Grandes toreros pequeños


Desde mi más profundo respeto a todas las personas con acondroplasia…

I.- Mientras se vestía de torero, Rubén mascullaba sus preocupaciones. No era sólo, como de ordinario, la inquietud por  la condición boyante, encastada o abanta que pudiera tener el animal con que había de lidiar; no era tampoco  el público que le esperaba en los tendidos :  a veces amable y otras ausente, indiferente o desabrido; no era la marcha de la taquilla que podía desbordarse en su recaudación y prometer ricas opulencias o quedarse miserable, tiritando de pobreza, sin  tener brío, tan siquiera, para hacer frente a los gastos generales del espectáculo. No, no era eso: era algo más grave.

II.- Mientras se vestía de torero, en la mente de  Rubén  borboteaban las preocupaciones, como los garbanzos en un puchero. Y sobre todas ellas, había una especialmente inquietante: la Administración  amenazaba con suspender sus espectáculos taurinos e impedirles  trabajar.

Argüía que las funciones eran humillantes para los actuantes, porque eran bajitos, y que el personal asistía para mofarse de ellos. En suma: que no iban a disfrutar de su arte, sino a burlarse de ellos. Y ese argumento, por absurdo,  lo enrabiaba: él, ciertamente, era pequeño  porque su estatura era anormalmente recortada; y sus brazos eran también cortos;  y sus facciones tal vez no tenían las simetrías que hoy se valoraban como ideal de belleza. Pero era, igual que sus compañeros, valiente, ingenioso, inteligente, bondadoso. Y era torero: dominaba las suertes. Sabía  de distancias y terrenos. De cómo dominar al añojo con un par de lances  bien templados para luego poder hacer sus florituras y ensayar sus sorpresas e improvisaciones. Y cambiarle los terrenos con un quiebro. Y burlar el empellón con un giro dúctil de cintura.

III.- Mientras se vestía de torero, Rubén pensaba en que jamás había sufrido una humillación mayor que la que ahora le infligía la Administración. Era ella, la Administración, la que los consideraba inferiores, al prohibirles trabajar y cumplir su vocación; era ella, la Administración, la que los marginaba,  los echaba del mundo del trabajo y los abocaba al hambre y a la frustración. Y lo que más encocoraba a Rubén: lo hacía con la  excusa  de protegerlos de humillaciones cuando, en realidad, con esa actitud, a su parecer, era la Administración la que los humillaba, los menospreciaba, los disminuía, y les quitaba el pan y el reconocimiento del público,   hasta convertirlos en nada, en símbolos del fracaso.

IV.- Mientras se vestía de torero, Rubén pensó en  desfundarse el terno y dejarlo todo. Abandonar  su humilde traje de trémulas luces sobre la silla y dejar que, como su ilusión, se apagaran poco a poco.  Y marcharse. Rajarse, como un toro manso. Pero una comezón rabiosa le hizo rebelarse .El sabía  más que nadie que la vida es voluntad, que todos tenemos nuestras virtudes y nuestras limitaciones y que, al cabo, es la fortaleza del espíritu la que te hace superar problemas y alcanzar objetivos. Por eso nunca se había sentido inferior a nadie. Más bajito sí, pero no inferior. Y desde luego no lo iban a achantar políticos partidistas que, según su parecer, el de Rubén,  sólo emponzoñan a costa de los débiles. Esa clase de políticos bien hablados e intolerantes que le han cogido el gusto a eso de prohibir.

Echó mano de su cultura taurina. Había en el espectáculo cómico grandes maestros: Charlot, Pedro de Celis y el gran Llapisera…  Llapisera, además,  había creado suertes que luego habían popularizado figuras del toreo. La “ Chicuelina “, recordaba, no la había creado Manuel Jiménez “ Chicuelo “ sino el referido  Llapisera. Y lo mismo había que decir respecto de la “ Manoletina “, consagrada como suerte por “ Manolete “ pero también creada por el gran “ Llapisera“ .

Había grandes figuras del toreo que habían actuado con ellos y, en cierta medida, a lo mejor muy poquito pero seguro que algo, habían aprendido de su torería: el último de los famosos, “ Espartaco “.

Entonces se llenó de orgullo porque era el heredero de una hermosa tradición. En su vida, llena de dificultades, jamás había vuelto la cara. Y menos lo haría ahora ante un ramillete de políticos  porque, además, pensaba , que el ataque que recibían tenía una intención aviesa: acabar con todo lo español, con las tradiciones, y con los débiles. Con la forma de vivir que hasta entonces se había tenido. Con la cultura popular. Con las esencias más profundas. Y satisfacer ese gusto en el que estaba  empicados  algunos políticos : el gusto por prohibir. Sí, eso pensaba él.

V.-  Aquel día se entregó con pasión a su trabajo, a su espectáculo. La gente se divirtió. Había rostros de felicidad en los tendidos. Le satisfizo ver los ojos ilusionados de nietos y abuelos, de padres, las sanas carcajadas que suscitaron  sus números. Había que tener dominio de la lidia, pero también una vis cómica, ingenio e improvisación. Estaba seguro de que el público no se reía de ellos ( de él y sus compañeros ) sino con ellos. En la vuelta al ruedo final una niña le lanzó un clavel y él, romántico y torero, lo besó, y  ocultó la flor dentro de su pecho.

A pesar del éxito, cuando volvió  a su humilde hotel de pueblo, a desvestirse y empacar los bártulos para volver a casa, se sentía triste. Triste y desvalido. Tal vez esa fuera su última actuación. Ojeó sin interés el diario. De entre tantas noticias desoladoras, descubrió, con  alegría   que un partido político,  es cierto que sólo uno,  los había defendido públicamente, reclamando su cualidad de  artistas, su derecho al trabajo y su dignidad como personas. Y  aunque fuera un solo partido, se sintió acompañado, comprendido, acogido. Y recuperó la fe.  

Se había echado la noche y, en la habitación, un clavel se erguía vigoroso  en un vaso de agua. Rubén  pensó que  era un símbolo hermoso de todo lo vivido…y de todo lo que quedaba por vivir. Y  la tristeza que le hería se tornó en esperanza. Una esperanza que era como un haz de luz verde que iluminaba el futuro y clareaba las sombras más oscuras.