El fin de una civilización… o no


Al hombre de hoy, intuía,  le faltaba el reposo. Pararse a pensar y a escuchar el silencio.

I.- El no era muy mayor: maduro sí, pero no mayor y tenía la sabiduría que da la perspectiva de las cosas y la fuerza de quien aun es vigoroso. Pero estaba cansado. O resabiado. O afligido, vaya usted a saber. Desde hacía  algún tiempo pensaba que el mundo iba demasiado deprisa: avances tecnológicos frenéticos, exigencias de productividad exageradas, inmediatez a todos los niveles…viajes  relámpago, vacaciones en la otra punta del mundo, lejos de las propias raíces,… y whatsapp y teléfonos móviles. Y mensajes.  Y luego la pandemia, y la crisis, y una nueva guerra, ahora en el corazón de Europa…

Y vuelta a empezar: aluviones de información, y más noticias, todas negativas, y el miedo, y las obsesiones y el egoísmo. Y los dirigentes, mintiendo con todo desparpajo. Decían una cosa en campaña electoral y luego hacían la contraria. Pero eso, desgraciadamente, ya se asumía con toda naturalidad.

Y los débiles pisoteados. Y los fuertes, los fuertes de verdad, cada vez más fuertes, más manipuladores, más insolidarios.

Al hombre de hoy, intuía,  le faltaba el reposo. Pararse a pensar y a escuchar el silencio. Sentirse un ser humano, independiente, único. Volver a ser hombre, en suma. Para saber de su fuerza, de su valor, de su dignidad y, por tanto, ser crítico con la realidad. Y tratar de cambiarla.

 

II.- Se asomó a la ventana de su casa de campo, donde se reponía del cornalón que le había pegado el COVID: como había llovido y luego había templado el tiempo, la hierba había medrado con fuerza y el ganado, que venía de tiempo de sequía y traía memorias de privaciones,  peluseaba glotonamente en los ruedos de las encinas , donde el  verde crecía más gustoso.

Se le pasó un buen rato observando a las ovejas y oyendo los silbidos de un tordo que miraba el mundo desde la cumbre de un árbol. Y los ladridos de un mastín que martilleaban rítmicos , desde más allá del horizonte, en  la caída de la tarde:   guau, guau, guau…. Y, durante ese tiempo de abstracción, no dejó de discurrir:

– Con la velocidad que llevan las cosas, esto tiene que reventar. Por un lado u otro, pero reventar.

Siguió mascullando pensamientos :

– Van a por el ser humano, tal y como lo conocemos. Tal y como es. Se cargan al mundo rural, a los ganaderos y agricultores, las tradiciones, a la gentes sencillas y auténticas, a nuestra cultura más íntima. Acaban con nuestra unión con la Tierra, nos hacen peregrinos de la nada y, finalmente, acaban con nosotros. Eso es lo que pretenden.

Siguió cavilando:

– Mientras nos destruyen, nos minan por dentro, atacan nuestros valores morales. Nos hacen que admitamos que se mate a los no nacidos, que se despene a los viejos, que…..Todo con muy bonitas palabras, eso sí.

El mastín seguía ladrando a lo lejos : gua, guau, guau… y el tordo, desde la cumbre del árbol, seguía silbando.

Como caía la tarde, y estaba debilucho por el tarantatan que le había dado el COVID, se sintió triste y decaído. Sin moral.  Pensó que no había nada que hacer, que más valía resignarse al sino de los tiempos, y entregar la cuchara y no luchar.

– Es absurdo oponerse a lo inevitable, pensó.

Miró al fondo de la habitación, donde ardía la lumbre. Y, al momento,  como si las llamas hubieran penetrado en su alma, le prendió el genio. El no se iba a entregar por las buenas. Y todos los que pensaban como él, tampoco. Y menos ahora que había organizaciones y partidos que encauzaban sus creencias, sus valores, sus sentimientos . Había que volver a empezar. Luchar, sin miedo, por lo que creía. Se dijo:

– No importa la victoria, lo que importa es la lucha.

Y deseó, más que nunca, que cayera ya la tarde y se hiciera noche oscura porque sabía que, después de las sombras, volvería a amanecer…