Marañones


Marañones son, naturalmente, los expedicionarios y soldados españoles que recorren el río Marañón, que transcurre a lo largo de 1.737 kms. por tierras peruanas

Conturbados y ahítos ante el vuelo gallináceo, el guirigay de estentóreos cacareos y los picotazos de corral que conforman la puesta en escena cotidiana de tantos personajes públicos, trátese de políticos, comunicadores, “artistas” o intelectuales, tendemos a olvidar que sí hay donde mirar. Si bien resulta comprensible que nos preocupe seguir la mentalidad y los antojos de quienes esgrimen sobrado acceso a nuestros destinos, movimientos y bolsillos en nombre de su acomodo en la casta dominante (ellos musitan, sin exagerada convicción, que es por nuestro bien y porque, con independencia de los méritos y trayectorias académicas que los desasistan, el pueblo o el reparto de las cartas así lo han propiciado), tampoco debemos regodearnos como masoquistas en la contemplación de la miseria, la estulticia, la protervia o los devaneos estridentes de tal circo. Porque nos privaríamos del goce salutífero de la belleza, del fiel consuelo del saber, de la compañía edificante de la inteligencia y de la satisfacción legítima de sentirnos, con toda la alegría, españoles, amantes de esta tierra y su cultura, hermanados con cuantos predecesores destacados, mediante su valía y su virtud, son capaces de hacernos sentir que, como diría Jorge Guillén, el mundo está bien hecho.

Por poner un ejemplo. Ahí tenemos como fuente constante de conflicto la cuestión de los nombres de las calles, ese galopante frenesí cancelador al servicio de la manipulación de los hechos y del ataque al designado como enemigo, aunque sea, o precisamente por ser, una bella persona. Tal fue el caso de la vía urbana dedicada al escritor y periodista valenciano Nicolás Salas en su Sevilla de pasión, conocimiento hondo y afectividad de elección. Poco antes de su fallecimiento en 2018, la izquierda local orquestó una campaña particularmente injusta solicitando despojarle de su calle, a todas luces merecida a la luz de su bibliografía y sus servicios a la ciudad, declarándole culpable de “apología del fascismo”, toda vez que había expresado comprensión, dado el ímpetu de los profanadores de tumbas, hacia lo realizado en su día por Queipo de Llano.

Suponiendo que Queipo de Llano o Franco pudiesen clasificarse bajo la categoría de “fascistas”, que es bastante suponer, lo cierto es que Rafael Alberti disfruta de una calle en Sevilla, como la que le honra en innumerables poblaciones españolas, sin que quepa disimularle al autor de Marinero en tierra, Sobre los ángeles o A la pintura una filiación comunista aguerrida y notoria. Pues no fue el comunismo de Alberti un comunismo estético, únicamente de pose, de cariz sentimental y pacifista, aunque como a Neruda le gustara la vida regalada y nunca se jugara el tipo dondequiera que silbasen balas; sino un comunismo campechano, pinturero y provechoso. Alberti lamentó la muerte de su venerado Stalin en un sentido poema, obtuvo el Premio Lenin en los años sesenta y fue un convencido apoyo de la Unión Soviética hasta el final. ¿Se ha visto en algún momento la conveniencia de quitar su nombre de siquiera uno de estos rótulos? Porque Alberti fue comunista en el mismo sentido en el que Pierre Drieu La Rochelle o Robert Brasillach fueron fascistas, es decir, aceptando con los ojos cerrados el paquete completo, bendiciendo cualquier violencia concomitante y, en el caso del poeta español, facilitando el exterminio de opositores que hubiesen adquirido dicho timbre por clase social, talante o pensamiento. La razón por la que no se ha hecho esa barbaridad en ayuntamientos de derecha es porque el escritor es un activo espiritual y literario respetable a pesar de sus tangibles desafueros, no porque estos resulten perdonables o menores.

