Atacar el español para dañar a España


Dado que esta sección es de carácter fundamentalmente cultural, vamos a fijar la atención, por elegir un segmento del acontecer en apariencia menos devastador o menos estrambótico, en el lenguaje

               No hay mal que por bien no venga, se dice, destacando que la adversidad sobrevenida puede abrigar la sorpresa de ventajas ulteriores. Pero también sería factible efectuar una lectura cínica de la frase y convertirla en estratagema política, casi en método infalible para engañar y conseguir, tal esos burdeles aplaudidos, a la vista de su utilidad no venérea, por quien hoy ejerce una alta magistratura estatal. Si se observa el panorama de la actualidad, a modo de ejemplos de algo por lo demás tan antiguo como la sofística, y aun de la socarronería de cualquier manipulador primitivo, nos percatamos de la ubicuidad del recurso, así como de la infinita credulidad de quienes nunca lo pillan, por mucho que se les repita el juego. El de explotar con aprovechamiento las desgracias, reales, imaginarias o mediopensionistas.

Basta, al hilo del discurrir informativo, con sopesar el aluvión de todas esas perlas de reflexión ideológica y llamada a la acción que con, generosa asiduidad, nos ofrecen el progresismo, el carpetovetónico tanto como el importado, y, por descontado, sus adeptos, promotores, cómplices, socios capitalistas y beneficiarios. Los casos en cuestión resultan, evidentemente, bastante variados, pero observan siempre un repetitivo denominador común, que a su vez es triple, trifronte y triangular, como los adulterios novelescos más célebres, puesto que concitan una falsa promesa de felicidad, una parte injustamente traicionada y otra parte que, con sospechosas artes, persigue vendimiar su tajada.

Juan Ramón Jiménez

Veamos, sin ir más lejos, eso que llaman complementariamente el calentamiento global, el cambio climático o la emergencia apocalíptica. Es decir, una cuestión notable de la que el histriónico Slavoj Zizek, uno de los mentores de Podemos y capitoste de la propaganda comunista, dice en uno de sus muchos libros que da lo mismo si es cierta o no, siempre que sirva para ensanchar el campo de lo “comunal”, léase lo controlado bajo batuta estalinista o “colectiva”. ¡Si esto no es desparpajo! ¿Hay mejor demostración de que los “buenos” se atribuyen barra libre y, como James Bond, se autoconceden “licencia para matar” si es por su “buena” causa, trátese de personas, de clases sociales o de la verdad? De un lado estaría la noble finalidad de “salvar” el planeta con su edén de criaturas armónicamente biodiversas, de devolverle a la naturaleza su graciosa hospitalidad a lo historieta de Walt Disney, ese anhelo romántico, y por lo tanto inventado hace como si dijéramos un cuarto de hora, como sucede con casi todo lo urgentísimo que, es comprensible, no puede esperar. Por otro, tendríamos a los perjudicados por la pulsión “altruista”, desde quienes desempeñan actividades y dirigen industrias declaradas non gratas hasta quienes habrán de sacrificar formas de vida ancestrales, renunciar a libertades legítimas, modificar según criterios “expertos” sus conductas y, por supuesto, lo más importante, pagar la sabrosa factura en metálico. Y, en tercer lugar, aunque sin duda a la cabeza, como triunfadores cesáreos, tendríamos a un conglomerado de mimados activistas, líderes y funcionarios del globalismo, sedicentes científicos bien remunerados y empresarios de las nuevas energías.

En ningún momento se trata de ofender a quienes creen en el idealismo juvenil de Greta Thunberg, en el desvelo solidario y entrañable por el dramático destino que tras brevísimo lapso aguarda a la tierra desvelado por las recientes propuestas de Bill Gates y Mark Zuckerberg sobre ingestión de “carne” artificial o teletransporte virtual (fabricados por ellos), o en la sensibilidad declarada por el señor Sánchez Galán, presidente de IBERDROLA, con respecto al capitalismo responsable y humanista. Pero sí de señalar que ello encuentra paralelismos en no pocos ámbitos, en los que vuelven a darse la mano la supuesta bondad de una quimera, utopía, promesa o redención; la necesidad imperiosa de perjudicar a quienes, por venir existiendo, impiden su salvífica puesta en marcha, chivos expiatorios a los que toca, recalcamos, el papel imprescindible de paganos; y, en la vertiente tercera del diseño geométrico, los autoproclamados representantes de la superioridad moral, los paladines que aparecen tan campechanos para medrar, enriquecerse y ser premiados.

