Los enterrados


Y volvía a su ensimismamiento, miraba su vaso de vino y, al poco, echaba otro sorbito. Y callaba.

 

I.- El que podía saber algo de las fosas comunes era Eusebio, el labrador, pero Eusebio era renuente a dar información y siempre se salía de la suerte con un quiebro:

– Eso son cosas del pasado que no conviene remover.

Eusebio era socialista desde chico: su abuelo había sido socialista y Franco le echó mano y lo fusiló. Su padre, también socialista, anduvo más despabilado y salvó el pellejo por los pelos. Cuando vio que la cosa se ponía peligrosa se echó al monte huyendo de la quema. Allí se tiró tres o cuatro años evitando los encuentros con la guardia civil y viviendo de la caridad de los pastores o de los robos o de los hurtos, según. Y  vagabundo, como un perro balduendo, de un lugar a otro, porque aquerenciarse siempre en la misma zona era muy peligroso. Luego saltó a Francia y nunca más se supo. Unos dicen que lo mataron los alemanes de Hitler; otros que  se arrejuntó  con una franchuta rica y se dio a la buena vida. La cosa es que no volvió jamás…

La ideología de Eusebio, el labrador, que, como quedó dicho, venía de reata,  se consolidó luego  por la experiencia traumática de su niñez.  Como su padre estaba huido, de vez en cuando llegaba la pareja de la guardia civil a su casa se interrogaban a su madre sobre el paradero del marido y la amenazan y amedrentaban y eso marcó el sentimiento de Eusebio, el labrador,  que si ya era rojo de por sí, se hizo más rojo aún.

Y así fue pasando su vida: sin declinar de sus convicciones, siempre rojo y digno, pero prudente, sin hacer demasiada ostentación, no fuera que algún preboste se sintiera incomodado y el pobre Eusebio diera con sus miserias en la cárcel. Luego, cuando  murió Franco y llegó Suárez y organizó referéndums, elecciones   y cosas de esas, Eusebio se presentó  a  las municipales con los de Felipe González, y salió elegido y estuvo muchos años de alcalde. Y la gente lo quería y lo respetaba, ya fueran de izquierdas, ya fueran de derechas, ya fuera de esa cosa tan rara que había entonces que se llamaba centro, que era como un sí, pero no, como un quiero y no puedo, como un aguachirri sin sustancia…En fin….

 

II.- Ahora Eusebio, el labrador, es el más viejo de pueblo, por eso, si alguien sabía lo de las fosas comunes, tenía que ser  él.  Germán, que era el jefe del partido, le interrogaba:

– Eusebio, dígame usted dónde están enterrados los asesinados en la guerra.

Eusebio estaba sentado al sol, en la plaza, tomando un vaso de vino. Y no respondía.

Pero a Germán le convenía saber dónde estaba enterrados los asesinados de la guerra, porque con esto de la Ley de Memoria Histórica le interesaba hacer un descubrimiento  de esa naturaleza, y hacerse la foto con la prensa, y salir en la televisión y en la radio y, así, medrar ante la opinión del Partido, y que lo nombraran candidato en las próximas elecciones. De modo que insistía:

– Eusebio, dígame usted dónde están enterrados los asesinados en la guerra.

 Pero Eusebio callaba: miraba a su vaso de vino y echaba un sorbito y callaba. Y si Germán insistía y se ponía tan pesado como un abejorro zumbón, respondía:

– Eso son cosas del pasado que no conviene remover.

Y volvía a su ensimismamiento, miraba su vaso de vino y, al poco, echaba otro sorbito. Y callaba. Y aunque Germán insistiera no había quien lo sacara de su salmodia:

– Eso son cosas del pasado que no conviene remover.

Eso hasta que la contumacia de Germán resultaba cargante; entonces Eusebio se levantaba , pagaba el vaso de vino, y se iba garroteando camino de su casa, calle arriba, pim, pam, pim, pam…con los hombros cargados de años y el silencio en el corazón.

 

III.- Pero un día Germán cambió de táctica. Y quiso ser más meloso. Y hacer cierto chantaje moral al viejo:

– Eusebio, usted es el último que puede informar de dónde están los asesinados de la guerra. No tiene derecho a llevarse el secreto a la tumba…

En esa ocasión, como de costumbre, el viejo miró su vaso de vino y echó un sorbito. Pero, en contra de lo que solía, no calló, sino que dijo:

– Antes de llegar a la huerta de la tía Enriqueta, al pie del veredón, hay tres encinas; en el comedio de las tres; ahí está enterrados.