Distinto es el caso de Nicolás Salas, quien no sólo no fue jamás fascista, sino que emerge, en sus novelas, como uno de los autores que mejor ha descrito los orígenes de la izquierda obrerista sevillana. Acaso, si recapacitamos, el que con más empatía ha sabido recoger en sus libros el drama guerracivilista español en lo concerniente a esa ciudad, dando rienda suelta a su vocación con una honestidad y un colorido que cualquier progresista cabal debería encarecer. Citemos, aunque sea a vuelapluma, su obra El Moscú sevillano (Sevilla: Universidad, 1990), o su entrañable novela Morir en Sevilla, nada menos que Premio Ateneo de Sevilla en 1986, de la cual hay múltiples ediciones en la Editorial Planeta. Se trata de volúmenes de una inusitada riqueza documental, dotados de seguro pulso narrativo, radicalmente veraces dentro de la fabulación imaginativa. Nadie con dos dedos de frente puede cuestionar que Nicolás Salas es un baluarte de concordia, entendimiento y perdón, un paisano con la mano tendida, cuya perspicacia y apertura de mente nos facilitan ser mejores compatriotas. ¿Y a tal señor le tildan de fascista los energúmenos de marras?

No obstante, queda más. Como hace escasísimas fechas el líder podemita ha expresado a voces en el parlamento nacional que los comunistas trajeron la democracia a España combatiendo el fascismo, conviene preguntarse: ¿Qué fue antes, la revolución de 1917, o la llegada al poder de Hitler en 1933? ¿Qué fue antes, la década como dirigente socialista de Mussolini, o su ideación ulterior del fascismo? ¿Qué fue antes, ese ufano “Lenin español” llamado Largo Caballero y la revolución de Asturias de 1934, junto con los millares de asesinatos debidos a la izquierda, o el 18 de julio de 1936? ¿Qué fue antes, Allende o Pinochet? Pero Pablo Iglesias es a la historia lo que Trofim Lysenko a la genética, un dogmático persistente que se niega a aprender, como la “memoria histórica” del PSOE es a la verdad histórica lo que el dogma vaticano heredado de Ptolomeo a Galileo Galilei (y eso que Urbano VIII poseía una honestidad intelectual que desdeñan los socialistas españoles actuales). Por no entrar en cómo el típico español de izquierdas se desenvuelve a gusto en su batiburrillo de creencias y de fobias, a espaldas de lo empírico.

Es evidente que, en todos estos casos, y muchos más, el fascismo, si se quiere, o antes bien el golpismo militar de raigambre conservadora, es en cada manifestación diferente una respuesta defensiva a la desesperada, cuando el comunismo ha logrado implantar su terror polpotiano, un sistema de muerte, violación y latrocinio; y que, en las peores coyunturas, la de Hitler sobre todo, se convierte en una imitación proactiva (Auschwitz no deja de ser un gulag; empero, el alumno superó al maestro y Iósif había llegado a prendarse de Adolf hacia 1939-1941, hasta que éste se la dio con queso, dejando en ridículo las cabriolas pronazis de La Pasionaria) o un clon antimarxista, totalitario, antiliberal, no menos antiburgués y no menos extremista que el comunismo del cual bebe, del cual recibe su inspiración y estilo, y del cual se alimenta en propaganda, lenguaje y diseño. ¿O no es Iglesias la versión más ruda, iletrada y matonil de ese refinado José Antonio Primo de Rivera que fuese amigo íntimo de Federico García Lorca? Sabido es que Ernst Nolte, el famoso discípulo de Heidegger, y en parte también Jean-François Revel, explican el mecanismo con pelos y señales en sus libros. Pero antes que esto, la desfachatez y el escamoteo que lo impregnan, en lo tocante a España, se detectan a simple vista.