Bécquer

Si analizamos los principales asuntos socioeconómicos en boga, desde la inmigración ilegal a la impune ocupación, no menos invasora y delictiva, de viviendas con dueño, ajuar personal y fotos de la madre, de facto amparada por las fuerzas del orden; desde los “derechos” permanentemente ampliables de los sectores “marginados” a la deferente y dadivosa discriminación positiva, y que se fastidien el mérito y la capacitación objetivos; desde la obsequiosa oposición al “racismo” a la eutanasia tan fulminantemente cariñosa hacia los viejos; del ínclito Covid-19 –y las pandemias que dicen están guardadas de reemplazo, en refuerzo de tal o cual agenda– a esos engendros llamados “políticas de género”; de la “autodeterminación” multiculturalista de las minorías étnicas (en Canadá, sólo un chino puede servir comida china, y sólo un indio puede disfrazarse de indio en carnaval, por lo de la apropiación indebida que dicen) a la defensa de la “libertad de expresión”; del silenciamiento de los “discursos de odio” a la heroica batalla contra las fake news; del “antifascismo” contra las tiendas de zapatillas y ordenadores de marca a las “terapias” de ingeniería sexual ad libitum, si hace falta de ida y vuelta, incluso en niños o adolescentes; es que majaderías deletéreas, querido lector, hay para dar y repartir; y es que, si repasamos la citada casuística y, por no alargar, otras muchas manifestaciones equivalentes que se podrían aducir, envestidas a todas luces de idéntica bellaquería, tal vez no desmerezca aplicarles este mismo esquema hermenéutico.

De proceder tal y como se sugiere, no nos será difícil determinar en cada una de estas vertientes cuáles son los ingredientes primero, segundo y tercero de la ecuación. En otras palabras, no nos costará identificar en qué reside el truco, contra quién o contra qué se articulan sus deseados estragos, y, por supuesto, la parte mollar y más discretamente camuflada, esto es, el sempiterno cui prodest del adagio. Porque, si bien se suele repetir que, cuando el dedo señala la luna, el imbécil mira el dedo, posiblemente las cosas pudieran ser al revés. Y que tanta insistencia en que el televidente, el internauta y el votante se concentren en la luna, otros dirían en el paquidermo, que es cuanto han aprendido del honrado Lakoff, bien puede tener que ver con que en el ínterin, mientras dicho sujeto masificado u hombre unidimensional, según peroraba el desplazado y asendereado Marcuse, en sus tiempos de gurú, ese pobre hombre de hoy y consumidor de lo que le echen, al que han hecho incluso pensar que posee opinión propia, eleva su estudiada atención a lo elevado, digamos los ideales, las creencias y los sentimientos, alguien –que ha calculado de sobra su candor– le aboca a otra contingencia: la de que le estén vaciando los bolsillos. Y dejándole por tonto de paso, aunque eso sí que no le despeine.

Francisco de Quevedo

Dado que esta sección es de carácter fundamentalmente cultural, vamos a fijar de remate la atención, por elegir un segmento del acontecer en apariencia menos devastador o menos estrambótico, en el lenguaje. En concreto, en la flamante aseveración, a cargo de sectores que integran o apoyan el gobierno de España, de que el español sería una lengua “impuesta”, es decir, que su uso constituiría una obligación ilógica, perjudicial, liberticida e injusta. A lo que convendría responder, arguyen ellos, buscando erradicar el español de la mitad o más de los territorios, entiéndase que a la fuerza y mediante una coerción punitiva en el lugar de trabajo, el aula y el patio del colegio, obligando a funcionarios y miembros de los organismos del Estado a manejarse indistintamente en catalán, euskera, gallego, bable y cuanto se tercie (añadamos occitano, aragonés, asturleonés, castúo, panocho, amén de variantes dialectales). Así mismo aspiran estos dirigentes españoles a que los fabricantes etiqueten con ese abanico polisémico de opciones, a la manera que llevan ya tiempo haciendo las pantallas digitales de los cajeros automático, para rendir tributo interesado a la “corrección política” o la conveniencia en esa pluralidad babélica. El alucinante argumento izquierdista reza que “un Estado debe ser excluyente con todas las discriminaciones, también la lingüística”, algo que en román paladino significa: el poder político, si quiere hacer daño efectivo a España, ha de prohibir que las personas se entiendan mediante una lengua compartida, multiplicando el uso de idiolectos locales, únicos e incompatibles, para así promover el aislamiento, la falta de movilidad, el empobrecimiento profesional y la ruina de la población.

