¡¡¡ Despertad ya, coño…!!!


Laureanito, que aunque púber estaba bastante avionado, no entendió nada de eso del “ hervor de la concupiscencia”

I.- Laureanito creció acogotado por su  padre, Don Laureano,  que era un señor intransigente, poco afectivo y soberbio. Un puntito autoritario, también. Lo único bueno que tenía Don Laureano era su capital inmobiliario, que le permitía vivir de las rentas sin dar un palo al agua y sin más esfuerzo que poner la mano a fin de mes.

La madre de Laureanito se llamaba Doña Celsa y estaba muy atacada de kilos, tanto que parecía un toro de Los Guateles, de los que se lidian en plaza de primera.

– ¿ De esos badanudos y anchos de sienes que se pasan de romana?

– Sí, de esos.

 

Doña Celsa  pasaba el día sin moverse, apalancada en su sillón. Las carnes le rebosaban por las costuras del vestido y le  chorreaban y se vertían por todas las geografías del  butacón que la acogía. Doña Celsa comía sin parar y, por su glotonería desmedida, estaba siempre adormecida,  en una digestión  perpetua.

 

Tanto Don Laureano como Doña  Celsa consideraban a  su hijo Laureanito  medio tonto ( o tonto entero ) y lo tenían sometido a sus caprichos, infundiéndole un miedo cerval a todo y sin darle libertad ninguna. Así que el niño, que era corto de carácter, se crió en un respeto constante a todas las normas habidas o por haber  y en un temor irracional  al futuro, a sus incidencias y vaivenes. Laureanito no cuestionaba nada, todo lo cumplía y no ponía en duda nada de lo que le decían.

 

Don Laureano era de pocas palabras, pero  presto a lamentarse. Y si algún inquilino se retrasaba en el pago de una mensualidad , se afligía y decía  lamentoso, mientras meneaba la cabeza:

– Vamos a la ruina más absoluta.

Y Laureanito, que lo oía, cogía miedo y se veía ya pidiendo en la puerta de las iglesias y pasando privaciones y todo tipo de miserias . Y sufría mucho.

 

Doña Celsa, al igual que su marido, también  era de un pesimismo obsesivo e irracional y siempre estaba acogotada, ya fuera con las penas de este mundo, ya fuera con las del otro. Así que cuando columbró que Laureanito era púber, lo llamó a capítulo. Ella era muy pudorosa para las cosas del sexto mandamiento así que estuvo dando vueltas y más vueltas, a ver cómo encaraba el asunto y orientaba la conversación con su hijo. Finalmente creyó encontrar la fórmula adecuada  y venciendo sus vergüenzas,   le dijo:

– Nunca sucumbas, hijo mío, al hervor de la concupiscencia, pues perderías tu alma.

 

Y con tan breve soflama quedó satisfecha.

 

Laureanito, que aunque púber estaba bastante avionado, no entendió nada de  eso del        “ hervor de la concupiscencia”, pero no se atrevió a inquirir mayores explicaciones  porque, de haber pedido aclaración, hubiera recibido el ofensivo comentario de su madre:

– ¡ Ay, Dios mío, qué desgracia más grande es tener un hijo tonto!

Después del exabrupto, Doña Celsa,  hubiera seguido sesteando en su butacón.

 

 

II.- Para beneficio de Laureanito ( es triste decirlo, pero es así )  Don Laureano la espichó pronto. Una mañana, mientras se aplicaba a su abluciones habituales, le dio un insulto, perdió la conciencia  y ya no salió del mareo, que cuajó en definitivo.

Doña Celsa, cuando se enteró, lanzó un grito desgarrador :

– ¡ Qué va a ser ahora a de mí !

A lo que se ve, Doña Celsa tenía un sentido más bien utilitario del matrimonio y la muerte de Don Laureano la apenó , ciertamente, pero sólo por los perjuicios económicos  que podría irrogarle .

 

Laureanito, como a la fuerza ahorcan, empezó, de la noche a la mañana, a gestionar el patrimonio y se dio cuenta que la cosa no era complicada : se limitaba  a poner la mano a fin de mes y cobrarle a los inquilinos. Descubrió, además, con sorpresa, que las cuentas que había dejado el difunto estaban bien nutridas de fondos. No había, pues, motivo para la inquietud aunque él, educado en el santo temor de todo, padecía un acogotamiento constante y un temor irracional  al futuro, a sus incidencias y vaivenes.

 

A Laureanito le daba confianza la presencia de Doña Celsa. Cierto que la buena señora parecía un toro de Los Guateles, de los que se lidian en plaza de primera,  tan regordía estaba, y  apenas se movía de su sillón. Y cierto que sus palabras y consejos  se limitaban a su mono tema habitual:

– Nunca sucumbas, hijo mío, al hervor de la concupiscencia, pues perderías tu alma.

Pero su figura magnífica, de inabarcable grosura, le daba al pobre Laureanito una referencia materna que lo consolaba y le aportaba cierta seguridad. Eso hasta que un día, mientras  Doña Celsa se aplicaba a su abluciones habituales, le dio un insulto, perdió la conciencia  y ya no salió del mareo, que cuajó en definitivo.

Laureanito, cuando se enteró, lanzó un grito desgarrador :

– ¡ Qué va a ser ahora a de mí !

