudad que lindaba ya con el campo abierto. Más allá solo había parcelas de cultivo y, al fondo, en el horizonte, la sierra gateaba sus negruras hasta el infinito. Algunos días, si había mucha faena, se quedaba a dormir en el cuartel, pero los fines de semana siempre pernoctaba en su casa. Durante los primeros meses los compañeros lo llamaban para salir a cenar:

– Mi coronel, si no tienes mejor plan, vente a cenar a casa este sábado…

O bien :

– Mi coronel, vamos a quedar unos matrimonios para ir al teatro y luego tomar unas copas, nos gustaría contar contigo.

Así que, de un modo u otro, no le quedaba tiempo de aburrirse y apenas se sentía solo. Pero el tiempo fue pasando y los compañeros y los nuevos amigos seguían con sus vidas familiares, sus compromisos y sus menesteres habituales y no siempre organizaban cenas en casa o quedaban para ir al teatro…así que muchos fines de semana el Coronel los pasaba solo. Pero  tampoco le importaba  porque ya habían salido los cursos para ser general, así que muchas horas las dedicaba al estudio y, entre la vida del cuartel y la preparación de los exámenes, no le quedaba tiempo para aburrirse.  Sin embargo las noches de los sábados, después de estudiar, le mordía la soledad y se sentía triste. Entonces se asomaba a su terraza y contemplaba el silencio de la ciudad y si miraba a lo lejos veía el paisaje estrellado del cielo sobre la sierra y se sentía complacido. Complacido, pero triste a la vez. Y se decía a sí mismo :

– El Coronel está triste.

A veces pensaba que tal vez su mujer, Laura, debería venir a verlo y pasar con él dos semanilla o tres pero ella nunca decía  nada y si el Coronel lo sugería, Laura, con buenas palabras, se excusaba, siempre de modo tan razonable, tan delicado,  que no admitía réplica :

– Este mes es imposible…los niños están de exámenes muy agobiados.

O bien :

– No es el momento. Luis ha roto con la novia y está muy tocado. No quiero dejarlo solo hasta que lo vea mejor…

Otras veces :

– En cuanto mi madre se recupere de la operación de cadera y se pueda valer por sí sola…

Y aunque las justificaciones eran razonables el Coronel sentía, en los adentros de su corazón, remusgar un sentimiento de tristeza, porque columbraba cierto desinterés en Laura, porque no era razonable que siempre hubiera excusas.

 

III.- Aquella tarde, después de la enésima evasiva de su esposa, se sentía con el ánimo acharado: muy triste, con una melancolía de perro abandonado. Y se dijo a sí mismo :

– El Coronel está triste

Luego, sin ganas, se vistió con el uniforme de gala: tenía que asistir como Coronel del Regimiento a un acto cultural, a la entrega de un premio y a la cena posterior. Cosas de poesía, libros, o lo que fuera, no lo recordaba bien…El Coronel no era hombre ni de suntuosidades ni  de letras y ese tipo de actos lo repateaban, pero no quedaba otra. El Coronel no sentía mucho aprecio por los poetas :

– Son un panda de embaucadores y pedantes. En el mejor de los casos son unos pobres disminuidos…enfermos mentales.

Después de atildarse se miró en el espejo y su natural coquetería quedó complacida:

 

– Para la edad que tengo no estoy nada mal. Incluso he cogido un empaque que antes no tenía…

Durante la conferencia y la entrega del premio, el Coronel estuvo abstraído, simulando que atendía: aun más, aparentando  que le complacían sobremanera la conferencia, las digresiones sobre la poesía de la premiada, y las loas a la institución que otorgaba el premio….. Pero era falso: no se enteró de nada. Pensaba, melancólico y vulnerable, en su mujer, en su familia, en su ciudad…Hasta añoraba al gran tontoputa de su cuñado que si bien era entrometido y fartusco , no tenía mal corazón. Por un momento pensó que se había equivocado el aceptar el ascenso a coronel. ¿ Qué importaba ser coronel, o general, o….? Lo que importaba era ser feliz, tener cerca a la familia y gozar de los sencillos y cotidianos placeres que la vida suele ofrecer….