Vamos con los marañones, para quitarnos este desagradable sabor de boca y acariciar algo de exotismo y de heroicidad. Marañones son, naturalmente, los expedicionarios y soldados españoles que recorren el río Marañón, que transcurre a lo largo de 1.737 kms. por tierras peruanas, para acabar creando, en confluencia con el Ucayali, el Amazonas. Esos hombres son principalmente los de Lope de Aguirre, también llamado El Loco, El Tirano y el Peregrino, al que dan una muerte más que merecida dos de sus acompañantes en 1561. Mas Lope de Aguirre es también un caudillo independentista, un visionario y un ser legendario sobre al que han escrito libros literatos como Arturo Uslar Pietri, Ramón J. Sender, Miguel Otero Silva, Ciro Bayo, Abel Posse, William Ospina y otros. Y no menos fascinante que Lope de Aguirre es otro navegante del río Marañón y del propio Amazonas, que transita, atravesando miles de kilómetros hasta su desembocadura brasileña, el prodigioso Francisco de Orellana, muerto a los 35 años, en 1546, tras participar en la conquista del imperio inca, fundar Guayaquil, sufrir no pocas peripecias militares y políticas y, por descontado, enfrentarse a unas damas belicosas que otorgaron su nombre al río, el más poderoso del planeta, descubierto y domeñado por un corto puñado de valientes connacionales. Valga este recordatorio como homenaje al papel inaudito de España en las Américas, así como a la grandeza y el carácter de sus protagonistas, hoy tan en entredicho por culpa de cuantos, por rencor y autoodio, no soportan la noción de que su propio país pueda haber sido el ejecutor de insignes gestas y realizaciones.

Justo es que para concluir nos detengamos brevemente en otros marañones, aunque en este caso aludamos a un apellido que tiene que ver con un topónimo navarro. Nos referimos, desde luego, a las tres personas de relieve que se llaman Gregorio Marañón. El primero de ellos, el renombrado médico y escritor, resume en su periplo los anhelos, las utopías y el realismo del siglo XX español. Padre de nuestra endocrinología, maravilloso ensayista y pensador, Marañón es a la par, junto con Ortega y Gasset y Pérez de Ayala, uno de los más preclaros promotores de la II República Española, la del 14 de abril de 1931. Dice mucho del desastre interno, la corrupción política y la ruina moral de este mitificado y destructivo régimen, abocado por su delirio consustancial a una contienda civil, el que a los pocos días de inaugurarse se proceda a una destrucción salvaje de iglesias y obras de arte religiosas de imposible sustitución (como el malagueño Cristo de Mena, del siglo XVII, que es primero mutilado, luego fusilado y finalmente quemado por los comunistas el día 11 de mayo de 1931). Por eso no es de extrañar que estos tres iconos de la generación del 98 hubieran de exiliarse, guardaran distancia hacia los bandos contendientes y, en la posguerra, se acogieran a la España de Franco (en cuyas filas se habían alistado hijos suyos) como el mal menor. Marañón, responsable de una obra ciclópea tanto en medicina como en historia y ensayismo, es el epítome del liberalismo español.

Si queremos entender por qué se destruyó la democracia en España, por qué se tardó tanto en reconstruirla y por qué incluso hoy cuesta tanto trabajo defender el orden liberal ante sus enemigos de izquierda radical, basta leer un breve opúsculo de don Gregorio titulado Liberalismo y comunismo. Reflexiones sobre la revolución española, publicado en Buenos Aires en 1938. Sin duda nadie sabía quién iba a ganar esa guerra, que lo era contra una revolución comunista, y no contra una democracia al uso, ni cuál iba a ser la suerte del mundo en la antesala de la Segunda Guerra Mundial. Pero estremece cómo lo que era válido entonces lo sigue siendo ahora, cuando los españoles vuelven a plantearse la disyuntiva entre comunismo y libertad.

Una coda. El hijo de este médico, que fallece en 1960, es el embajador de España Gregorio Marañón Moya, quien fue director del Instituto de Cultura Hispánica y vivió hasta el año 2002. Mientras que el hijo de éste, Gregorio Marañón Bertrán de Lis, nacido en 1942 y felizmente aún muy activo, es un destacadísimo empresario, académico y hombre de cultura. Acaba de publicar un libro de elevado interés e indispensable lectura, Memorias de luz y niebla (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2020), en el que trata no sólo de su familia, sino de una plétora de eventos reseñables inscritos en la rica vida profesional y personal del autor.