A lo que se ve, Laureanito  tenía un sentido más bien utilitario de las relaciones paterno – filiales y la muerte de Doña Celsa le apenó , ciertamente, pero especialmente por los perjuicios económicos  que podría irrogarle.

 

III.-  Los años fueron pasando y Laureanito, zafado ya de las nefastas influencias de sus padres, fue cuajando en hombre  sensato, si bien no demasiado. Pero, en todo caso,  un hombre acogotado, cobarde, pusilánime. Estaba obsesionado con el cumplimiento de la normas administrativas, por nimias que fueran; repasaba hasta la saciedad las pólizas de seguros de los inmuebles, no fuera que quedara sin garantizar alguna cobertura y eso generara un problema; pagaba los impuestos con maniática precisión; y trataba de oír la Misa con toda atención de modo que, si se despistaba en alguna de las partes, consideraba que incumplía el precepto, y volvía a oírla de nuevo desde el principio.

 

Como para la vida social era más bien torpón, el tiempo libre ( que era todo )  lo dedicaba a la lectura y al estudio y, así, se sacó  a distancia la carrera de Derecho . A veces, si alguna conocida   lo sonsaca un poco,   Laureanito  se sonroja y se zafa de ella como puede, pues aun tiene el miedo en el cuerpo y le martillean las enseñanzas de la difunta Doña Celsa :

 

– Nunca sucumbas, hijo mío, al hervor de la concupiscencia, pues perderías tu alma.

 

Ahora Laureanito se acerca a los sesenta años, a toda velocidad. Y por la madurez que otorga la edad, se da cuenta que, por miedo, ha rehuido en la vida toda dificultad. Que se ha  dejado llevar. Que nunca se ha opuesto a la injusticia, ni al absurdo, ni a la mentira. Ahora, rozando los sesenta, es consciente  de la nefasta influencia que sufrió de sus padres. Y de su propia pasividad acomodaticia. Pero, con satisfacción, ve que aunque tarde, muy tarde, ha despertado, y en lo que el quede de vida, va a rebelarse contra el miedo, contra la injusticia, contra la sinrazón.

 

Hace unos días ha trabado relación  con la Mari Reyes, que es una señora viuda que tiene un kiosquillo minúsculo, donde fríe churros, jeringos y otras masas. La Mari Reyes es gorda como un sollo y huele a aceite y a humareda,  pero a Laureanito le gusta, porque, en su mucha grosura, le recuerda a Doña Celsa  y porque sonríe y tiene una voz cantarina y chispeante, como los gorjeos de un bando de jilgueros cuando revuelan entre las adelfas.

 

A la Mari Reyes le parece que apañarse con Laueranito puede tener inconvenientes, pero también ventajas, y que si la relación cuaja podrá quitarse  de la churrería y de las fritangas y asegurar el futuro de los dos hijos que le hizo su difunto marido.

A Laureanito, su incipiente relación amorosa, lo tiene desatado. Y ahora quiere recuperar el tiempo perdido. Y ayuntarse con la Mari Reyes. Y dejarse vencer por el hervor de la concupiscencia. Y protestar contra todo.

 

– ¡ Ya está bien de aceptar todo sin protestar ! Fui vasallo de mis padres y ahora del Gobierno…

 

Lo tienen encalabrinado las últimas noticias que lee en prensa y la pasividad de las gentes. Reflexiona :  la pensión que  va a quedar en el futuro  para los de mi generación  va a ser misérrima, pero nadie protesta; la presión fiscal es alienante, pero nadie protesta;  el gobierno violó derechos constitucionales, pero nadie protesta;  se legaliza la muerte de los débiles, pero nadie protesta; el presidente del gobierno miente con regodeante desparpajo, pero nadie protesta; se indultó a delincuentes que amenazan con reincidir, pero nadie protesta.

 

Él, que ha vivido apocado toda su vida, ahora que ha visto la luz,  no entiende que la sociedad trague con todo. Piensa que la sociedad es una especie de Laureanito, del Laureanito antiguo:  pusilánime, cobarde, indigna….Apocada, acomodaticia, débil…

 

Pero quiere tomar medidas. Al menos rebelarse. Más vale tarde que nunca. Por eso hoy, subido a en una caja de madera, de color verde, ha empezado a gritar, fuera de sí :

– Ciudadanos : ¡¡¡¡ Despertad ya, coño !!!

Los viandantes lo miran,  se sonríen, y aceleran el paso cuando lo confrontan.

Una madre susurra su hijo:

– No hagas caso, es un pobre loco.

Una pareja de novios comenta :

– No queda cabeza sana…..

La Mari Reyes pasa a recogerlo , lo baja cariñosamente del cajón y le dice :

– Tienes razón, pero debe tomarte las cosas con más sosiego….

Y los viandantes siguen su camino. Y la madre y el hijo continúan callejeando. Y la pareja de novios  se demora en su paseo, contemplando  escaparates donde se exhiben trajes de fiesta: piensan en su boda. Y todo sigue igual. Sigue la vida reflejada en  una sociedad acomodaticia, aburguesada y, seguramente, indigna. Una sociedad  que todo lo acepta, que todo lo transige, que todo lo olvida, que todo lo relativiza. Quizá, porque ya no cree en nada. Ni en nadie. Ni en ella misma. Ni tan siquiera en un loco, en un anormal  esclarecido, que acaba de ver la luz y que brama verdades. Y que como un profeta clama, fuera de sí:

– Ciudadanos : ¡¡¡ Despertad ya, coño !!!