«…Y en la hora de nuestra muerte».


De las seis monjas que quedaban en el convento, solo una, la hermana Venancia, estaba en aceptable estado de revista:

Pastora
Hermana María del Carmen./Foto: BJ

I.- El convento de clausura  era un edificio  enorme  y, aunque en tiempos estuvo lleno de vida, en la actualidad, como la Orden estaba esquilmada de monjas, tenía deshabitadas casi todas sus estancias. Por otra parte, mantenerlo costaba un yescal y la comunidad ya no tenía fuerzas ni dinero para acometer las obras, por muy insignificantes que pudieran parecer.

De las seis monjas que quedaban en el convento, solo una, la hermana Venancia, estaba en aceptable estado de revista: y es que era la más nuevecilla, cincuenta años largos, no más.  Las otras cinco, eran santas mujeres, pero ancianas, de más de ochenta años y aunque gozaban de una salud bastante aceptable para la edad que calzaban, necesitaban ya muchas atenciones a las que la hermana Venancia , por sí sola, no podía atender.

La hermana Venancia había venido de Etiopía muchos años atrás y era negra, pero negra  negra, de una negrura brillante y resplandeciente. Para que nos entendamos:  negra zaína. Las hermanas la recibieron con alborozo porque veían que la Orden podía revitalizarse aunque fuera importando sangre nueva de otros países, pero aquello fue un espejismo: las monjas iban muriendo y no entraba renuevo y así, en pocos años, hasta las más optimistas, se dieron cuenta de que la cosa tenía mala compostura y que cada año había menos hermanas. Y aunque arreciaban en sus oraciones pidiendo nuevas vocaciones, la cosa nunca medró.

Así que la Orden decidió ceder el Convento a cambio de una renta y trasladar a las monjas a una casa de retiros que tenía en el norte de España, una casa moderna y bien acondicionada, cómoda y climatizada, con un personal profesional que las atendía en sus necesidades. Allí las hermanas seguirían con las ocupaciones propias de su vocación, la oración básicamente, haciendo vida con esa nueva comunidad que acababan de formar,  compuesta  de ancianas provenientes de conventos de toda España que esperaban, con toda tranquilidad, la muerte, simplemente la muerte, no más.

 

II.- Durante unos meses la hermana Venancia permaneció con las otras monjas en la nueva casa pero, realmente, desentonaba, porque Venancia estaba fuerte y podía acometer otros trabajos y su propia vitalidad le demandaba convivir con una comunidad más activa.

Algunas veces , en la soledad de la oración, preguntaba al Señor si ese era su sitio y entonces percibía una especie de respuesta inaudible pero convincente que la animaba a esperar, rezar y obedecer…Y, así, su entusiasmo se renovaba y se aplicaba con toda aplicación a los mandatos que la Superiora le encargaba.

Pero el deseo más grande de la hermana Venancia era cuidar  a la hermana Pilar  y estar con ella cuando ésta muriera, cosa que, según se maliciaba, no se iba a demorar mucho. De todas las hermanas, Pilar era la más averiada y, probablemente, la más buena. Por ello Venancia quería atender a la hermana Pilar cuando le llegara la última hora, y rezar con ella cuando  la agonía la sorprendiera, y devolverle el mucho amor que había recibido  cuando, más de cuarenta años atrás, vino como novicia desde Etiopía, y era una niña asustada, desarraigada y llorosa. La hermana  Pilar había sido, para ella, una madre y ahora, dejarla en la recta final de la vida la colmaba de desazón,  porque quería devolverle parte del mucho amor recibido y ayudarla a bien morir.

Por eso,  en la soledad de la oración, pedía  al Señor que la dejara en la casa hasta que Pilar muriese. Entonces, en el fragor de la oración,  recibía una especie de respuesta inaudible pero convincente que la animaba a esperar, rezar y obedecer…

III.-  Un día llegó la noticia de que la hermana Venancia debía abandonar la casa y viajar al convento que la Orden tenía más en otra ciudad y que era la casa  madre. En principio, acogió la nueva con alegría, pues imaginaba que la nueva comunidad donde la destinaba sería más vigorosa, y podría aplicarse con más fuerza a la oración, y a trabajar en el convento y en atender a los pobres que llamaran a su puerta…

Pero, también, y por un momento, sintió un desarraigo cruel que la rasgó por dentro. La hermana Pilar estaba en las últimas y pronto, muy pronto, moriría, y adivinó que ella no estaría junto a la anciana  en su paso al cielo.

Llegó  el día: la Orden había mandado un coche desde la casa – madre para que recogiera a Venancia. Había que partir sin demora porque la noche caía y el tiempo estaba violento: el viento sacudía los árboles y el agua derrotaba en furiosas acometidas sobre la tierra. Venancia se despidió de todas las hermanas y besó con veneración las huesudas y deformadas  manos de la hermana Pilar y ambas mujeres se abrazaron como madre e hija, sabedoras que dejaban atrás una vida en común y que ya nunca se verían más en la tierra.

IV.- La hermana Pilar pensó que poco le quedaba ya por hacer en la tierra, salvo morirse, y se recogió en su cuarto. Su ánimo era tal que un gazpacho de sensaciones : la tristeza por la despedida de la hermana Venancia; la ilusión por saber que pronto se encontraría con el Señor; y la frustración de ver que su Orden, igual que ella misma, iba tocando a su fin. Se preguntó si tal vez su vocación contemplativa hubiera sido un error y un tiempo inútil pero pronto se sacudió esos malos pensamientos. Una comezón se le agarraba a la garganta y sentía como si una gran piedra oprimiese su pecho.

Susurró:

– Si Venancia estuviera aquí….. y una lágrima rodó por sus mejillas.

Mientras, el coche donde viajaba Venancia gateaba por la cordillera. El viento lo bamboleaba y a veces, los embates del agua, parecía que lo iban a desguazar. Agotada y algo triste Venancia cerró los ojos. Y se durmió. Apenas sintió un vértigo por los adentros cuando el coche, al patinar en una curva, se precipitó cerro abajo. Eso fue todo. Un vértigo. Y luego todo quedó en silencio. Y Venancia se sintió en un espacio extraño.

Había dejado de llover. Un camionero que pasaba por ahí aviso a la Guardia Civil. Llegaron dos ambulancias. Luego, al poco, una chica, jovencilla, que era la juez de guardia, levantó los dos cadáveres: el del conductor y el de Venancia.

 

V.- En esos precisos instantes la Hermana Pilar  recibía los Santos Oleos :quedó apaciguada. El sacerdote se retiró. Dos hermanas la velaban. Eran casi tan viejas como ella, pero, a pesar del cansancio, no cejaban en sus rezos:

– Dios te Salve María, llena eres de gracia….

Y así una y otra vez, murmurando sus oraciones.

De repente Pilar sintió un vértigo por los adentros. Eso fue todo: un vértigo. Y luego todo quedó en silencio. Y se sintió en un espacio extraño. Como de la nada, surgió una mano negra, pero negra  negra, de una negrura brillante y resplandeciente. Para que nos entendamos:  negra zaína. Esa mano negra, tomó la de la Pilar, huesuda y deformada. Se oyó la voz de Venancia :

– Vamos, madre Pilar, vamos…nos esperan….

Y ambas mujeres traspusieron las lindes del cielo.

En las afueras, el  firmamento se abrió; los vientos se sujetaron y, descorridas las nubes, las estrellas brillaron de nuevo alumbrando la noche, calmosa, acogedora…infinitamente hermosa.