Prohibir, prohibir, prohibir.


Recordaba que, en su niñez, había cenado, en las noches de verano, a la luz de un carburo, ancas de ranas fritas.

rehala rehalas montería monterías
Rehala en una montería. /Foto: LVC

I.- A veces, si pillaba un puentecillo de tres o cuatro días y lo dejaban sus obligaciones sociales,  Matildo cogía el coche y tiraba para el pueblo: a visitar a los padres.  Le gustaba dejar atrás Madrid y su anónima inmensidad y llanear por la meseta castellana y luego atrochar por alguna carretera secundaria   e irse sumergiendo poco a poco en paisajes íntimos, de lomillas apretadas de monte, encinares tupidos, de  algún pinarcillo traspapelado…En invierno, contemplaba los cielos negreados por bandos de estorninos que ensuciaban el horizonte y, en primavera, veía, en los llanos reverdecidos al pie de las charcas,  a las garzas,  con su caminar acompasado y suficiente, buscando ranas o cualquier otro anfibio.

Recordaba que, en su niñez, había cenado, en las noches de verano, a la luz de un carburo, ancas de ranas fritas. Recordaba el chisporroteo en la sartén y el olorcillo del manjar al irse friendo. Aquello era una fiesta. Hoy, pensaba Matildo con razón, más que una fiesta sería un delito. También se acordaba de Manolillo Tejoneras que, en los años sesenta, mataba garzas para hacer chorizo y criar a los hijos porque, Manolillo, tenía un pitarrillo de niños muy abundante. Y  es que  él era muy vigoroso y certero y no le daba tregua a su mujer. Hoy hacer ese embutido con carne de garza, pensó Matildo con razón, sería también delito.

Al cruzar los pueblos marchitos,  abocados al silencio y la muerte,  Matildo contemplaba a sus gentes e imaginaba su vida cotidiana. Tal vez rutinaria, apegada al campo y sus duras labores, con las limitaciones que les daba el abandono del gobierno  y las muchas servidumbres que le imponían las Administraciones  pero, también, con la placidez que abonan el sosiego, la naturaleza y la cercanía al terruño.

II.- Pensó en los mayores de los pueblos : aquella generación que había levantado España de las ruinas de la guerra, que había dado estudios a los hijos y los había hecho, no sabía si mejores, pero, desde luego,  más cultos que ellos mismos; aquella generación que había creado con su trabajo la clase media, que había olvidado afrentas , humillaciones y crímenes, y había pagado impuestos y cuotas para construir el país.

Aquella generación, pensó Matildo con razón, era la que ahora se iba muriendo poco a poco, en los pueblos, en ciudades inmensas, ya fuera en la propia casa o , muchas veces, en anónimas residencias, con pensiones de miseria, en medio del abandono y del olvido.

Era la generación a la que, con la ley de eutanasia, se le iba a abrir la puerta por si querían irse de este mundo y no molestar más. Y no cobrar más pensiones. Y no hacer más gasto de nada. Ni de médicos. Ni de medicinas. Ni de nada…

III.- Matildo llegó a casa y aparcó en el corralón. Los perros del padre salieron en revuelta, ladrando, bulliciosos y altaneros. Eran unos podenquillos criados en casa, my arriscadetes, que eran fenómenos para los conejos. Entraban en un zarzal y empezaba a latir con una dicha hermosa y, a la nada, estaba el arbusto escupiendo conejos. Y el padre, y sus amigos, y algún jovencillo nuevo en la partida, los cazaban.

Matildo sólo tuvo que chistar para que lo animales se aplacaran y,  zalameros,  se le acercaran removiendo el rabo, solicitando caricias.

Pensó en que, a pesar de las incomodidades de  la vida en el pueblo, el pueblo era la vida de sus padres.

El padre criaba sus perrillos, ocho o diez tendría, y echaba el día con ellos, limpiando la perrera, echándoles de comer, sacándolos a campear…También tenía dos hurones, Pepe y Pepa, que  le quitaban mucho tiempo. Y unos pocos perdigones. Los perdigones  también daban mucho trabajo: cortarles uñas y pico, limpiar las jaulas, echarlos en el terrero, picarles bellotas…. Todos tenían su nombre : Marchena, Cosque, Gayarre, Manolin, El Manco…. Y, en las noches de frío, el padre los metía dentro de la casa, para que también aprovecharan el calor de la lumbre. Y entonces los perdigones empezaba a cantar muy bajito . Unos daban  de pie:

– Curichi, curichi curichi…

Y otros echaban sus reclamos con mucha modulación.

– Cha, Cha, Cha, Chacorocó, Chacorocó…

Y el padre sonreía y chisteaba y tocaba los palillos con los dedos y sonreía, sobre todo sonreía.

Y madre, de broma, decía:

– Quieres más a esos pájaros que a mí…

Y padre no lo desmentía para ver si madre se encocoraba con la afrenta,  pero ella ya estaba muy toreada y conocía las estratagemas de su marido  y callaba. Y sonreía también porque sabía que los perros, los hurones, los perdigones,  eran también  la vida del padre y, sin esto, no podría ser feliz.

IV.- Cuando Matildo entró en casa, no lo recibió la sonrisa amplia de padre. Lo vió sentado en su butacón, pensativo, la cabeza entre las manos… Matildo barruntó algo malo:

– ¿ Qué pasa aquí ?

El padre lo explicó. Le habían informado que se estaba preparando  una ley que iba a prohibir criar perros por aquellos que no fueran profesionales; que iba a prohibir tener hurones; que iba a prohibir cazar el perdigón; que iban a prohibir…

– Prohibir, prohibir, prohibir, se lamentó el viejo. Me amargan la vida…Lo que me quede de vida.

Conforme relataba la que se venía encima, el padre se iba calentando:

– Prohibir, prohibir, prohibir….¡Es que ni en tiempos de Franco! ¡¡ Malditos políticos : todo el día prohibiendo !!

Matildo, al ver así a su padre, empezó a murmurar:

– A esta generación que ha levantado España de las ruinas de la guerra, que creó con su trabajo la clase media, que olvidó  afrentas , humillaciones y crímenes, a esta generación le pagáis pensiones de miseria y les prohibís sus  aficiones….

El padre intervino:

– Me fastidian a mí, y a muchos como yo…jóvenes y viejos… ¿Pero qué puedo hacer yo ?

El hijo tomó la palabra .

– Vistas como está las cosas, con casi todos los políticos de acuerdo en esas barrabasadas, solo te queda votar a …

Pero no pudo acabar la frase porque, en ese momento, su madre irrumpió en la habitación gritando llena de gozo.

– ¡ Hijo mío, ya estás aquí !

Y el ambiente, mustio hasta entonces, cambió y hubo tal que una arrollón de alegría y de esperanza.

La madre puso su mano regordeta en el  hombro  de su marido.

– Todo se arreglará, dijo. Tenemos a quien nos defienda.

El hijo sacó de la nevera una botella verde con vino fresquito.

 – Fino bueno, dijo.

Y sirvió tres copas.

Sacaron también un platillo de aceitunas verdes bien aliñadas.

El viejo sonrió; la vieja sonrió también. Y es que la vida humilde es hermosa:  más hermosa que la jactanciosa.

Se oía ladrar a los perros en el corralón y la brisa del verano que agonizaba se llevaba los ladridos hasta la sierra cercana y, de la sierra, trasponían hasta el infinito o más allá, a una inmensidad que era verde, verde como la esperanza, verde como los campos, verde, verde…