– Gracias, Eusebio.

Eusebio sonrió:

– No me des las gracias, dijo.

Y suspiró. Y sonrió de nuevo, con una sonrisa extraña, confusa,  frontera entre la ironía y la pena.

 

IV.- Germán organizó todo a la perfección; avisó al Presidente provincial del partido; y a la televisión; y a dos o tres cadenas de radio; y a un buen número de afiliados.  Eusebio no quiso acudir:

– Estoy ya muy viejo, se justificó.

Y sonrió con una sonrisa extraña,  confusa,  frontera entre la ironía y la pena.

El grupo de arqueólogos delimitó la zona, en el mismo comedio  de las tres encinas, y empezó su trabajo. Primero con mucho brío y luego, conforme profundizaban, con cuidado, rompiendo la tierra con delicadeza.

Pasado un rato uno de ellos dijo:

– Aquí hay algo.

Entonces el cámara de televisión se acercó y enfocó sobre la tierra recién destripada. Alguien dijo:

– Un fémur.

Un cuervo, que  volaba por el cielo y graznaba tristemente, ilustró la escena con  unos sonidos muy adecuados al momento:

– Cua, cua, cua…

Los arqueólogos cambiaron los instrumentos  y echaron mano de los zapapicos y de otros apechusques más pequeños. Y siguieron con la labor. Ahora aparecieron más huesos; y algunas piezas de metal. El jefe de los arqueólogos pidió que la gente se alejara:

– Dejadnos hacer nuestro trabajo. En poco tiempo lo tendréis todo a la vista.

Germán y el presidente del Partido y los periodistas, se apartaron e hicieron un grupo bastante charlatán. El Presidente decía:

– Cumplimos con el deber moral de localizar a las víctimas de una guerra incivil y fratricida.

Se oyó un murmullo de aprobación.

A dos jovencitas que vestían de morado se les cayeron dos lágrimas de emoción.

Germán no quería perder su minuto de gloria:

– Las izquierdas damos voz a aquellos a los que les fue arrebatada… Honramos la memoria de los que fueron asesinados…

Se oyó un murmullo de aprobación.

Las jovencitas seguían lagrimeando.

Al poco, los arqueólogos habían terminado su trabajo y culminado  una labor curiosa. El perímetro estaba totalmente delimitado en un rectángulo perfecto,  circundado por unas cuerdas tensas que hacían de linde. En medio estaba la osamenta muy bien conservada de lo que habían sido varios cadáveres.

– ¡¡¡ Pueden acercarse !!!

El cámara comenzó a filmar.

Entonces el Presidente del partido reparó en que entre los huesos había un crucifijo; y que entre las falanges de varias manos, entreverados, había algunos  rosarios de cuentas. También había  jirones de tejido basto, como de hábitos religiosos.

Murmuró:

– La hemos jodido. Estos muertos eran frailes.

Germán se dirigió al cámara con intemperancia:

– ¡ Deja de filmar !

El cámara, con la mirada, solicitó una explicación:

– Estos muertos no son nuestros muertos, imbécil, aclaró Germán muy encocorado.

La recua de hombres se alejó irritada. Frustrada. Cabizbaja. Tal vez perpleja.

Los arqueólogos siguieron con su trabajo. En soledad. En total soledad

 

V.- Mientras,  el viejo Eusebio, el  labrador, sentado en la plaza, meditabundo, entrecerró los ojos. Su mirada iba más allá del infinito. Era una mirada brillante, iluminada por la sabiduría de la edad. Echó un sorbito de vino. Y dijo :

         –  Son cosas del pasado que no conviene remover…

Y se levantó y, garroteando torpemente, tiró calle arriba, camino de su casa, pim, pam, pim, pam… con los hombros cargados de años y el silencio en el corazón.

 

La tarde caía y ya empezaba a hacer frío y una brisilla verde , que arrancaba de Dios sabe dónde,  remoloneaba por los tejados y   hacía girar a la veleta verde que coronaba el Convento de los Frailes y la orientaba temblorosa en dirección hacia las encinas que había cerca de la huerta de la tía Enriqueta, sin odio, sin reproches, con paz….