Amores tardíos


Su esposa había muerto hacia un par de años de un parraque que le dio.

I.- El Profesor era un erudito reconocido y durante su etapa en la Universidad creó escuela y de sus conocimientos y enseñanzas remanecieron muchos discípulos que fundaron también escuela y engrandecieron el panorama jurídico de España. Muchas de las teorías que habían bullido en su cabeza y luego se habían reflejado en sus artículos y monografías fueron, con el andar del tiempo,  acogidas por los Tribunales de Justicia y, por tanto, habían servido para regular la vida de las gentes, lo que al Profesor, con toda razón, le satisfacía, porque podía ver que sus saberes no se habían quedado sólo en los libros sino que, por el contrario, contribuían a la justa solución de los conflictos sociales.

 

Ahora, ya jubilado, el Profesor seguía  ocupado en el estudio y daba conferencias por todo el país, y lo llamaban para impartir cursos  y sabios muy reputados le pedían consejo y le solicitaban que les orientara en sus líneas de investigación.

 

Su vida había sido siempre, y lo era también actualmente a pesar de la vejez, una suerte de sacerdocio donde el “ser supremo“ era el conocimiento de la ciencia jurídica;  pero  su celo de conocer y su expansiva inteligencia no lo había limitado a las disciplinas de su especialidad y, por ello, también se había afanado en coleccionar saberes muy variados y, muchos de ellos inservibles. Un tiempo le dio por investigar la vida del Papa ( o, por mejor decir, antipapa ) Pedro II, que lo había sido de la Iglesia del Palmar de Troya, y que aunque se había criado en Sevilla nació en Cabeza del Buey, un pueblecito extremeño situado en la linde con la provincia de Córdoba; en otro tiempo se aprendió de memoria ( y sin esfuerzo )  las Soledades de Góngora porque, a su parecer, para comprender la poesía del Siglo de Oro y, por ende, la poesía en general, era imprescindible tener interiorizados los ritmos de la obra del poeta cordobés.

Por todo ello odiaba con demasiada vehemencia  la falta de inquietudes intelectuales defecto que, según pensaba, eran características animales, no humanas y, por tal motivo, su mente siempre estaba en revolución : leyendo, pensando, escribiendo…

– Una persona sin estudios y sin aspiraciones intelectuales es un animal con forma humana, decía.

II.- Con su mujer, Karen, también una jurista reputada de origen alemán, había gozado de un matrimonio pacífico y sosegado, aunque, en cierta manera, su relación había sido más intelectual que afectuosa o pasional ya que, lo que hubo entre ambos, fue una mutua admiración y  colaboración científica. Su esposa había muerto hacia un par de años de un parraque que le dio.

Ahora, cuando el Profesor echaba la vista atrás y revivía la vida en común con su extinta, sólo se le aparecían escenas de reflexiones conjuntas  sobre las teorías dinámicas en la dogmatica del Derecho Tributario, o sobre la teoría de la relación jurídico – tributaria compleja, o sobre la influencia de Gianinni en la conformación del vigente sistema tributario o….

Imágenes de una caricia o un abrazo, o un gesto de complicidad, no se le venían a la mente, esa era la verdad. Y de actitudes más pasionales, ni hablamos….

 

El Profesor, sin embargo, no se sentía interpelado por esas circunstancias porque, según su parecer, las cosas eran lo que eran y, sobre todo, había que colaborar con lo inevitable y aunque su matrimonio hubiera sido más una asociación intelectual que una verdadera vida en común, lo cierto es que entendía que cada uno ordena su existencia como mejor le cuadra.

III.- Desde que murió Karen, el Profesor había aumentado las horas a María, la asistenta, que era una viuda ya delanterilla, pero mucho más joven que él. Así, como el Profesor era un auténtico inútil para las cosas del hogar, con la colaboración de María  la casa podía estar curiosa, las ropas planchadas y la comida convenientemente aviada. Porque el Profesor, en contra de lo que pudiera pensarse, era un auténtico glotón, y un vicioso del cuchareo  y, prueba de ello, es que  lo que más le gustaba era el cocido de garbanzos,  siempre que fuera generoso en  avíos . O sea, el cocimiento debía preparase  con una buena suerte de magro de ternera, media gallina vieja, algo de costilla salada, la pertinente osamenta de canilla  y unas buenas besanas de tocino,  tanto del fresco como del salado. Y aparte, una cuarta de morcilla y tres o cuatro cuentas   de chorizo de rosario.

 

El Profesor, a pesar de su aspecto despistado,  no era un sabio que viviera en la abstracción. Que no estaba acarajotado, quiero decir. Así que percibía los pequeños  detalles de María y su afán por hacerle la vida amable, el cariño desinteresado con que la mujer  cuidaba todos los detalles para que el Profesor fuera feliz. Y, a partir de ahí, empezó a refinársele el alma y a apreciar esa cosa tan rara que llaman amor, o cariño, o lo que sea. Y, con toda naturalidad, le surgió el deseo de devolver ese afecto que recibía, para obtener, simplemente, la satisfacción de dar algo humano. Incluso llegó a pensar que, en toda su vida, había dado muchos consejos, muchas orientaciones; incluso había “ regalado “ ideas a otros sabios, ideas con la que esos sabios habían construido luego teorías brillantes que lo habían hecho famosos en el ámbito jurídico. Pero, en realidad, detalles de afecto, de auténtico afecto, reconocía con pesar que   no había tenido con nadie. Bien es verdad, que tampoco los había recibido.

 

IV.- Miró a María mientras planchaba. Le encantaba su perfil: la nariz, rectilínea, le daba al rostro un aire de distinción, de elegancia natural.

Tras ella estaba la biblioteca, en cuyos  anaqueles había libros, muchos libros, gran parte de ellos escritos por él mismo.

La imagen de María, en su poquedad, afanada en  su humilde quehacer, confrontada con tanto libro y tanta sabiduría, le produjo una conmoción intensa, como si de pronto se le hubieran sacudido  las ideas y se hubiera hecho la luz. Pensó que cambiaría toda su obra por una caricia de María. O por una sonrisa, sin importarle que la cultura de María fuera limitada  porque, aun siendo así, María le daba un amor que él debía retornarle, que él quería retornarle…

Y entonces, sólo entonces, se dio cuenta de que su vida había sido un autentico fracaso. Pero, como era esclarecido, supo también  que nada podía cambiar ya. Era muy tarde: él rozaba los setenta. María los cincuenta. Había demasiadas diferencias entre ellos. Y, además:  ¡A donde iba a ir ella con tal vejestorio, maniático y aburrido!

Siguió contemplándola. Ella, abstraída, seguía con su trabajo.

Se dijo :

– No es razonable que intente una relación con María. No es razonable…

Pero, al momento, una luz  sacudió su inteligencia y musitó:

– ¿ Y por qué el amor debe ser razonable ?

Y un sentimiento verde y esperanzado le hizo temblar.