Del amor y los perros


Cuco y Pablo eran de la misma edad: catorce años. Para un perro, era ya una edad provecta.

I.- Aunque la urbanización se resubía sierra arriba por geografías muy irregulares, los arquitectos habían sabido adaptarse  a los caprichos del terreno y habían aprovechado las planicies, las mesetillas y los altozanos, para construir las viviendas o para diseñar jardines y miradores desde los que se contemplaba la ciudad que yacía postrada al fondo, en la lejanía del valle.

Sobre todo por la noche, la visión era muy bella :  las luces de la ciudad iluminaban su entorno, como si su fisionomía se nimbara de una niebla entre restallante y mortecina, en una combinación que parecía imposible. Y ello, visto en lejanía, desde cualquiera de los miradores de la urbanización, producía una hermosa tensión poética.

Algunos de los chalets de la urbanización eran utilizados como viviendas de verano: la ciudad, metida en los hondones del río era muy calurosa, y en la urbanización, aunque estaba a escasos kilómetros, la temperatura menguaba unos grados, hasta hacer el estío soportable.

Pero también había quienes habían fijado su residencia allí todo el año, sobre todo desde que la urbanización se dotó de farmacia, supermercado, bares…de modo que tenía las ventajas de un pueblo y las de la ciudad.

II.- Cuco y Pablo eran de la misma edad: catorce años. Para un perro, era ya una edad provecta: por eso Cuco estaba viejo, medio ciego y sordo. Para Pablo, sin embargo, tener catorce años era estar despertando a la vida, en tránsito de la niñez a la adolescencia, en esa etapa donde todo es demasiado confuso e ilusionante. Misterioso.

Como los hermanos de Pablo estudiaban fuera, se había corrido el turno de los quehaceres, y ahora era él el encargado de los cuidados del perro. Tampoco eran muy gravosos : ocuparse de la comida y el agua y sacarlo al parque al menos una vez al día. Su padre había sido contundente :

– Cuando veas que el pienso se va acabando, me lo dices…

III.- Cuando María acabó el curso sus padres le regalaron un perro: un cachorro de pelo blanco y sedoso, que saltaba constantemente, mordía los zapatos y las gomas de la instalación de riego. La veterinaria les aconsejó que estuviera en el jardín de casa hasta que las vacunas le hicieran el deseado efecto de la inmunidad.

 

– ¿ Y cuanto tiempo es eso?, preguntó María.

– Un mes, respondió la veterinaria

 Talco, el cachorro, tenía pocos meses. María trece años.

 

IV.- Atardecía: atado a su cadena, Cuco daba renqueante su paseo diario. Pablo le iba silbando para que Cuco , que apenas podía verlo, sintiera su cercanía. Desde hacía algunos días, el caminar de Cuco era más renuente aún. La cadera, desgastada, hacía que su pata derecha estuviera algo descolgada. Pero Cuco era esforzado y testarrón y, sobre todo, animal de costumbres y si llevaba catorce años saliendo a pasear al parque ahora no se iba a amilanar por un dolorcillo de nada. Máxime cuando  su instinto perruno le decía que le quedaban pocos paseos. Que tal vez pronto, demasiado pronto, traspondría más allá de las lindes del cielo, a descansar en el paraíso de los perros.

Talco, atado a su cadena, daba el primer paseo de su vida. Ya había pasado el mes que la veterinaria aconsejaba. Todo era nuevo para él: la cadena que lo prendía, los coches aparcados en la calle, el olor de las esquinas donde otros perros había dejado su firma….y los mirlos negros que picoteaban en la hierba regada buscando gusanos y a los qué intentaba alcanzar infructuosamente.

De pronto Talco vio a un perro grande, tumbado junto al banco, y se acercó a él. Talco quería jugar pero el otro perro permanecía indiferente. Talco le ladraba y hacía cucamonas: se paraba y se aplastaba simulando un salto y luego volvía a ladrar. Cuco estaba cansado, así que regruñó. Pero Talco insistía y le mordía las orejas suavemente. Así que Cuco se resignó y se dejó hacer. Al fin, pensaba, él también había sido cachorro hacía muchos años  y ahora ver a Talco de cerca le insuflaba una energía extraña, como unas extrañas ganas de vivir, a pesar de la ceguera, a pesar de la cojera  a pesar, en suma, de la vida….

V.- Pablo, el adolescente, y María, la adolescente, se sentaron contiguos en el banco del mirador.  Pablo querría haber dicho algo, pero la timidez le atenazaban y la palabras no le fluían. María, por su parte, pensó en qué comentar: tal vez algo de los perros sería adecuado. Pero tampoco le surgían las palabras.

Eran los perros los que mandaban en la situación: Talco no dejaba de jugar, saltar y ladrar. Cuco, por su parte, soportaba pacientemente las travesuras del cachorro. La imagen de ambos era la perfecta representación de la alegría vital y la bondad más absoluta.

Caía la tarde y a lo lejos empezaban a lamparear las luces de la ciudad.

Pablo se atrevió a mirar a María. El perfil de la niña se confrontaba con la oscuridad que caía pero sus ojos, más negros y brillantes que la oscuridad misma, eran dos puntos deslumbrantes.

Una extraña sensación le sacudió: la bondad de Cuco, la vitalidad de Talco, y la tarde que caía con la ciudad distante  y triste al fondo. Y la cercanía, a la vez lejana, de María, su perfil inocente, confrontado con la anochecida.

Si saber por qué, tal vez algo atronado por las sensaciones, se levantó, cogió a Cuco y se marchó.

Y haciendo un gran esfuerzo, dijo una palabra. Solo una :

– Adiós

María, era más valiente que Pablo. Respondió:

– Adiós… hasta mañana.

Y sonrió.

A Pablo le sacudió un calambrazo, un escalofrío confuso,  por el espinazo arriba.

Algo hermoso acababa de nacer…