Aquel verano


Carmen era más menudita y muy relimpia: tenía el pelo rubio, un color extraño por aquellas tierras, y unos ojos verdes le brillaban como estrellas en la noche

I.- El verano había supuesto la estampida de familiares y amigos de vacaciones: la playa,  los viajes, la vuelta a las ciudades de origen…. Y mi padre, agobiado por la grave enfermedad de mi madre, me dijo:

– Te voy a dejar unos días en el campo, al cuidado de Luisón y Carmen, hasta que tu madre esté buena.

Luisón y Carmen eran los guardeses de la finca familiar, una pareja joven que estaba recién casada.

A mí, entonces, Luisón me parecía un gigante y un sabio, porque conocía todos los pormenores del campo: el nombre de las plantas y los pájaros, dónde encamaban los cochinos y  por dónde rebosaban los venados cuando jaleábamos en la umbría….

Carmen era más menudita y muy relimpia: tenía el pelo rubio, un color extraño por aquellas tierras, y unos ojos verdes le brillaban como estrellas en la noche. En su cara  ardía siempre una amplia sonrisa.

Mi padre hizo mi equipaje y me dijo:

– Ve a despedirte de tu madre.

Pero en aquel momento mi madre dormía. Cuando la besé, sentí  en mis labios el calor de la fiebre.

Vi al médico cuchichear y, a la misma vez, ensombrecerse el rostro de mi padre. Como cuando una nube grande pasa por  las alturas de un llano amarillo y éste se oscurece: pues así.

Pensé que, tal vez, nunca más volvería a ver a mi madre. Me tragué las lágrimas y  no dije nada.

 

II.- La casa de los guardeses era pequeñita, pero muy regular: tenía un pequeño zaguán y luego una habitación cuadrada, que hacía de cuarto de estar, con su lumbre y su humilde mesa camilla, y una cómoda de estilo presuntuoso, que desentonaba con lo rústico del resto del ajuar. Vertían a esta habitación tres cuartos más: la cocina, la habitación del matrimonio, y otra más pequeñito, en la que se había dispuesto un pequeño jergón, y que era donde yo había de dormir.

 

A Carmen le molestaba que Cuca, la perra, entrara en la casa y andaba siempre sacudiéndole escobazos cuando veía traslucir su hocico colorado por entre las cortinas de la puerta. Luisón, por el contrario, era más tolerante y permisivo y nunca la reñía  y si la perra entraba la acariciaba y la perra le echaba las patas en lo alto y él  decía:

 

– Perrilla buena, perrilla buena….

III.- La vida en el campo era rutinaria, pero pintada de una felicidad natural, sin estridencias; mientras Luisón apañaba sus quehaceres diarios, yo pasaba el tiempo con Carmen: bajábamos al pozo a acopiar agua, al huerto a por tomates, al arroyo a coger higos de una higuera muy poderosa que crecía salvaje en su cauce…. Los  sábados hacíamos recuento de víveres y necesidades y   apuntábamos en una lista  lo que hacía falta para cuando viniera el recovero con sus mercancías.

A veces, cuando íbamos al huerto, o al arroyo, o donde fuera, Carmen me tomaba de la mano y reía y yo sentía sus palpitaciones en mis dedos y era como si el fulgor de su sangre traspasara mi piel y se desenfrenara en mis venas. Y aunque el amor es un sentimiento muchas veces confuso, ahora, visto en perspectiva, y tantos años después, creo que estaba enamorado de ella. 

 

No me sorprende: mi adolescencia comenzaba a arrancar en forma de una pelusa ramplona, amarilla y desordenada, que apuntaba en mi cara; y en ciertas disonancias de la voz; y, tal vez por eso, de mis instintos manaban ya, de modo incipiente, las servidumbres de ser macho.