Que Podemos y lo que quede del Partido Comunista, que Bildu y los separatistas vascos, que los separatistas catalanes y que el resto de la pintoresca caterva de españoles antiespañolistas, o meramente gamberros, agrupados bajo la metáfora del monstruo de Frankenstein, puedan hablar en serio, lo creemos. Es coherente con su inspiración, sus fines, su odio, su catadura y su afán de dominio y sabotaje. Pero parémonos un momento. ¿Qué hace grande y poderoso a un país, sino su lengua? ¿Qué es una lengua de categoría mundial, sino una creación de arriba a abajo, por la fuerza de la belleza y la inteligencia, en virtud de una historia gloriosa, gracias por lo general al genio de uno o varios enormes escritores, unos centros irradiadores de cultura y, en especial, la letra escrita? ¿Qué es la lengua inglesa, sino el dialecto de Chaucer estandarizado, consolidado por Shakespeare y dignificado por Dickens? ¿Qué es el italiano, sino el dialecto florentino de Dante erigido en identidad espiritual de un pueblo? ¿Qué son el árabe o el hebreo, sino la base sustancial, el alma duradera del Corán o la Torá? Todavía hoy en día, en El Cairo, un egipcio de clase media no puede hablar con un mendigo en la calle, porque no se entienden. La televisión británica, cuando entrevista a un lugareño provinciano, ha de poner subtítulos en inglés estándar para que lo puedan seguir los televidentes de otras partes de Inglaterra. ¿A qué se debe esto, sino al hecho de que cada grupo pequeño de hablantes usa una variedad lingüística local, y de que el auténtico patrimonio cultural, nacional, político y económico de una lengua reside en su vigor, su profundidad, su riqueza, su acervo literario y escrito, su vocación y aptitud de universalidad?

Los “fabricantes” del batúa o euskera estándar, esa invención manufacturada y de ayer por la tarde, lo tenían claro. Se trataba de idear una neolengua que superase el hecho de que los vascos de valles distintos no eran capaces de comunicarse entre sí, ni tenían una literatura común de nivel a la que aferrarse. Pompeu Fabra, el ingeniero industrial catalán que desarrolla las reglas gramaticales del catalán, busca con deliberación un exotismo, una rareza, para que lo que se saca de la manga suene exótico, distinto y lo más alejado posible del español. Ellos eran nacionalistas y antiespañoles, pero no eran idiotas. Son muestras de lo que puede hacer, si se lo propone, el identitarismo ideológico, el dirigismo colectivizante, el mesianismo separatista. Mas no son ilustraciones de amor a la diversidad, de respeto al “pueblo”, de afán de preservar la oralidad tradicional del tal o cual grupo de paisanos iletrados, a los que estos furibundos salvapatrias tenían la misma veneración que Sabino Arana a su esposa proletaria. Por eso es tan maligna, tan retorcida y tan infundada la noción de que el Estado, quiérese decir España, deba esforzarse por aniquilar el español, terminar de sacarlo de su sistema de enseñanza, desacreditar su literatura galardonando a indocumentados y borrando a sus clásicos, a fin de fragmentar la cohesión del país, robarle su alma y su espíritu, atentando contra sus logros más dignos. Cervantes, Quevedo o Galdós jamás hablaron, escribieron y se expresaron como el tabernero de la esquina. Góngora, Bécquer o Juan Ramón nunca pensaron, sintieron y escribieron como ese pintoresco espécimen mijeño que se hace llamar Huan Porrah Blanko, y que ha traducido a Saint-Exupéry al andalú bajo el título de Er Prinzipito. Esto no es broma, desgraciadamente.