Dar de comer al hambriento


En este mundo nadie la echó de menos: ni el chef de fama internacional, ni las ongs feministas, ni la ministra de Asuntos Sociales e Igualdad

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'Monja', de Julio Romero de Torres. /Foto: Museo Carmen Thyssen Málaga
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‘Monja’, de Julio Romero de Torres. /Foto: Museo Carmen Thyssen Málaga

I.- Sor Consolación se llamaba, en rigor, Elisa, pero cuando profesó se trocó el nombre por Consolación, porque ese era su objetivo en la vida: consolar a quien lo necesitara. El verdadero consuelo, intuía ya desde novicia, no estaba sólo en lo material (remediar la pobreza, el hambre, la tristeza, o la enfermedad) sino también en hacer frente al sinsentido de la vida y tratar de que las gentes pusieran rumbo a la Verdad. Darles algo de la Luz que a ella la iluminaba dentro.

Ahora, en su Congregación, la habían destinado a gestionar el comedor social, donde cada día acudían personas acuciadas por la necesidad. Se encontraba de todo: enfermos, indigentes, desequilibrados, gente arruinada que hasta hacía poco tiempo habían vivido holgadamente… Para todos cocinaba, junto con otras hermanas, y a todos, además de su escudilla de puchero, de carne, o de lo que  fuera,  y además del chusco de pan y la bebida, daba  su caricia y, sobre todo, su sonrisa, una sonrisa que era como un haz de luz que todo lo arrasaba.

Sor Consolación apenas daba importancia al bien que hacía: lo consideraba algo natural, como el respirar, como el rezar, como el reír… Por eso aquel día, al poner la radio mientras andaba en la cocina entre cazuelas y cocimientos , se quedó anonadada al escuchar en las noticias las loas a un chef de fama internacional que había llevado alimentos  a los bomberos españoles que luchaban contra el fuego.

– Es un buen hombre, pensó, pero no sé a qué viene tanta tramoya en la radio. Hace lo que debiera hacer cualquiera.

Y siguió con sus guisoteos y sus rezos mientras la cocina se llenaba de aromas y fragancias culinarias entreveradas del bisbiseo de oraciones.

II.- Por un momento, Sor Consolación pensó que, cuando recibiera a sus gentes en el comedor, entraría también un grupo de periodistas, para dar noticia al mundo de la labor que hacían las otras monjas y ella misma por amor a Dios y a los hermanos.

Pero pronto se dio cuenta de que era una idea estúpida. En un mundo vacuo, las noticias son lo inesperado, lo extraordinario, no lo que se da por sabido. Que un chef de fama internacional alimentara un día  a gente admirable pero sin especiales necesidades, era noticia. Que unas monjas pobres alimentaran todos los días a indigentes, no era noticia.

Aquel día, sin periodistas, sin testigos, sin fama, sor Consolación repartió con más amor que nunca las raciones; sonrió con más luz que nunca; acarició con una suavidad que jamás había conseguido a sus pobres.

En la pared, un pobre crucifijo de madera, sin Cristo, parecía relucir, parecía palpitar, parecía estar vivo…

El último comensal, una chica esquilmada de carnes y profundas ojeras, la miró desde sus ojos negros como la noche. Dijo:

– Que Dios te lo pague, Sor Consolación.

Y el brillo de los ojos de la monja se reflejó en los de la chica  como un rayo que trascendía más allá del infinito. Y la chica sonrió.

Aquella noche, en las noticias de las nueve, volvieron a hablar del chef de fama internacional que había llevado alimentos a los bomberos españoles que luchaban contra el fuego. Luego hablaron de otras cosas. Sobre todo, hablaron de otras miserias. Y es que la miseria vende. La desgracia, excita. Y el bien no está de moda.

Aquella noche, la chica esquilmada de carnes y profundas ojeras, murió de una sobredosis, en un descampado de las afueras, cerca de un polígono industrial. Sola.

En este mundo nadie la echó de menos: ni el chef de fama internacional, ni las ongs feministas, ni la ministra de Asuntos Sociales e Igualdad. Nadie la echó de menos. Era lógico, nadie se había ocupado de ella jamás. Salvo Sor Consolación.