I.- La semana había sido ventosa pero el sábado amaneció quedo, recogido de aires y luminoso. De vez en cuando alguna nube blanca y gorda , como una oveja preñada, se confrontaba con el sol y, entonces, sobre la tierra, se posaba una sombra que daba a la mañana un aire fugaz de escalofrío y tristeza.
Al fondo, allí por donde corona el horizonte, negreaba un cerraco espeso y tupido en el que, de vez en cuando, se veía blanquear el trajinar de los perros cazando y del que, aunque estaba muy lejos, nos llegaba entreverado en la brisa el alegre musiquear de la dicha de las rehalas.
Era un puesto de montería cómodo, ubicado a media ladera, con la tablilla colgada en un chaparro junto a un carril plano y apelmazado, con buen piso. Me puse junto a mi padre, auxiliándole en las naturales servidumbres que le impone la edad: especialmente tratando de suplir su patente sordera. Y pidiendo a todos los santos del cielo, pasados, presentes y futuros, que nos entrara un buen venado y que se quedara con él
A nuestra izquierda, a treinta metrillos poco más o menos, estaba mi primo Carlos, sentado a la sombra de una encina que confundía su figura. El cometido de Carlos era rematar algún bicho que dejara mi padre herido, si hubiera lugar a ello….
Por nuestras espaldas el cerro se resubía en unas lomillas limpias, con encinas y chaparretes, salpimentados con alguna jarilla miserable, hasta alcanzar, ya totalmente desnudo, la linde del raspil. A nuestras pies, sin embargo, el terreno estaba más sucio : el cerro se vestía con más vigor y la maleza tomaba más y más cuerpo hasta morir en la vaguada en unos apretales inextricables de árboles y arbustos.
II.- Iba la mañana sin grandes novedades. Alguna ladra se acercaba y nos agitaba los pálpitos del corazón, pero luego se malbarataba y lo que fuera no terminaba de cumplir. Estuvimos viendo la elegante espantada de una cierva y su chota que casi nos arrollan en su huída. Y oíamos tiros : unos más cercanos, otros más lejanos. Había carreras por el monte que se tupía a nuestros pies pero las reses sólo se intuían por el abaleo de las jaras y no se dejaban ver.
En esto , en un pegote de monte que se apretaba a nuestra derecha, sentí un tronchar de jaras. Y luego el silencio. Y, después, el pegote empezó a escupir reses: primero una cierva vieja y un venado chico que pasaron indiferentes, casi despreciativos. Luego otra pepa y la chota. Un varetaco arrancó también, éste en violenta huída arrollando monte. Y finalmente la nada. Y el silencio. Y la nada de nuevo. Y, de pronto, sin esperarlo, irrumpió un gran venado.
Se me puso el corazón en la garganta :
– ¡¡ Papá, tíralo, que es muy .!!
Mi padre se echó el rifle a la cara y:
– ¡ Pummm ¡
El venado apretó la carrera y, otra vez:
– ¡ Pummmm !
Tampoco acusó tiro alguno así que voceé a Carlos :
– ¡ Ahí lo llevas ..!
Carlos se fue con él y el venado dio una trecha de liebre.
III.- Me acerqué con mi primo a ver el venado. Tenía el tiro en la tabla del pescuezo. Era un animal hermoso, con la cuerna perlada, la roseta amplia, y las puntas limpias. Las luchaderas parecían los pitones de un toro y la palma remataba en una corona barroca y gruesa, echada para atrás.
Carlos y yo nos miramos y antes de que yo abriera la boca , me dijo:
– Decimos que es de tu padre.
Asentí.
Aparté a un podenquillo medio ataravizcado que mordía al venado y voceé a mi padre :
– ¡ Es tuyo..!
El podenquillo volvió a lo suyo y yo me entretuve un coger un palo para jalearlo y que no mordiera la carne.
– ¡ Fuera, tuuuso….!
Fue entonces cuando vi a mi padre que venía camino adelante : había dejado el rifle en el puesto y se acercaba ligero ayudado del bastón. Hacía aspavientos, agitaba las manos y gritaba y la bufanda, que le bandereaba en el cuello, le daban un aire algo violentón.
Entonces oí sus voces :
-¡ A mi no me enchuféis el venado ! ¡ Que yo no necesito limosnas de nadie !
Se paró a resollar :
– ¡ Que no necesito limosnas de nadie ! ¿ Lo oís ?
Carlos y yo nos miramos bastante acogotados.
– Menuda bronca nos va a caer….
Con urgencia nos echamos sobre el venado. Tenía un tiro en la tabla del pescuezo, que fue el que lo derribó. Pero había que buscar otro como fuera. A contrapelo, sin tiempo, y algo acharados, empezamos a manosear el cuerpo del animal, con las esperanza de encontrar un orificio de bala que fuera de mi padre. Mientras, éste se acercaba, cada vez más jaleoso y más retador :
– ¡ Que no necesito limosnas de nadie ! ¿ Lo oís ?
Fueron unos segundos eternos. Entonces Carlos sonrió. Me enseñó sus dedos manchados de sangre y señaló:
– Aquí están los tiros…Dos tiros.
El venado tenía dos heridas empanzadas, casi juntas, un poquillo traseras, pero inapelables, de los dos disparos de mi padre.
– Mira, desconfiado, aquí están tus dos tiros…
Mi padre se acercó:
– ¿ A ver, dónde ?
Por fin se convenció y muy contento dijo :
– No se os ocurra engañarme nunca… aunque tenga casi noventa años…que os capo.
Y sonriendo se sacó la navaja del bolsillo y sonrió:
– Con que ya sabéis…Que os capo… Que no necesito limosnas de nadie…
Y se fue otra vez al puesto, para seguir monteando.
Le dije a Carlos:
– De buena nos hemos librado.
Y concluí:
– Bendita sea la ley de la primera sangre.
Avanzaba la montería: los tiros, las ladras, los arrollones… Pasó un perrero :
– ¿ Cómo va el día ?
Respondí :
– No puede ir mejor.
Y es que, muchas veces, la vida, en cosas muy sencillas, te da unas satisfacciones que quedan grabadas, como a hierro y para siempre, en ese sitio de las entrañas de donde remanecen las alegrías más perdurables.