En la cena lo sentaron a la izquierda de la poetisa galardonada: cosas de protocolo. El Coronel pensó en cómo iba a resolver la situación y cómo iba a sacar conversación durante la hora que preveía durara la cena. Y todo ello para no ser descortés.Porque a él, en rigor, poco le importaba estar en silencio el tiempo que hiciera falta. Ya estaba acostumbrado a pasar mucho tiempo solo y callado, contemplando, desde su azotea, el cielo estrellado sobre la sierra lejana. Sus conocimientos de diplomacia le dictaban que había de preguntar sobre asuntos que interesaran a la otra parte o, incluso, darle posibilidad de hablar sobre sí misma, lo que en suma era un modo discreto y hábil de trabajarle la vanidad. Pero el Coronel no conocía a la poetisa, no conocía su obra y, para colmo, no había atendido a la conferencia, de modo que no tenía ni la más remota idea de qué decir, de qué preguntar, de qué sugerir…

Cuando el Coronel vio de cerca a la poetisa le pareció muy atractiva. Guapa, lo que se dice guapa, no era. Pero era perturbadora, con su belleza ambigua, en una mezcla trepidante de rasgos delicados y otros violentos. Luego estaba su personalidad, entre inocente y agudísima. El Coronel se sentía absorbido por su mirada, por su sonrisa, por la suave modulación de su voz…Ante  ella, sintió la misma sensación de sumisión como cuando niño, en una playa del mediterráneo, una ola lo vapuleó hasta que lo dejó maltrecho y medio ahogado en la orilla.

IV.- La última copa fue en el piso del Coronel. Desde su terraza miraban el cielo estrellado, sobre la sierra lejana. Ella recitó algunos poemas y al Coronel le parecieron hermosos, aunque no los entendía. Le parecieron hermosos por las eufonías y sensaciones que le transmitían las palabras;  porque eran versos que salían de su boca y rozaban sus labios; y porque llevaban la calidez de su aliento. Por todo eso le parecieron hermosos.

Durante un par de años, todos los sábados, la poetisa y el Coronel miraron desde la terraza el cielo estrellado sobre la sierra lejana. Mientras,   ella recitaba versos y al Coronel, aunque nunca llegó a entenderlos,  siempre le parecían hermosos: hermosos como la boca y los labios de la poetisa; fragantes como su aliento. Y, durante un par de años, los domingos, ambos amanecieron entrelazados en la cama del Coronel, en una imagen que representaba a la juventud que busca la seguridad de la madurez y a la madurez que no quiere renunciar a la juventud.

El Coronel ya no llamaba a su mujer, ni se sentía solo, aunque el sentimiento de la tristeza no le abandonaba, sobre todo porque sabía que su relación con la poetisa era un amor imposible y porque se sabía infiel y desleal con Laura. Y eso le hacía sentirse despreciable

El tiempo pasó y un sábado, sin aviso previo, la poetisa no se presentó. No hubo llamadas ni despedidas.  El Coronel, resignado, miró en soledad aquella noche el cielo sobre las sierras lejanas. Pero no se veían las estrellas porque las nubes cubrían el horizonte. Y entonces, después de tantos años, se dijo de nuevo,  a sí mismo :

 

– El Coronel está triste.

V.- La vida siguió su curso previsible. Llegó el ascenso y un nuevo destino como general de brigada. Y la vuelta a su casa. Y la vida familiar. Su hijo Luis le dio un nieto. Su hijo Ernesto dos más : mellizos. En su momento pasó a la reserva. El Coronel, que ya era general, salía  todos los sábados  a la terraza y miraba al cielo. Era un rito. Pero su piso estaba en el centro de la ciudad, rodeado de grandes edificios y, entre la altura de los mismos y la luminosidad que se proyectaba, nunca se veía el cielo y nunca, ni en las noches más claras, se veía la trémula luz de las estrellas.