 

Una tarde en que me levanté de la siesta con cierta anticipación   descubrí a Carmen  besando apasionadamente a su marido y  sentí una profunda ira y, de momento, un odio incontrolable contra Luisón.  Pero aquello fue un aluvión de sentimientos muy transitorio; pronto sucumbí de nuevo a la dulzura de Carmen y a la admiración a Luisón, tan alto, tan fuerte, tan sabio de esos saberes que realmente me interesaban: los pájaros, las reses y sus comportamientos, las querencias de las alimañas, el manejo del ganado…

 

IV.- El verano avanzaba: los encinares ya se habían cuajado de bandos de palomas que negreaban cuando se echaban a saquear los granos de la siembra, que aquel año, por su mucha miseria en la granazón, no se había  recogido;  los pollos de perdiz ya estaban cuajados y tenían, por lo menos, el porte de una tórtola; en la sierra la berrea era un concierto oscuro y bronco que arrancaba antes de que el sol cayera ; y los días se iban haciendo más cortos y refrescaba antes e, incluso, alguna noche, había que arroparse en la cama porque hacía frío.

 

Pero a pesar de ello padre no daba noticias: ni había venido él ni había mandado razón con nadie de cómo iba la salud de madre.

 

A veces, por esa falta de noticias, se me amustiaba el ánimo y los peores presagios se me anubarraban y me enturbiaban  esa  alegría  de cachorro con que pasaban mis días.

Entonces, Carmen, que se maliciaba mis pesares, me acariciaba el pelo y me besaba con una dulzura jugosa, para consolar mi tristeza y me decía:

– ¡Qué malo es el no saber! Pero todo saldrá bien…

Y Luisón, que era hombre bueno, se inventaba una actividad atrayente, para distraer mis pesares:

 

– Vente conmigo que le vamos a poner un lazo a las zorras….ayer subieron por la noche y si no es por la Cuca, no dejan viva una gallina.

 

Y ambos bajábamos a la cañada por donde, según los saberes Luisón, atrochaban los juanicos, y él buscaba las veredillas y los pasos, y dejaba los lazos bien prendidos, y luego me tomaba de la mano y subíamos a la casa, y yo sentía sus palpitaciones en mis dedos y era como si el fulgor de su sangre traspasara mi piel y se desenfrenara en mis venas.

 

Y después cenábamos al raso, gazpacho fresquito y tortilla de patatas, y sentíamos berrear a los venados y veíamos titilar en el cielo a las estrellas y, más cerca, a los luceros , y yo miraba el perfil de Carmen y Luisón también la miraba y  la vida cogía otro color  y la tristeza daba una tregua, que yo sabía que era corta porque al día siguiente volvería de nuevo la inquietud de no saber de mi madre.

 

V.- Fue un mañana: andaba yo zascandileando en la casa y Carmen me dijo:

– ¿Por qué no coges una cubeta de avena y se la echas a las gallinas?

Cuando estaba manipulando   el grano sentí un traqueteo de motor. Como era sábado, pensé que era el recovero, que solía arrimar ese día con sus mercancías y suministros. Pero la hora no cuadraba ni tampoco la musicalidad del sonido, que era más ligero y ágil, no tan fatigoso como el de la camioneta del recovero.

 

Así descubrí que cerro arriba, enturbiado por el polvo del camino, gateaba el seat 124  verde de padre. Dejé el grano, tiré la cubeta y eché a correr cerró abajo.  El coche pitaba y destellaba las luces largas, aunque su  fulgor apenas se intuía por la luminosidad del sol que inundaba la mañana. De pronto, cuando me quedaban escasos cincuenta metros para confrontarme con el coche, me resbalé y caí al suelo.  Me sangraban las rodillas y en las palmas de las manos se me habían clavado pequeñas piedrecitas.

 

Entonces sentí unos brazos que me recogían. Y un cuerpo que me abrazaba. La cara de mi madre estaba pálida, su cuerpo escurrido, y sus labios exangües, pero su sonrisa era un aluvión de alegría. Con su abrazo yo sentí sus palpitaciones en mi cuerpo; era como si la fuerza de su sangre traspasara mi piel y se desenfrenara en mis venas. Supe entonces que las pesadillas, a veces, son sólo eso: pesadillas.

No me dolían ni las rodillas ni la palma de las manos; no sentía  la sangre caliente y peguntosa que resbalaba pierna abajo. Sólo sentía esa fuerza infinita que llaman felicidad.

Dos palomas torcaces cruzaron el cielo, el cielo azul y luminoso, de aquel verano tardío que declinaba. Un verano que abría la puerta a un otoño que yo sabía que, tras las primera lluvias, reverdecería en un verde esperanzado,  pausado y feliz.