Amaba, tal vez más que nunca, a Laura, su mujer. Pero nunca olvidó a la poetisa y algunas veces, los sueños nocturnos le representaban historias vividas con ella y una honda melancolía lo removía.

Y entonces, aunque ya era general,  musitaba para sí:

 

– El Coronel está triste.

 

VI.- Años más tarde…..

Laura había imaginado  una vejez plácida y tranquila, dedicada a su familia, a sus nietos…y algún viajecito con su marido, por España, visitando castillos o iglesias o catedrales; y reuniones, de vez en cuando, con sus amigas de toda la vida; y ….

Pero el derrame cerebral de su marido vino a escachifollarlo todo. Él apenas se valía por sí mismo y tenían que usar una sillita de ruedas y, en lo que hace al habla, también estaba frito : pocas palabras y además descoordinadas; tanto que, interpretar lo que quería decir, era   resolver un enigma .

Además  estaba el ánimo, que lo tenía espichacado. Comprensible en un hombre, que había estado activo y ostentoso y apabullante hasta que  súbitamente enfermó…Y que no asumía su postración actual y su miseria.

Aquel día, aprovechando el tiempo benigno y templado, Laura sacó a su marido a pasear. Con ayuda de la asistenta lo montó en la sillita y se acercaron al parque. La primavera apuntaba ya con fuerza : el aire olía a pólenes entremezclados y en la cumbre de los árboles chirriaban sus trinos los pequeños chamarices.

Al fondo habían montado, como cada año, las casetas de la Feria del Libro. Se acercaron. Algunos autores firmaban ejemplares . Había grandes carteles con fotos de escritores , con sus libros en las manos, y su mirada simpática, o pedante, o amable, según los casos. La megafonía anunciaba la caseta en la que se encontraban a disposición de sus lectores.

Laura, casualmente, se paró frente a una de las casetas. La escritora era una chica, una poetisa. Y estaba sola. Los poetas venden poco  y son desconocidos para el gran público, así que suelen estar bastante desairados en este tipo de eventos. La poetisa los miraba y sonreía, como si quisiera entablar conversación con potenciales lectores. A Laura le llamó la atención la chica : no era guapa, pero tenía un atractivo especial,  perturbador, por su mezcla de rasgos inocentes y duros a la vez. En el expositor se exhibía su última obra:” El coronel está triste “, que había sido premiada en diversos certámenes y reconocida por la crítica más reputada.

Laura iba a acercarse para comprar un ejemplar cuando oyó un hipido de su marido. Se volvió y descubrió que unas lágrimas le rodaban mejillas abajo. Con toda delicadeza se las secó y lo besó con  cariño:

– Venga, ánimo, hoy te sientes tristón porque estás cansado…después de comer te echas una siesta y por la tarde estarás perfectamente. Además vendrán Luis, Ernesto y los nietos…Vamos a pasar una tarde maravillosa…

El Coronel, que ya era general, siguió con sus hipidos descontrolados pero, en un momento, cuando clarearon los sollozos,  acertó a decir :

– Laura, perdóname.

Laura no entendió nada, pensaba que no había nada que perdonar, y  volvió a besarlo. Lo acarició. Luego se hizo el silencio. Y, al instante, en las cumbres de los árboles, los verdes chamarices empezaron a chirriar su canto. El aire olía a pólenes entremezclados. Y a primavera. Se marcharon.

La poetisa,  desde  su caseta de ventas, rodeada de ejemplares  de “El coronel está triste “,  contemplaba  como se alejaba, por la calle  principal del parque, el traqueteo tristísimo de una sillita de ruedas…. Lo contemplaba con los ojos entrecerrados y con el alma dolorida. Entonces el pasado, en un arrollón de imágenes desordenadas, se le presentó de improviso. Y ella se conmovió y  se  sintió el ser más desdichado del mundo. Y a la par, también, el más miserable.